Blog de Alejandro Oliveros

El primer estilo de las “naturalezas muertas” de Fabbiani; por Alejandro Oliveros

Por Alejandro Oliveros | 7 de octubre, 2017
Bodegón, oleo sobre tela. 1970 / Juan Vicente Fabbiani

Bodegón, oleo sobre tela. 1970 / Juan Vicente Fabbiani

El asunto de las naturalezas muertas nunca dejó de presentarse en la trayectoria del maestro venezolano Juan Vicente Fabbiani (1907-1989). Y tal vez no sea imprudente definir tres estilos, de cronología imprecisa, en esta dilatada producción, con cabalgamientos, vueltas y revueltas, pero siempre en movimiento, evolucionando hasta el final. Una primera etapa “post-cezanniana”. Una segunda, que hemos dado en llamar “metafísica”; para terminar con una fase que, tentativamente, podríamos denominar “simbólica”, y que ocupa los últimos años de su vida. Como todos los artistas de su generación, Fabbiani no escaparía a la gravitación de Cezanne a la hora de incursionar en el género. La expresión de una “armonía paralela” fue lo que se propuso el artista venezolano, siguiendo de cerca el proyecto estético del maestro. Construcciones racionales, calculadas, donde nada es dejado al azar, cerebrales y tensas. Fabbiani se relacionó con Cezanne de manera privilegiada. Para ambos, el informalismo era algo inaceptable, la pintura era un oficio demasiado serio para dejarlo en manos de la intuición o la fortuna. Cada trazo, cada pincelada, cada tonalidad, las sombra y luces, las formas y colores deben ser el resultado de una detenida reflexión. La idea era encontrar un equivalente, trasladar al lienzo el diseño del divino hacedor. Precisar sus armonías y contrastes, para proponer una traducción en el espacio pictórico. Los dos son representantes a conciencia de las tendencias apolíneas en el arte. Nadie más apolíneo que Fabbiani en el arte venezolano. Y cuando deja de serlo, lo hace para aspirar a la unidad de la que hablaba Nietzsche: “Hasta que finalmente, por un milagroso acto metafísico… se encuentran apareados entre si (los impulsos apolíneos y dionisíacos) y en ese apareamiento acaban egendrando la obra de arte”.

Las naturalezas muertas de este período son siempre variaciones sobre las intuiciones a partir de las cuales Cezanne alcanzó su mejor y más influyente iconografía. Fabbiani aprendió a “hablar Cezanne” como pocos artistas latinoamericanos. Todos lo leyeron, pero sólo pocos lo entendieron tan bien como el nuestro pintor. Lo que entendió es que, a pesar de su “corticalidad”, su racionalismo, la pintura del maestro de Aix-en-Provence no era pura forma; no era una forma gloriosa aunque vacía, ayuna de la espiritualidad que tanto preocuparía a Kandinsky. Y este es uno de los peores malentendidos del arte moderno, suponer que la escritura de Cezanne se reducía al formalismo. El arte de Cezanne es una escritura en busca de una metafísica. Su protestantismo innato lo animaba a rechazar toda voluntad formal que no fuera expresión de una espiritualidad. Las versiones y re-visiones de peras, manzanas, hasta las calaveras del final, deben aceptarse como un homenaje a un ser superior creador de todas las cosas. Sus telas son las oraciones de un creyente a un Dios severo, exigente y protestante. Cubos, cilindros, rectángulos, como instrumentos de exaltación “ad maiorem Dei gloria”. De Cezanne es la expresión más radical que conozco sobre las relaciones entre Dios y la obra de arte: “Cuando juzgo el arte, cojo mi cuadro y lo pongo junto a un objeto obra de Dios como un árbol o una flor; si desentona, no es arte”.

La sensualidad no es, precisamente, lo que caracteriza las naturalezas muertas de Cezanne. Es la sensación que queda después de la visita a su taller de los últimos años en el Chemin des Lauves de Aix-en-Provence. Todo allí es discreción y decoro, iluminado por la luz bendita de Provenza, que llega por el enorme ventanal. Todo allí es admirable y digno de reverencia, como un sayal de Francisco de Asís. Los abrigos, el sombrero, el caballete, la escalera, la mesa, las sillas, todo dispuesto para el trabajo de pintar que era su forma de orar. Nada, en la sostenida disposición de los objetos, parece dispuesto para la exaltación de los sentidos. Pocas experiencias más reveladoras para los amantes del arte moderno, que contrastar el taller de Cezanne con la casa de su contemporáneo Monet en Giverny. Aquí, como en un jardín epicúereo, todo está dispuesto para la exaltación de la sensualidad; el estanque, los nenúfares, las obras de arte de la colección privada (entre ellas varias de Cezanne). Una construcción donde el espacio más dilatado está reservado a la cocina, y luego la enorme mesa del comedor donde el artista celebraba la visita de los amigos que llegaban de París, porque “nada más grato que los amigos que vienen de lejos a visitarnos”, en palabras de Ezra Pound. Nada en Giverny huele a religiones cristianas, su aroma es el de la pura vida en su expresión más brillante. En Chemin des Lauves impera el ascetismo y el recogimiento, como una capilla valdense en medio de los esplendores de Provenza.

