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Hackear la democracia; por Jorge Carrión

Hackear la democracia; por Jorge Carrión 640

Lo primero que llama la atención de Mr. Robot es que su protagonista sea feo. Su fealdad, que no la del actor, acentuada por la capucha con que se cubre a menudo y por las ojeras de adicto a los psicofármacos, es coherente con una serie que hace hincapié en cómo las corporaciones y las instituciones políticas –si es que todavía son distinguibles– nos adocenan, nos domestican, nos adormecen, mediante un gran simulacro cuya energía es el deseo de éxito y de belleza. Elliot Anderson trabaja en Allsafe, una empresa de ciberseguridad; pero en su vida paralela es un justiciero, que utiliza sus superpoderes de hacker para hacer el bien. Por eso decidió aceptar el empleo: necesita su acceso para derribar a su archienemigo, E. Corp, el mayor conglomerado económico mundial. Lo mismo opina la enigmática FSociety, la guerrilla de hackers  que supuestamente recluta a Anderson para llevar a cabo su megaplan. Ni más ni menos que destruir todos los datos de los servidores de E. Corp y cancelar de ese modo la deuda crediticia de millones de personas de todo el mundo.

El proyecto de Sam Esmail es la puesta al día, en clave hacker y por tanto con el fantasma de V de Vendetta y de su hijo Anonymous como telón de fondo, de dos relatos fuertes de los años 90: American Psycho y El Club de la lucha. El antagonista de Anderson es un clon de Patrick Bateman, pero casado y de origen noreuropeo, con una esposa embarazada y sadomasoquista a la altura de su psicopático comportamiento. Y el juego entre la realidad mental y la realidad consensuada proviene claramente de la novela de Palahniuk, que como la de Easton Ellis también acabó de penetrar en el imaginario colectivo gracias a su traducción cinematográfica. Esmail pensaba de hecho en rodar un filme –imagino que el resultado hubiera sido una suerte de capítulo de Black Mirror–, pero la industria ha decidido que su historia debía extenderse en una serie. En este lenguaje su referente tal vez sea Dexter, porque el protagonista no sólo lleva una doble vida y está desequilibrado, sino que conduce la narración mediante una desafiante voz en off.

El uso de imágenes de archivo, donde aparecen líderes mundiales como Obama o Merkel, o las digresiones ensayísticas y panfletarias, crítico-paranoicas, de alto voltaje político, en forma sobre todo de monólogo (hermanas de las que de vez en cuando encontramos en Orange is the New Black y en American Horror Story), no son tan interesantes como la voz de Anderson. Porque es absolutamente flotante, indefinida. Parece dirigirse al espectador. A un tú, que soy yo. Pero él habla consigo mismo, aunque también se refiera a su “amigo imaginario”. En un mundo sin interlocutores, el relato nace como la necesidad de su cerebro atormentado de contarse a sí mismo a través de un espejo. El telespectador como el amigo imaginario del protagonista. Según David Fincher y Aaron Sorkin, ése fue el origen de Facebook.

Como en La red social, lo que se narra en Mr. Robot es una revolución. Una revolución lograda. La consecución de la utopía. Y las revoluciones no tienen un punto y final, sino muchos puntos y aparte, rupturas de un discurso que sigue pese a todo. La ciberutopía hacker es una actualización no violenta de la revolución anarquista y, como tal, provoca cambios profundos, tal vez irreversibles, en el interior de los servidores, en la oscuridad galáctica de los píxeles, con difíciles traducciones en el mundo material. Pero el desencanto del que habla la serie va más allá: la revolución no es sólo casi invisible en el exterior, sino también en el interior de los revolucionarios. Por eso no es de extrañar que la ficción hable no tanto de hackear el capitalismo o la democracia como de hackearnos a nosotros mismos. Eso hace al final el protagonista. Esa tal vez sea la gran paradoja de esta primera temporada: la serie, que parecía querer intervenir en la esfera de lo social a través de la apelación directa al espectador, se conforma con abismarse en la psique de su protagonista, un único individuo.

Este texto fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia.