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En busca de la épica perdida [parte II]; por Alejandro Oliveros

Por Alejandro Oliveros | 20 de mayo, 2017
Let The Courage Carry Me; Illuminate Me (2012), de Christopher Lucania

Let The Courage Carry Me; Illuminate Me (2012), de Christopher Lucania

A Pablo Neruda alguna crítica le atribuye el auge de la poesía épica en Hispanoamérica durante el siglo XX y debe ser cierto. A pesar de las muchas limitaciones del Canto general, su influencia se extendió como una oscura sombra por todo el subcontinente. Otros lectores señalan al mismo Whitman como responsable original de los estragos por su influencia en el chileno. Después de su aparición en 1950, no fueron pocos los poetas que se creyeron llamados a emular el fallido intento del bardo austral. Es un acuerdo que, de todo el Canto general, tal vez lo único permanente sean los versos dedicados a Machu Picchu, una épica exaltación de las glorias del pasado inca y precolombino. No podría afirmarlo, pero es probable que el proyecto nerudiado haya estimulado otros dos cantos de aliento épico sobre las misteriosas ruinas andinas. Por desgracia, nunca alcanzaron su misma difusión. El primero, fragmentario y acaso inconcluso, es “La mano desasida” del limeño Martín Adán, donde, de manera ambigua, se alude a lo escrito por Neruda sobre el sagrado suelo incaico:

¿Qué palabra simple y precisa inventaré
Para hablarte Mi Piedra?
¿Que yo no me seré mi todo yo,
La raíz profunda de mi ser y mi quimera?
¡Tú crees estar arriba honda en tu cielo,
y están tan enquistada en mi vida muerta!…
¡Ay, Machu Picchu, pobre rostro mío.
Mi alma de piedra,
Exacta y rompidísima,
Innumerable e idéntica,
Vuelo del animal mineral,
Esencia de conciencia de relabrada fuerza!…
¡Ay, Machu Picchu, hueso mío de presencia
Cuándo estarán de mi defuera!…
¡No temas Machu Picchu,
Que nada te harán los turistas,
Ningún daño te causará Neruda…

Aún menos conocido, y de manera por lo menos tan injusta, es “Piedra infinita” del argentino Jorge Enrique Ramponi, publicado en 1942, en el cual un poeta tan notable como Jules Supervielle encontró logros suficientes como para traducirlo al francés. El tono es menos bárdico que los anteriores, pero su modernidad al adoptar este tono desusado de la épica es notable:

Piedra es piedra:
aleación de soledad, espacio y tiempo,
ya magnitud inmemorial olvido.

El hombre quiere amar la piedra, su estruendo de piel
áspera lo rebata su sangre.
Pero algo suyo adora la perfección inerte.

Hay durezas, caparazones, formas tristes, con agua o
grumo vino dentro

(…)

Qué latitud, entonces, del corazón, qué zona dulce
emerge
–ráfagas 
de memoria y márgenes de olvido–,
donde la piedra flota sin reverso en la luz,
diáfana pluma, copo azul de espacio.

En Venezuela, la gesta de la independencia fue asumida como épica y exaltada por el grueso de pintores, novelistas y poetas. Otros, como Andrés Bello, sin duda con más acierto, prefirieron que la naturaleza desbordada de los trópicos fuera la protagonista de sus cantos. Eso es lo que encontramos en su “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. Y también, en un proyecto más reciente, el de Lazo Martí con su “Silva criolla”. Desde mediados del novecientos, por otra parte, Neruda fue considerado casi poeta nacional y emulado con entusiasmo digno de mejores causas. Juan Liscano llamó Nuevo mundo Orinoco a su empresa épica, con más retórica, tal vez que inspiración:

Bolívar peleaba por su pan de Independencia
con frenéticas hambres de iluminado…

Y así por decenas de páginas. Pero no tantas como las incontables de Alí Lameda en su Corazón de Venezuela, émulo de Juan de Castellano en inspiración y energía. También Vicente Gerbasi, menos desbordado y más cuidado, asumió, con desigual fortuna, el tono heroico en su Tirano de sangre y fuego. Más recientemente, con la misma suerte, Ramón Palomares en su Canto a Bolívar. De todos nuestros épicos modernos, sólo Arreaza Calatrava merecería ser comentado: su Canto al ingeniero de minas es lo más logrado que se ha escrito en este difícil modo. A pesar de su brevedad, apenas unos cientos de versos, el texto de Arreaza asume todas las exigencias del género, el tono inflamado, elíptico, su protagonista es más grande que la vida, las alusiones al mito no escasean y el destino del protagonista es, como siempre, heroico. Tal vez lo que más debamos agradecer al resto de los poetas venezolanos contemporáneos (y no es poco, en verdad) es haber sabido esquivar las dudosas tentaciones del poema épico y haber confiado en la sabiduría del dictum de Calímaco: mega biblion mega kakon  (“libro grande mal grande”), antes que sucumbir al ejemplo de Apolonio.

Cada región tiene su nombre y cada país tiene el épico que se merece. No dudo de que los haya en todos los países americanos, pero no me toca su inventario. Apenas, por sus bellezas que son tantas, quiero recordar el estupendo epos tan formidable como el de Kazantzakis (Odisea: una secuela moderna), el cual fue publicado décadas antes que el libro del caribeño Dereck Walcott, cuyo título no da lugar a confusiones: Omeros.

