- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Ida y vuelta a la patria, por Luis Yslas

Pàsaporte640

El viaje que alteró mi nacionalidad estuvo a punto de dejarme varado como un Snowden cualquiera en el limbo de las fronteras migratorias. Se trata de la vez que salí del aeropuerto de Maiquetía como peruano y una semana después regresé al país como venezolano.

Desde 1979 viví en Venezuela con visa de residente, al igual que mis padres y mi hermana, los cuatro peruanos de nacimiento y recién llegados a un país boyante: todo horizonte, todo barato. Un paraíso para los desterrados de las dictaduras y bancarrotas latinoamericanas.

Poco antes del Viernes Negro, en un gesto que aún no me atrevo a catalogar de visionario o temerario, mis padres solicitaron la naturalización familiar en la otrora Onidex —actual Saime—, organismo que nos condenó a un largo olvido burocrático que primero nos sumió en la extrañeza y luego en la resignación. Al Estado no le interesaba nacionalizarnos.

O eso creíamos.

23 años después, un par de días antes de mi viaje de vacaciones a Buenos Aires, hacía yo mi cola en la Onidex para un trámite de rutina: retirar mi pasaporte peruano que había dejado allí para renovar mi visa de residente, requisito obligatorio para circular en el país, o para salir de él. Estaba nervioso, como es natural en esos ámbitos kafkianos donde sólo cabe esperar la demora y el maltrato. Luego de una hora de cola, llegué por fin a la ventanilla, donde un funcionario bigotón me entregó mi pasaporte y me espetó:

—Esto no te sirve, ya eres venezolano.

—¿Qué?

—Te salió la naturalización, chico.

—Pero si yo viajo pasado mañana a Argentina…

—Olvídalo. Tienes que ir primero a la Gaceta Oficial. Luego sacar tu cédula. Y los pasaportes para naturalizados no se están tramitando. Hay que esperar, mínimo, dos años.

—¡Dos años! ¡Pero si yo viajo en dos días!

—Siguiente…

Cuando quise reclamar con más ímpetu, aun sabiendo que no había mucha esperanza ni visa de residencia en esta tierra, una señora que estaba detrás de mí en la cola me palmeó los hombros y exclamó bolivarianísima: “¡Felicitaciones, mijo, ya eres de los nuestros!” Ni la miré. Me di media vuelta y salí de allí más confundido y venezolano que nunca.

Al llegar a la casa temblaba de indignación. Entendí por qué ese año había salido una naturalización engavetada desde el siglo pasado: en pocos meses habría elecciones presidenciales.

Igual decidí intentar mi salida del país —mi país—, aunque el viaje semejaba más una fuga que unas vacaciones. Fui a la Gaceta Oficial, donde me dieron un papel sellado en el que aparecía mi nombre en una lista de nuevos ciudadanos venezolanos. Con eso y el pasaporte de ex peruano supe que no habría muchas probabilidades de salida. Era venezolano, pero no tenía documentos que me permitieran viajar con esa identidad. No era peruano, pero tenía un pasaporte que me permitía simular que aún lo era. Todo mal.

Al cruzar la zona de embarque en Maiquetía, puse mi mejor cara de póker. El personal de inmigración apenas revisó mis papeles. Pasé. Pero aun en mi asiento, temía que algún funcionario subiera al avión y me detuviera por apátrida. Ya era un paranoico. Naturalizado. Finalmente el avión despegó y me dediqué a pensar en la semana de librerías, carne y vino que me aguardaba en Argentina.

Días después, mientras masticaba un trozo de bife e hincaba el tenedor en una bandeja de papas fritas, me volvió la incertidumbre ontológica en un café de la Avenida Corrientes. Yo era un desarraigado feliz en una ciudad que me servía de pausa antes de retornar a ese otro país en el que había vivido 27 años como extranjero.

¿Y si volvía al Perú a pedir un reajuste patrio? Descarté la idea: allá mi extranjería no sólo era oficial; era existencial. Venezuela era la tierra donde había estudiado, en la que tenía un trabajo estable, a mi familia cercana, a mis amigos. Pedí más papas y vino. Me estaba poniendo nostalgicón y dramático.

¿Y si buscaba trabajo en Buenos Aires? Total, si debía arreglar mis papeles de ciudadanía desde cero, qué más daba hacerlo en cualquier país.

Pedí la cuenta. La decisión estaba tomada: regresaría a Venezuela. Era lo más lógico. Mi sensación de extravío, incomodidad y molestia al saberme naturalizado era signo inequívoco de mi nacionalidad. Yo pertenecía a esa idiosincrasia de la zozobra. Perdonen la tristeza: era venezolano. Pagué y me fui a un show de tangos.

Una vez de vuelta al Simón Bolívar de Maiquetía, camino a la alcabala de inmigración, sólo deseaba repetir la suerte que tuve al salir. Una joven de uñas acrílicas me gritó que era mi turno y al acercarme me pidió el pasaporte. Apenas lo hojeó, levantó la mirada y me dijo lo que ya sabía desde hacía una semana:

—Su residencia en el país está vencida. Así no puede ingresar.

Le respondí que sí podía, que yo era venezolano. Silencio. Uñas. Me buscó en los registros de su computadora. Ya no existía como extranjero. Tampoco como venezolano. Le extendí la hoja de la Gaceta Oficial. Era la única prueba de mi identidad. Ella dudaba. Yo sudaba. Más silencio. Volvía a teclear en su computadora. Me veía de reojo. De pronto me preguntó en qué parte de Venezuela vivía, dónde había estudiado, en qué lugar trabajaba. Yo respondía con exactitud, pero nada, no lograba convencerla de que éramos compatriotas. De los nervios casi le canto el himno nacional, y aunque el síndrome Manuel Guerra aún no existía, preferí guardar silencio. En esas volteé y vi las vitrinas del Duty Free. Me imaginé en una de esas tiendas en los días por venir, gastando mis últimos bolívares en Torontos, deambulando como un Tom Hanks reducido en una versión subdesarrollada de The Terminal.

Volví a las uñas. La joven dejó de teclear y esgrimió una pregunta que más bien era la constatación de su asombro:

—¿Así que usted salió del país como peruano residente en Venezuela y ahora regresa como ciudadano venezolano?

—Sí, esa es mi situación–, le respondí, francamente cansado.

Ella sonrió y antes de dejarme entrar al país me regaló una confesión y un consejo:

—Primera vez que me toca un caso así. Pase y arregle sus papeles, hágame el favor.

Y eso he hecho desde entonces, como la mayoría de mis paisanos: arreglar a diario mi papel en esta tierra.

***

Publicado en SieteDías de El Nacional el 1 de septiembre de 2013.