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‘Ésta es mi sopa’. Palabras de Igor Barreto en la Feria del Libro de Guadalajara 2014

'Ésta es mi sopa'. Palabras Igor Bareto en la Feria del Libro de Guadalajara 2014 640

Fotografía de Vasco Szinetar

Siempre que puedo, en estos quince años del chavismo como problema, voy en la mañana a caminar por el mercado mayorista de Coche. Es un concurrido mercado que se encuentra al sur de la ciudad colindando con las caballerizas del hipódromo de Caracas, el Museo Alejandro Otero y algunas de las favelas más pobres del área Metropolitana.  Este mercado es casi un inmenso estacionamiento de camiones que traen sus productos agrícolas de los cuatro rumbos del país. Aquellos que provienen de la frontera colombiana son los más prolijamente decorados. Verlos con sus luces encendidas en la madrugada urbana es asistir a una revelación muy peculiar de aire festivo y religioso, son una suerte de altar rodante con su peculiar cornucopia. Durante su paso por las caminerías del mercado van dejando caer frutas y verduras que se estropearon durante el viaje, las que extienden tras ellos una estera  variopinta y descompuesta.  Junto al engrudo de esa mermelada ácida, se amontonan pilas de sacos y balanzas que ofrecen la precaria producción nacional.

Yo concurro cada viernes a sus tarantines por razones muy concretas; los visito para tomarme una sopa de verduras o un cruzado de carnes blancas y rojas. Esas mañanas al filo del mediodía, estoy sentado frente a un enorme tazón blanco donde flotan o se sumergen entre la niebla de un purgatorio gastronómico los componentes insospechados de mi sopa.

Por supuesto que han ocurrido tristes ocasiones en que no tengo hambre y me quedo en el entre-sueño de una mirada que sopesa cada ingrediente como si se tratase de la geografía del país: la carne (me decía) es el sur del lago de Maracaibo; las presas de pescado son las costas orientales que bordean el vacío intensamente azul de la fosa de Cariaco y las verduras el piedemonte andino.

Era un verdadero mapa flotante donde sumergí una herrumbrosa cuchara, girándola a contra sentido, tanto que algunas regiones se iban a pique, aunque reflotaran rearmando aquello que estuvo a punto de perderse.

Entonces, aún quedaba una cierta consistencia: sensaciones de solidez, elementos estables que me permitían afirmar que me encontraba frente a una sopa. Algo con una redondez y una definición en lo hondo de lo comestible y lo alimenticio.

Esa sopa que me tomé el año 1999 (cuando ganó Chávez) e incluso las sopas de los dos primeros años de gobierno, eran caldos de intenso color madera, con tonos diversos que iban del blancor alcalino de la yuca, a la gama de las verduras  amarillas. Y en la boca, se mantenían sabores profundos y llenos.  Siempre a una temperatura familiar de treinta y cinco grados a la sombra.

Si comparara esa sopa con un poema echaría mano (bruscamente) a dos términos empleados por Gadamer. Entonces, aquel potaje tenía una clara “semántica lírica”, tomando en cuenta  la relación entre la gama cromática de los numerosos componentes y su potencia de significados para construir la definición de una buena y sustanciosa comida. También pensaría en otro concepto suyo: la posible  “sintaxis lírica” de mi sopa, la existencia de un orden entre los componentes asociados para provocar eso que en gastronomía llamamos: una buena sazón.

Pero  esta sopa, que me tomo en diciembre del 2014, le ha ocurrido un gran descalabro en su semántica y en su sintaxis. Desaparecieron sus ingredientes y el caldo se aguó de manera sucia, dominándolo por completo la atorrante indefinición. Mi sopa, hoy día, es espejo del dolor social; padece un vaciamiento de sentido (tanto que ya no se lo que tengo enfrente). Ya no posee el “valor” de algo verdadero, ahora es suyo el anti valor de la pérdida del significado de la vida en la sociedad venezolana, con su saldo de veinticinco mil muertes anuales: veinticinco mil tazones de sopa agria para familias que se sorprenden de la indiferencia común ante lo atroz.

Es una sopa pobre e hipócrita en su supuesta humildad. Su dignidad no está acompañada de la sabiduría, como el caldito con leche que se tomaba Benito Espinoza, el heterodoxo, El príncipe de los libertinos. Es un líquido desabrido, impuesto por los cocineros de una elite cada día más tiránica. Vivieron la borrachera utópica entre las vituallas de una mal aprendida cocinería marxista, y ahora, a un destiempo paracrónico, nos ofrecen este caldo sanguinolento que necesitamos supuestamente engullir para alcanzar el bien social. ¿Estaremos acaso en la Unión Soviética de la década del treinta?, ¿tendremos que validar la carreta frente a otras alternativas modernas?

En las analectas de Confucio se dice que el pueblo puede privarse de sus armas y su comida en honor a la fidelidad, en honor al amor por el jefe del “buen gobierno”. Ese pueblo había caído en el embrujo de una personalidad magnética. Más hoy lo que tenemos delante, es el equino que un Calígula nos dejó por herencia. Todos en Venezuela sabemos que las circunstancias cambiaron y que la mayoría ya no mira los ojos de un hechicero, sino a su sopa: se acordaron en buena hora de la sopa. Esa es la verdad.  La sopa que no propicia la potencia de unos maxilares ferozmente desarrollados. Porque al hervir, los alimentos se ablandan y  permiten una mayor oportunidad para el desarrollo de las facultades cerebrales.

Hoy, esta sopa nos cuesta cien veces más, cuando ganamos cien veces menos. Es una sopa que consumimos en estado bruto. No  se dialoga, no se habla con nadie cuando la tomas, lo hacemos en silencio, en aislamiento y exclusión.

El comandante de la cocina nos ha aplicado la vieja receta estatista de los manuales de la Editorial Progreso. La que sufrieron muchas pequeñas repúblicas socialistas reducidas a la miseria como la gran herramienta totalitaria para cumplir un proceso de conquista y sometimiento a otro orden.

Venezuela es un país con escaso desarrollo de sus instituciones civiles. Luego de cuatro décadas de dictadura, repartidas entre el inicio y la mitad del siglo XX,   todavía el fantasma del militarismo permanece en la conciencia popular como un modelo de considerable vigencia. El país en 1999 atendió a ese llamado anacrónico, convirtiéndonos, gracias a la importancia petrolera, en un alfil muy codiciado en el tablero de la recomposición del totalitarismo mundial.

Estas son ( a mi modo de ver) certezas políticas, dichas frontalmente. La poesía se indigesta con tantas precisiones y prefiere nombrar al sesgo, decir de manera indirecta, para poder atender a una realidad humana de mayor trascendencia y tolerancia. Recuerdo a un profesor de dramaturgia que me repetía un principio, que debíamos guardar a medias. Él maestro decía: cuando tengas que nombrar una verdad, que tu personaje sea un niño o un loco al que se le pueda creer sin el acento definitivo de las bruscas enseñanzas sociológicas o filosóficas. Al poema le ocurre lo mismo que al texto dramatúrgico: se disfraza de ingenuidad (con ironía romántica) o se embriaga de imaginación y fingidos saberes. Debo decir que mi sopa, la que me tomo en esta hora, no es tan delicada, líricamente hablando, diría que nada delicada, y me temo que tanto mi hígado como mi colon se aproximan a un desenlace fatal.