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El rap como poesía; por Miguel Chillida

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I

Parece haber un consenso general, una claridad y fijación, de lo que sucedió a rasgos generales en poesía durante el siglo XX: de un estallido vanguardista de manifiestos a comienzos de siglo, como el Futurista, con pautas claras y programas, hasta un segundo momento, posvanguardista, de eclecticismo y fusión de géneros, como los Beatniks, en la segunda mitad del siglo. Entonces, cabe preguntarse, ¿cuál es el camino —de caminos— que la poesía empezó a recorrer a partir de finales de los años 70, y cómo se cruza en nuestros días?

Quizás valga la pena partir del ensayo de uno de los participantes de los grupos Sardio y El Techo de la Ballena en Venezuela. Francisco Pérez Perdomo, en sus tanteos de la ¨Escritura poética¨, redactados en 1980, pero sin duda reflexionados y vividos desde sus años de militancia poética, nos revela la recepción, en una lectura individual y colectiva (las tantas horas hablando sobre estos temas con amigos en bares de un ya remoto boulevard de Sabana Grande) de las propuestas verbales del dadaísmo y el surrealismo. Cuando este poeta venezolano lee a Tristán Tzara, sin duda nos está abriendo un camino hacia la reflexión de las actuales formas y contenidos de la poesía y su particularidad como discurso articulado. Dejemos entonces que sus palabras vayan abriendo el cauce del pensamiento.

Leyendo a Tristán Tzara, uno advierte desde el primer momento cómo este escritor se opone a la escritura simbolista. El simbolismo se caracteriza por un milagroso equilibrio entre la expresión y lo expresado, o sea entre los contenidos y las formas. Tzara mitifica el lenguaje, lo descoyunta en su sintaxis y se propone un abierto y rabioso antilenguaje simbolista.

Los iconoclastas del dadaísmo, al oponerse a sus antecesores como ocurre con todos los movimientos, se proclaman los fundadores de un nuevo credo poético. Todo lo anterior les parece excesivamente convencional y sin ninguna audacia imaginativa. Se proponen, entonces, llegar hasta los límites extremos del lenguaje, transgrediendo las reglas sintácticas y hasta las palabras mismas en su dimensión sonora. Se deifica el aspecto significante de la aventura creadora hasta convertir el poema en un universo prolijo y caótico. La poesía de Tristán Tzara, Papa Negro de este movimiento que tuvo su gran momento de esplendor entre 1916-1919, no tiene centro referencial, sino que se expande y el caos se erige en su propio centro. Es una poesía que se ramifica profusamente, sin que ninguna de estas ramificaciones toque, aunque sea tangencialmente, el punto de partida inicial. Cada verso gravita sobre sí mismo con plena autonomía de los otros versos del texto. Tzara, que por algún tiempo militó en el movimiento surrealista francés, hizo suya en la praxis la ley de la imagen surrealista formulada por Pierre Reverdy: “Cuanto más alejadas y exactas sean las relaciones de dos realidades, más intensa será la imagen poética”. Esta intensidad la consigue Tzara en cada verso y no a través de todo el discurso poético, ya que el poema de Tzara no tiene un solo contenido sino muchos contenidos, no tiene un eje central donde gravite todo el texto, sino pequeños ejes donde el poema gravita fragmentariamente.

No hay dudas. Hemos caído en la mitología del lenguaje. Ya el lenguaje poético se despoja de función instrumental y se convierte, para decir con términos de Roland Barthes, en una “cualidad irreductible y sin herencia”. Si antes el lenguaje sirvió para expresar un pensamiento, fue instrumento del pensar, ahora lo antecede y lo domina. Los dadaístas consideran que la palabra es anterior al pensamiento y afirman que “el pensamiento se hace en la boca”, anunciando ya en la literatura, de alguna manera, el futuro e incierto reino de la oralidad.

Wilhelm von Humboldt, al igual que para los dadaístas, estimaba que el lenguaje era el órgano creador del pensamiento, o sea que es anterior a él, como son los números anteriores a su cálculo. Benedicto Core afirmaba: “Si el hombre no habla, no piensa”. Y Bertoni no concebía el pensamiento sin expresión, la cual, en última instancia, no iba a ser la “vestimenta” del pensamiento sino “el cuerpo mismo” del pensamiento. Para Roland Barthes, el efecto de la literatura es el siguiente: “Un pensamiento formado por las palabras, un sentido surgido de la forma”.

