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Jacqueline Goldberg: “La casa es lo único que nos queda”; por Gabriel Payares

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Leí por primera vez a la poeta, ensayista y escritora de libros infantiles Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966) cuando aún no terminaba la universidad y trabajaba como vendedor de libros para una Fundación venezolana de mucho renombre. Durante mis largas horas de espera por un comprador decidido, indagué en un compendio de obras breves, resultantes de un taller de periodismo literario dictado por la misma Fundación, y allí estaba La vastedad del adiós. Historias sepultadas en un cementerio judío (2003), lectura que me atrapó por su conjugación de lo íntimo y lo histórico en un relato ampliamente documentado. Años después, ya al tanto de la extensa obra poética de Jacqueline, quien es Licenciada en Letras (LUZ) y Doctora en Ciencias Sociales (UCV), aparece su obra ganadora del XII Premio Transgenérico de la Fundación Amigos para la Cultura Urbana: Las horas claras (2012), y mi sensación al leerla fue muy semejante a la de aquel primer encuentro fortuito con su escritura. Lejos del tedio de la novela histórica, sorteando con agilidad los vericuetos del periodismo documental y también los de la prosa poética, esta novela aparece en el panorama editorial venezolano como un rara avis, tanto en su tono, su temática y su estructura.

Las horas claras es una obra interesante desde muchos puntos de vista. Quisiera empezar por la más obvia, que tiene que ver con su talante genérico inusual, a ratos novela histórica, a otros prosa poética, y con su estructura discontinua, breve, casi de entradas en un diario. ¿De qué modo te vinculas con ella en lo íntimo de tu búsqueda poética personal? ¿La consideras realmente una obra “transgenérica”?

Si una obra “transgenérica” es aquella que une y reúne diversos géneros, pues Las horas claras lo es. En su estructura está muy clara la narración, la historia, la investigación y por supuesto, la poesía. Todo cuanto escribo, lo logre o no, pasa por el tamiz de la poesía. Es el lenguaje en el que me siento cómoda, es la ventana desde la que miro la literatura –como lectora y escritora–, es casi lo único para lo que me considero capaz y dispuesta. Me interesan las novelas, los reportajes, todo texto que tenga conciencia del uso de la palabra poética. En todo caso, aunque un repaso fragmentario del libro resalte frases que son propias de poesía, insisto en que se trata de una novela: la escribí pensando en ella como tal, con la firme resolución de contar una historia. De no haber existido el Premio Transgenérico que ganó el libro y gracias al cual se publicó, se habría entendido simplemente como novela y el término “transgenérico” quizá no habría aparecido. Pero me siento cómoda con él. Muchos libros de este siglo podrían perfectamente alinearse a esta etiqueta, que nada tiene de novedosa.

De hecho, experiencias previas de tu autoría como La vastedad del adiós (sobre la fundación de los cementerios judíos en Venezuela) o En idioma de Jazz (sobre la vida y obra de Jacques Braunstein) apuntaban ya tu interés por la reconstrucción íntima de relatos históricos o biográficos, aunque ningún caso, creo, se dio de forma tan abiertamente ficcional como en Las horas claras. ¿De qué manera se conjuga el proceso “periodístico” de documentación, con el “poético” de elaboración literaria?

Documentación es un vocablo que me interesa muchísimo. De hecho, he venido trabajando en varios libros con “poesía documental”, término que no inventé y que me permite estructurar como poesía temas y textos históricos y periodísticos. He dictado incluso talleres de poesía documental que han arrojado conmovedores  textos de los participantes (y pueden verse en http://tallerpoesiadocumental.blogspot.com/). “Es difícil sacar noticias de un poema”, escribió William Carlos Williams en Asfódelo, esa flor verdosa, pero sin duda no lo es extraer poemas de una noticia. En eso creo y con tal materia trabajo. Por eso fue muy natural llevar todo lo investigado sobre Le Corbusier y la Villa Savoye a un lenguaje poético y sumergirlo incluso en algo de ficción. Siento que carezco de dones para la ficción, no sé, no puedo inventar historias. Sólo me siento realmente segura reinventando la realidad que leo, partiendo de documentos.

El símbolo de la casa es central para la construcción de tu novela, pero también para una cierta tradición poética venezolana, enarbolada sobre todo por mujeres. Hablo entre otros de Casa o lobo de Yolanda Pantin, Casa de pisar duro de Gina Saraceni y ciertos textos de Hanni Ossott, que le otorgan a la casa diversos sentidos e interpretaciones estéticas. ¿Cómo responde Las horas claras a esa tradición poética? ¿Qué otros textos de tu autoría también lo hacen? 