La adhesión de Fabbiani a los postulados teóricos de Cezanne es incuestionable. De esta fidelidad va a surgir una escritura nueva, diferente, personal. La percepción de las “armonías paralelas”, la que el artista propone a la divina armonía del universo, es una empresa individual, apartada de todo servilismo. En el caso de Fabbiani, su proyecto post-cezanniano, estará signado por la sensualidad, por un erotismo ajeno a la escritura casi hugonote del francés. Las manzanas de Cezanne, con todo su brillante cromatismo, son de una seriedad casi religiosa, como un ícono o una talla sevillana. No de balde, al final de su vida, las cambiará por la vanitas de unas lamentables calaveras. No son una invitación, las frutas de sus naturalezas muertas, no provoca olerla o morderlas, tal es el respeto que infunden. Están allí de acuerdo a un orden estricto que no puede ser interrumpido. Son las criaturas del silencio, con la gravedad de una danza medioeval. Parecen haber estado sobre la mesa desde siempre, como los Tepuyes venezolanos, rodeados de misterio y asociaciones numinosas. Sus colores evocan los primeros momentos de la Creación. Los bodegones de Fabbiani, por el contrario, parecen adaptaciones a escala del paisaje sensual de sus trópicos natales. Los colores no se insinúan decorosamente sobre la tela, sino que las invaden, como el sol o el viento del Caribe. Sus frutas, como los cocos de “La fruta que cae” (1947); o la pera de “Garrafa inclinada con dos frutas” (1948) o la lechoza y aguacate de “Poliperspectivismo” (1945); los pescados de “Peces y berenjenas” (1949) y los panes de “Pan, vino y mesa” (1961), están allí para ser acariciados, tocados, mordidos. Los rojos de su “Naturaleza muerta”, de 1947, con su sugerente botella, pueden servir holgadamente de soporte a cualquier desnudo velazquiano. El erotismo, disimulado o evidente, como en sus desnudos “burlescos”, es la verdadera religión de Fabbiani. Una convicción que no necesita de cuerpos masculinos o femeninos para expresarse. Sus cambures no son sólo cambures; sus panes de entreabiertas superficies, son algo más que panes, y la disposición de sus peces en una bandeja amandorlada no es inocente. Fabbiani describe sus obsesiones en esta serie de naturalezas muertas, verdaderas alegorías de una vida interior. Y uno recuerda la feliz expresión de Jean Lescure: “El artista no pinta como vive, vive como pinta”.

El arte, como la vida, es un juego de tensiones, un agon permanente. No cruzamos un campo cuando vivimos, advertía Pasternak. Un drama que se reitera en las naturalezas muertas de Fabbiani, en las de su primer estilo y aun más en el segundo. En las telas de los años ‘40 y ‘50, los objetos, en su vida, en su intimidad, resisten ante el cerco cromático de los grandes planos de color que se desplazan por el espacio. La historia de estas frutas, peces y objetos es la de una lucha por la supervivencia en un espacio que acosa, empuja, envuelve, pone en peligro la misma realidad objetual. De allí el precario equilibrio de no pocos de estos objetos protagonistas, a punto de ser precipitados al vacío. Una existencia inquietante que envidia la paz de las cosas de Cezanne y se identifica con la angustia de las de Morandi. Es lo que sentimos ante la soledad amenazada de las frutas —cuyo número y color son un secreto homenaje a Manet—, de “Mesa dividida”, inestables, nerviosas, en su resistencia ante la proximidad de un contrincante formidable, un espacio de una tricromía grave y amenazante. Y no está demás recordar a ese especialista en espacios que fue Gaston Bachelard cuando recordaba que, “El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y reflexión del geómetra. Es vivido”. El primer estilo de las “natures mortes” de Fabbiani, se prolongará con sus variaciones durante unos diez años, hasta que, a mediados de los setenta, produzca una serie de obras de inquietante contemporaneidad. Ya no modernas, como los mencionados casos de Rivera, Tamayo o Botero, sino actuales, con la actualidad que encontramos en otros artistas dejados de lado por el sectarismo moderno, como Buffet, Derain. O Morandi, el solitario productor de “topografías” metafísicas. Porque, como lo escribimos antes, el segundo estilo de las naturalezas de Fabbiani es, también, metafísico.

Alejandro Oliveros Alejandro Oliveros, poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).

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