Un poema es un sistema articulado, una unidad verbal, un conjunto de relaciones arbitrarias e insólitas, una secuencia rítmica. El poema es un contenido y una forma, pero ambos inseparables. El poema existe en el texto, pero también afuera y más allá del texto a través de los desplazamientos de sus signos y sus símbolos, que se mueven con inusitada frecuencia, cambian de sitios y de colores, vuelan por el espacio. El poema significa una realidad que es algo más que expresarla.

De estas líneas se desprenden profusamente varias aristas del pensamiento poético en la actualidad. Primero, cabría destacar que esta ramificación caótica, aleatoria, fluctuante, responde también a una nueva cosmovisión del mundo en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI. Sin mayores intenciones de profundizar en este tema tan complejo, vale citar la disidencia de Ilya Prigogine ante la ciencia clásica o determinista de Einstein, Galileo o Newton. Jean Baudrillard, por su parte, ha relacionado esta cosmovisión al modelo social que entra en escena, paulatinamente, a partir de los años 60, pero que en las dos últimas décadas del milenio encuentra su apogeo en la virtualidad y la informática. Y, al mismo tiempo, en la progresiva creación de la economía política: endeudado mundo del crédito, de la moneda flotante, del cínico y nihilista arribismo de Jordan Belfort. En segundo lugar, y bajo la presencia constante de dicha cosmovisión, es importante destacar ese ¨incierto reino de la oralidad¨ que ya se advierte en la poesía Tzara. Hay aquí un valioso punto de partida para analizar la relación de la posvanguardia (a la que perteneció Pérez Perdomo) con las formas poéticas actuales.

Cuando la extinta democracia venezolana, esa del bipartidismo entre Acción Democrática y COPEI, absorbe a la izquierda disidente, del MIR y el PCV (con sus individuales excepciones), y la cultura se incibiza, como decían irónicamente Teodoro Petkoff y Jesús Sanoja Hernández sobre todos los bohemios que se unieron al sistema y aceptaron puestos en el gobierno, se crea un nuevo cielo etílico patrocinado por banqueros y viejos enemigos políticos: La República del Este. Los miembros de este sector de la izquierda derrotada, sintiéndose fracasados, descreídos, estando alcoholizados y siendo cultos, lúcidos, cínicos, irónicos, publican, entre junio y diciembre de 1980, 5 números de una revista con el mismo nombre de la República fantasmática en la que ellos se reunían en Sabana Grande para, según su versión, huir de la otra República que pagaba la cuenta.  

Lo curioso está (y es aquí donde se enlaza el pensamiento vanguardista y rupturista de Tzara con la posvanguardia venezolana, su tiempo y las formas actuales de la poesía) en que cada uno de los números viene acompañado por un epígrafe de Simón Rodríguez. Por supuesto, unirse al gobierno representaba seguir una línea histórica, trazada por Ángel Rama en su indispensable libro La ciudad letrada, de alejamiento y conflictividad entre la ciudad letrada y la ciudad real. El mensaje implícito de nuestros derrotados republicanos, a modo de presagio fulminante (casi como premonición del chavismo) en estos epígrafes de Rodríguez (y su actual relación con la cultura del Hip Hop, y la intencionalidad de Tzara), quizás se encuentre resumido en el último párrafo del capítulo del libro de Rama, ¨La ciudad escrituraria¨.

Simón Rodríguez propuso, no un arte de escribir, sino un arte de pensar, y a éste supeditó la escritura, como lo demostró en su particular forma expresiva sobre el papel, utilizando diversos tipos de letras, llaves, parágrafos, ordenamientos numéricos, con el fin de distribuir en el espacio la estructura del pensamiento. Aunque más rigurosamente esquemática que la escritura de Vaz Ferreira, también la de Simón Rodríguez procuró traducir el mecanismo pensante, siguiendo una racional vía demostrativa. No hay aquí nada que se parezca al ensayo, al discurso o a la oración que practicó la prosa americana de la primera mitad del siglo XIX. La escritura ha sido aquí sacada de su ordenamiento, despojada de todos su adimentos retóricos, exprimida y concentrada para poder decir lacónicamente los conceptos, y éstos se han distribuido sobre el papel como en la cartilla escolar para que por los ojos lleguen al entendimiento y persuadan. Si a fin de siglo Mallarmé distribuyó en el espacio la significación del poema, en la primera mitad Simón Rodríguez hizo lo mismo con la estructura del pensamiento, mostrando simultáneamente su proceso razonante y el proceso de composición del significado. Si la vida y las ideas de S. Rodríguez prueban cuán lejos estuvo de la ciudad letrada, cuya oposición fundó, esta original traducción de un arte de pensar muestra cuán lejos estuvo también de la ciudad escrituraria, aunque, como los autores de graffiti, hubiera tenido que introducirse en ella para mejor combatirla.