EPOS USA

Con la violenta unificación lincolniana, la joven nación del norte sintió la urgencia de un bardo que cantara las  glorias del  supuesto “destino manifiesto” de aquel país. Y fue lo suficientemente afortunada, en ese momento, para contar, ya no con un poeta épico, sino con dos. Herman Melville, quien acudirá a su inspirada prosa para presentar, de modo indudablemente épico a la monstruosa ballena blanca como metáfora de todos los atributos y excesos de los Estados Unidos: el “Pequod” sería la nave Argos y la tripulación el grupo de esforzados héroes encargados de sepultar en el océano los fantasmas y sombras del inconsciente colectivo de los Estados Unidos. Por su parte, Walt Whitman, en radicales versos libres, con envidiado aliento bárdico y profético, se cantaría a sí mismo mientras cantaba la génesis de la primera democracia seria desde los griegos. Al mando de la empresa, como un Agamenón cualquiera, el extraordinario héroe a quien llamaba “Captain, my captain” y que los demás conocían como Abraham Lincoln.

No obstante, y a pesar del genio de sus dos predecesores, los poetas estadounidenses del novecientos no creyeron que eso fuera suficiente. Moby Dick es y no es los Estados Unidos de América, y Whitman se cantaba demasiado a sí mismo para ser el Homero que la nación requería. Y una épica que se respetara, y representara el ánima turbulenta de aquel país “bárbaro y semisalvaje”, tenía que partir de Homero. Y eso, precisamente, fue lo que se propuso Ezra Pound, el primer e insuperado bardo estadounidense del siglo XX. Para no estimular dudas con respecto a su empresa, escogió el más expresivo de los títulos: The Cantos, como las secciones de Iliada u Odisea. Su épica, a diferencia de la de los románticos, o la de Whitman, se acogía a las exigencias de la modernidad. El poeta no aparecía en el poema, o aparecía poco, y siempre disimulado por máscaras o personae. Más de 40 años dedicó Pound a la composición de su opus magnum: un canto universal que, en sus cientos de páginas, abarca, no sólo el destino de sus compatriotas, sino el de la tribu humana en general. Fue mucho lo que se propuso el vate de Idaho, mucho lo que logró y no menos lo que dejó de alcanzar.

La épica de Pound, con lo mucho que tiene de formidable, no le pareció suficiente a sus compatriotas. Y así, a lo largo del siglo, otros vates, no desprovistos de genio, compusieron dilatados epos que representarían de una manera más precisa la gesta de la tribu estadounidense. Cuestionando el criterio dominante de la modernidad, que desconfiaba de la inspiración dilatada, seis fueron los poetas de ese país, hasta donde recuerdo, que dedicaron parte de sus noches a la escritura épica. Es el caso de “Tamar”, el inquietante poema de Robinson Jeffers, con su condena no menos inflamada a los excesos y descuidos de la vida moderna, lo que, recluido en su torre californiana con su familia, llamaba “in-humanismo”. Jeffers cantó sin parar en un tono siempre bárdico que atrajo la atención de los jóvenes lectores. No obstante, su frontal oposición al ingreso de su país en la Segunda Guerra no sería bien recibida y su popularidad se vería seriamente menguada y reducida a un culto que ha mantenido viva esta devoción. Si Pound se propuso cantar la gesta de la tribu humana, Jefferson con menor ambición, pero igual elocuencia, se limitó a expresar la de la tribu estadounidense. Nunca el cosmopolitismo de la modernidad, que representó Ezra Pound fue enfrentado con más energía y decisión. Ambas manifestaciones de la épica son una expresión de las tensiones en las cuales se ha fundado la cultura estadounidense. Otros proyectos heroicos se sucederían a lo largo del novecientos, algunos dignos de memoria: A, de Louis Zukofsky; Testimony, de Charles Reznikoff; The Bridge, de Hart Crane; Conquistador, de Archibald MacLeish o The Maximus Poems, de Charles Olson.

No obstante, el más estudiado (y no sé si leído) es Paterson: un proyecto de William Carlos Williams, amigo de toda la vida y, asimismo, rival de Ezra Pound. Paterson es un canto de 246 páginas escritas en prosa y en los personalísimos metros ingeniados por el autor. El héroe de la dilatada narrativa es un personaje llamado Paterson, que es una ciudad, que es la verdadera Rutheford, New Jersey, que es el mismo Williams, su más distinguido poblador. En su versión final consta de cinco secciones de extensión variable, publicadas a lo largo de una docena de años. La aparición de la primera parte fue recibida por unanimidad como una de las más notables muestras de poesía estadounidense. Robert Lowell lo compararía con The Prelude, de William Wordsworth, y otros lectores le encontraron méritos parecidos. Las secciones sucesivas fueron apareciendo a medida que el poeta avanzaba en la alta edad desde sus 63 a 66 años, acosado por la intolerancia política y la enfermedad.  

Como buena épica, Paterson es un texto público y privado. Como los Cantos de Pound, o el Canto general de Neruda. No sabemos qué fue de la existencia de Homero, pero no es aventurado pensar que algunas de las aventuras que se cuentan en Odisea tuvieran al mismo poeta ciego como protagonista. No se cantan las aventuras de Circe sin haber conocido personalmente las “delicias del mullido lecho”.

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Alejandro Oliveros Alejandro Oliveros, poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).

Comentarios (2)

leonardo
21 de mayo, 2017

Y ¿García Márquez, con Cien años de Soledad, no es (con las salvedades que se imponen) hablando de “epos” un Joyce latinoamericano?

Brother Full
21 de mayo, 2017

Excelente, felicitaciones!

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