La casa es el gran tema de la literatura, no sólo venezolana. Todos hemos anhelado, inaugurado, habitado o perdido una casa. Nos hemos extraviado en sus metáforas. Es vientre, paraíso, palabra. Alegría y dolor. No había pensado en esas otras casas de la poesía venezolana, sin duda entrañables y que han marcado mi poesía. Sólo ahora entiendo cuánto resuenan en mí. Y es que de eso se trata: la tradición se sostiene sobre la actualización de la mirada. Y Las horas claras mira una casa que pudo estar en cualquier lugar y haber sido diseñada por un arquitecto anónimo, aquí mismo. La genealogía del libro fue la lectura de una carta de la señora Savoye defendiendo su casa. Me imaginé entonces encargando una casa, perdiéndola, padeciéndola. Ya antes habían aparecido casas en mi poesía, nunca ajenas: casas de infancia, de sueño, de intemperies temidas. Casas que, como las de Hanni Ossott, tienen ropajes que se apegan “a mi piel interior”. No por casualidad uno de mis libros para niños se titula “La casa sin sombrero” (Alfaguara, 2001).

De hecho, tu novela me recordó también obras de latitudes extranjeras, como en la novela Casa (2004) del peruano Enrique Prochazka, en donde ésta deviene enigma de la memoria fallida del arquitecto; o más aún el relato “Amor” (1960) de la brasileña Clarice Lispector, en el que aborda el tema de la casa, justamente, a partir del de las horas y el paso del tiempo: la narradora habla de “…cuidarse de la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y ya no necesitaba de ella”. ¿Cómo interpretas en lo personal esa relación entre casa y tiempo, casa y memoria, casa e historia?

Una casa, como el rostro y nuestro cuerpo, va admitiendo marcas de los días. Requiere sumo cuidado para no envejecer o hacerlo bien. Se evita a toda costa que una casa muestre decadencia: grietas, manchas, techos caídos. Pero es imposible. Una casa está viva, se contorsiona, sufre. Sus muros guardan secretos. De allí que sean destino turístico obligado ciertas casas de artistas. Se conservan y se promocionan como si preservasen realmente el espíritu de quien creó en ellas. Hay un cierto morbo en descubrir sus legados. Y quizá sea cierto que las casas son capaces de capturar el tiempo, el aliento, la memoria de sus huéspedes. Me gusta como referencia la novela La casa, de Manuel Mujica Lainez. Allí la casa es personaje, tiene voz, cuenta en primera persona la historia de su desmembramiento y el de sus habitantes. Adoro su comienzo: “Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”.

También es frecuente la idea de la casa como correlato no sólo de la vida de sus habitantes, sino también de la historia del país entero, algo que podría leerse en Las horas claras en el capítulo titulado “Las horas líquidas”, cuando la casa bajo asedio del nazismo y de la guerra abunda en goteras y filtraciones. ¿Es eso la patria, una casa en la que guarecerse de la intemperie? ¿O quizás sea la casa la única patria verdadera del hombre, el reducto de lo íntimo y no el panorama del colectivo?

El país –el vocablo patria ha sido por ahora expropiado– es como la casa de Le Corbusier, lo percibo hoy con insalvables goteras. Me duele haberlo soñado tanto y saberlo hecho trizas, haciendo trizas mi vida. La casa en la que soy cada día es otra cosa: refugio, afectos, libros, música, cine, amigos, belleza. Todo. La casa es la gran metáfora de los reductos. Ser en ella nos devuelve a nosotros mientras nos aleja de ese país que debería ser cálido habitáculo y no lo es. La casa es lo único que nos queda, aún con grietas y voces oscuras. Es alma, palabra, sosiego.

¿Se puede, entonces, hacer de la casa una isla? ¿No se corre el riesgo, justamente, de convertirla también en sarcófago, como dice el epígrafe de César Vallejo en tu novela, “una casa vive únicamente de hombres, como una tumba”?

Es un riesgo, sin duda. Pero si la intemperie agobia, el encierro escogido dará triunfos a la vida y a sus ínfimas y necesarias alegrías. Y a la escritura.

Por último, Jacqueline, ¿qué nuevos proyectos te ocupan en la actualidad?

De los libros en construcción nunca hablo. Tengo poemarios y libros infantiles en peregrinaje por editoriales y concursos. Pero no me preocupa el tiempo que pueda transcurrir hasta verlos publicados. La bella edición de Las horas claras apacigua por un rato toda angustia de un próximo libro.