Estos tanteos conflictuales entre escritura y oralidad podrían llevarse un poco más allá a través de algunos textos de Marshall McLuhan. Para este investigador canadiense de los medios de comunicación, la actual civilización globalizada ha ido cambiando el sentido del oído por el sentido de la vista a través de la escritura. McLuhan persuade de que el alfabeto fonético provoca una división de la experiencia, reduciendo los sentidos del tacto, el gusto y el oído, lo cual hace pasar de una percepción sonora del mundo a una percepción visual; a su vez establece una diferenciación entre ¨el trance tribal que induce la magia reverberante de la palabra¨ y su ¨sistema de relaciones¨, y la escritura secuencial del alfabeto fonético, que induce rasgos propios del hombre civilizado, como la diferenciación del individuo, la continuidad del espacio y del tiempo y la uniformidad de los códigos. Los chinos, al contrario —sigue McLuhan—, que tienen una escritura no fonética, conservan una percepción global y profunda de la experiencia, la cual el alfabeto fonético tiene tendencia a minimizar en las culturas civilizadas. Porque el ideograma —finaliza el investigador canadiense—, es una suerte de gestalt global que, a diferencia del alfabeto fonético, no supone una disociación analítica de los sentidos y las funciones.

La conciencia de esta conflictividad en la escritura, y la existencia de otros modelos, ajenos a la civilización occidental (pero casi siempre expresados desde ésta), ya se manifestaba en las obras exploratorias de hombres civilizados y vanguardistas del Nuevo y el Viejo Mundo, como el mexicano José Juan Tablada o el francés Guillaume Apollinaire. Sin embargo, recuperar el ¨incierto reino de la oralidad¨, el pensamiento que nace de la boca y es oído y no leído, fue una tarea que rebasó a la vanguardia y la posvanguardia en uno y otro lado del Atlántico hasta hace poco. Tendría que llegar la revolución más grande que se ha operado en la comunicaciones sociales desde Gutenberg: la virtualización de la realidad y la proliferación caótica de imágenes y palabras en una inédita hiperrealidad virtual socializante. Triunfo del pensamiento mediático, según el cual “todo debe ser mostrado”.

Es precisamente en este momento que se gesta uno de los movimientos estéticos más importantes de los últimos años. Nelson George, en su libro Hip Hop America, ha (des) escrito así su génesis.

At its most elemental level hip hop is a product of post—civil rights era America, a set of cultural forms originally nurtured by African American, Caribbean American, and Latin American youth in and around New York in the ’70s. Its most popular vehicle for expression has been music, though dance, painting, fashion, video, crime, and commerce are also its playing fields. It’s a postmodern art in that it shamelessly raids older forms of pop culture—kung fu movies, chitlin’ circuit comedy, ’70s funk, and other equally disparate sources—and reshapes the material to fit the personality of an individual artist and the taste of the times.

Para agregar más adelante:

Now we know that rap music, and hip hop style as a whole, has utterly broken through from its ghetto roots to assert a lasting influence on American clothing, magazine publishing, television, language, sexuality, and social policy as well as its obvious presence in records and movies (… and) how advertisers, magazines, MTV, fashion companies, beer and soft drink manufacturers, and multimedia conglomerates like Time-Warner have embraced hip hop as a way to reach not just black young people but all young people.

Entramos al incierto reino de la oralidad, al mundo salvaje y absorbente de la democracia neoyorkina, a una civilización que Baudrillard definirá como carnavalesca y caníbal. El Hip Hop, o al menos ese segundo momento del que habla N. George, forma parte del actual momento en ciertas sociedades occidentales, que Gilles Lipovetsky ha llamado ¨capitalismo artista¨. Es un arte de socialización de la sociedad. Y no escapó a un gran cuestionamiento de los valores vanguardistas, especialmente en relación al rol del poeta o, mejor, del artista en la sociedad. En Chile, por ejemplo, este conflicto se desarrolla con toda lucidez entre los Poetas de la Claridad y la vanguardia instituida, de lo cual he hablado en el texto “Piedra angular (sobre la antipoética de Nicanor Parra)¨, para resolverse en la creación de la ¨antipoesía¨.

II

“Walt Whitman once proclaimed that ‘great poets need great audiences’. For over thirty years, rap has produced more than its share of great poets. Now it is our turn to become a great audience, repaying their efforts whit the kind of close attention to language that rap´s poetry deserves”

Adam Bradley

Bradley, quien hizo un P.H.D de literatura inglesa en Harvard University, dedica un libro entero (Book of Rhymes. The poetics of Hip Hop) para reivindicar al rap como una de las formas poéticas más completas de la contemporaneidad y en conversación formal con la tradición literaria anglosajona. Su estudio nos sirve de base para entender algunas de las características propias del género y sus valores estéticos. Bradley, en la introducción de este libro, cita al poeta Adrian Mitchel, quien dice que “’Most people ignore poetry because most poetry ignores most people’”. Pero el “Rap —agrega Bradley— never ignores its listeners”. Esta relación con el público es mucho más cercana a la conciencia que los escritores del Siglo de Oro Español tenían de este, aunque muchas veces se alejasen de él, poniéndose del lado de los “discretos” y no del vulgo que, como sabía Cervantes, era el juez de su obra. En el rap, el MC, o maestro de ceremonia, enuncia como otro hombre-masa que habla, incluso cuando trata de sí mismo, sobre una realidad común (Apache), pues su mensaje, formalmente, y siguiendo las observaciones de McLuhan, es auditivo: canto.

Más aún: “Rap is public art, and rappers are perhaps our greatest public poets”, aunque, sin embargo, Bradley hace el importante señalamiento: no todos los raperos son buenos poetas. Las letras de las canciones vienen de la experiencia social, en la calle, y están hechas para ser escuchadas en la calle, o en fiestas colectivas, como apunta Bradley. El rapero habla inmerso en el juego de espejos que para Lacan suponía la vida social, y su subjetividad personal no nos habla desde otro espacio (desde el cual suele hablarnos la poesía literaria, o escrita), sino desde el espacio común de las relaciones interpersonales y los sucesos cotidianos. El poeta cree, muchas veces, que es una pura subjetividad; el rapero, en cambio, sabe, como Lacan, que no existe sin el Otro.

No sólo eso, Bradley también nos recuerda los orígenes musicales de la poesía: “The ancient Greeks —escribe— called their lyrical poetry ta mele, wich means ‘poem to be sung’. For them and for later generations, poetry, in the words of Walter Pater, ‘aspires towards the condition of music’. It has only been since the early twentieth century that music has taken a backseat to meaning in poetry”. Esa musicalidad originaria de la poesía es la que el rap rescata a finales del siglo XX y comienzos de XXI, llevándola de nuevo a sus cauces profundos, sociales. Asimismo, vale la pena apuntar dos influencias de la poesía occidental que el rap retoma: 1) el yo que enuncia en los poemas, y el cual es introducido en la tradición occidental por Dante, tal como apunta Octavio Paz en su ensayo “Contar y cantar”, y 2) otra vez siguiendo a Paz: “para cantar la cólera de Aquiles y sus consecuencias, Homero debe contar sus hazañas y las de los otros aqueos y troyanos. El canto se vuelve cuento y, a su vez, el cuento se vuelve canto”.

Estas formas contemporáneas de la poesía atentan contra el formato del libro y, por tanto, contra la palabra escrita, impresa, indeleble, sacralizada. Por esa misma razón, estas se inscriben en la continuidad de un conflicto histórico, descrito por Ángel Rama en su libro La ciudad letrada. Este conflicto se sintetiza en una frase de Rama: “Todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura, pasa obligadamente por ella… la libertad había sido absorbida por la escritura”. Incluso los poetas que entendieron esta imposición de la escritura a lo largo del siglo XX, no pudieron, en muchos casos, superarla, sino violentar al lenguaje en una desesperación suicida. Véase, como ejemplo, al nadaísmo colombiano. El rap, en cambio, supera esta imposición porque rebasa el formato del libro. La reciente polémica en torno al Nobel de Literatura otorgado a Bob Dylan, trata sobre este actual debate.

En Venezuela, podríamos pensar este género musical como perteneciente a la tradición poética nacional. A comienzos del siglo XX, la ciudad y la sensibilidad urbana se empiezan a hacer presentes en textos poéticos de autores como Luis Fernando Álvarez o Salustio González Rincones, por mencionar sólo dos de los más citados. La ciudad que ellos vivieron no tenía nada que ver con la ciudad en que se iba a convertir Caracas, la cual impuso la centralización de la capital y la ideología de la vida cívica (que Ramón Palomares rechazó). A partir de 1940, y ya decididamente en 1950, la ciudad cambia de piel y empieza a vibrar a otro ritmo. De igual modo ocurre con la poesía, y así surgen autores como Caupolicán Ovalles, Víctor Valera Mora, y otros más surrealistas y menos beat, pero igualmente urbanos, como Juan Calzadilla. Influenciados por algunos autores de esta generación, pero en rechazo a otros, el grupo Tráfico publica en 1981 un manifiesto en que trazaban un programa poético según el cual se proponían explorar la calle a fondo. Las obras poéticas de los miembros del grupo se desviaron, si se quiere, de la rigidez del programa.

No es sino hasta mediados de los años noventa que el rap (y toda la movida cultural del Hip Hop) empieza a cobrar forma en Venezuela. En la poesía escrita hay algunas logradas exploraciones de la sensibilidad urbana, como en la obra de Miguel James o Alejandro Rebolledo (e incluso en la obra de Miyó Vestrini, quien pertenece a otra generación, pero anticipa una sensibilidad, o salud, alterna). Sin embargo, es el rap el que explorará con más contundencia y realidad el hecho urbano, entre otras razones porque sus creadores no pertenecían al adormecedor status quo de las universidades y otras instituciones, sino a la marginación y a la violencia de las calles.

Nunca como hasta este momento se había explorado y explotado en nuestra poesía lo que Roman Jakobson llamó “la función poética del lenguaje”, es decir, los recursos literarios que utilizamos en nuestras conversaciones cotidianas. Si nos abstraemos de su uso cotidiano, este termina pareciendo, en algunos casos, como en varios temas del disco inicial de La Corte, Codigo demente (1998), un uso hermenéutico. Renovando así el lenguaje de la poesía conversacional que cultivó, entre muchos otros, Alejandro Oliveros (y que, en algunos casos, no se podía decir que cumpliendo con lo que Allen Ginsberg pedía a la poesía: que pudiera ser escrita como si se hablase con un amigo, ¡porque no todos se dicen las mismas cosas y mucho menos de la misma forma!).

Ocurre en la literatura lo mismo que ocurre en sociedad. Como notaba Ángel Rosenblat en el IV tomo de sus Buenas y malas palabras, el lenguaje juvenil (de 1958), independientemente de la clase de pertenencia, como es el caso de “los pavos”, incorpora cada vez más voces del registro propio del mundo delincuencial. En nuestros días: del malandreo. Y este lenguaje, reflejo de una sociedad que ha proclamado la juventud como valor vital, es el testigo de una profunda transformación política y social. Como diría Ramón del Valle Inclán: “El idioma de un pueblo es la lámpara de su Karma”.

Esta es la poesía que mejor va a expresar formalmente el contenido de una ciudad, Caracas, en la que, también progresivamente, se empieza a borrar la frontera entre vivos y muertos, con la expansión de la santería (estudiada reveladoramente por Michaelle Ascencio en su libro De que vuelan, vuelan), la cual prolifera imaginariamente hacia el resto de la ciudad a partir de la profanación de tumbas en el Cementerio General del Sur, ese espacio, para decirlo con Foucault, heterotópico, muy presente en la narrativa venezolana contemporánea, y la paulatina entrega de un amplio sector de la urbe, junto al proceso de pérdida de la democracia y sus instituciones, a un estado salvaje y tribal, latente como negatividad desde los inicios de la democracia americana, tal y como Alexis de Tocqueville la estudiase hacia 1830.