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El misterio del exilio de Ovidio; por Alejandro Oliveros

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Estatua de Ovidio en Constanza, Rumania. 1887, Ettore Ferrari.

Ovidio es el príncipe de los exiliados. No acaso porque viviera las holguras de un heredero durante su destierro, que no fue así su dilatada estadía entre bárbaros a orillas del Mar Negro, sino por la exquisita poesía que escribió a partir de las desdichas de su experiencia.

Dos de sus libros tienen el destierro como el principal de sus asuntos: Tristia (Las tristes) y Ex Ponticas (Cartas desde el Ponto). Si casi siempre menos considerados que sus más familiares Las Metamorfosis y El arte de amar, en nuestros tiempos de refugiados y exilios su lectura es cada vez más difundida. En el siglo XX, la poesía ovidiana del exilio fue leída por la luminosa generación de españoles desterrada por la oscuridad franquista. A pesar de eso, o por lo mismo, sus traducciones al castellano, casi siempre infelices, alejaron eventuales lectores más recientes. Ósip Mandelshtam, en su exilio siberiano, lo recordó y le rindió homenaje con su homónimo Tristia. Curiosamente, Pound nunca le dedicó mayores desvelos y Eliot, quien nunca se quiso sentir como un desterrado en Inglaterra, tampoco. El tiempo ha llegado, al menos para nosotros los venezolanos, de releer estas elevadas expresiones de la indeseada vivencia del destierro.

Entre todos los grandes autores de la Edad de Oro de la lírica latina, sólo a Ovidio le correspondió la dudosa fortuna de conocer el exilio hasta sus últimas consecuencias, hasta la propiamente última, que es la de morir lejos de la “patria mía”. Generalmente son conocidas —políticas, económicas, existenciales, familiares, sentimentales— las razones de los exilios. No ocurrió así con nuestro poeta. Los motivos de su condena se han resistido a ser precisados con certeza. Da la impresión en ocasiones que ni siquiera el mismo Ovidio estuviera seguro de ellos.

No han sido pocas las conjeturas, algunas atractivas y posibles, pero no dejan de ser conjeturas. Solo algo es innegable: se trató de una decisión directa, sin justo proceso, del poderoso, divinal, Octavio. Y no porque hubiese escrito algo en su contra, como fue el caso de Mandelshtam con su infeliz poema en el que se burlaba de Stalin. O hubiese participado, como pretenden algunos, en una conjura nada obvia en contra del emperador. Su lamentable situación prefigura las criaturas de Kafka y la de millones de personas que han sido condenadas de manera absurda. Son culpables, no importa de qué, y eso es suficiente.

Alguien dijo que las cortes eran lugares poco seguros para los poetas, “prisiones son do el ambicioso muere / y al más astuto salen canas”. Y es por demás probable que la cercanía al fuego eterno de la presencia imperial haya terminado por quemar las pestañas del gran vate. Otra versión señala que la misma producción literaria de Ovidio haya sido la causa de su desgracia; al fin y al cabo, como reconociera mucho más tarde Thomas Hardy, “la letra mata”. Se refieren los que defienden esta especie a su Arte de amar, ampliamente difundido entre la élite dominante. Si bien es cierto sus recomendaciones y consejos no son siempre incitaciones al desenfreno:

¿Te aconsejaría también que escribas en tus billetes delicados
versos? ¡Ay de mí! Los versos hoy disfrutan de muy poco
prestigio; son alabados, eso sí, pero tienen más aceptación
los magníficos regalos. Por muy rudo que sea un rico,
nunca deja de agradar. Hoy se vive en el siglo de oro
y al oro se atribuyen todos los honores

Si para un lector contemporáneo estos comentarios pueden parecer candorosos, no es seguro que esta haya sido la opinión de Octavio Augusto empeñado en contener la incontenible tendencia al exceso, y la inmoralidad entre las familias que una vez representaran la virtud republicana. Sin embargo, el mismo Ovidio en una de sus Tristia desmiente esta versión que encuentra en sus obras la causa de sus desdichas:

No hay culpas en tu arte
y ojalá puedas defenderte.
Pero lo que de verdad te perjudico,
lo otro, eso es lo más grave.

Sobre ese “otro” se ha escrito más que sobre cualquier otro aspecto del canon ovidiano. A finales del siglo XX, el profesor J.C. Thibault le dedicó un exhaustivo volumen con el más acertado de los títulos: El misterio del exilio de Ovidio. No es improbable que la causa de la decisión imperial sea la misma que ocasionó la tragedia del mítico Acteón: esto es, ver lo que no debía. En el caso de Acteón, la desnudez de la implacable Artemisa, que terminó convirtiéndolo en ciervo para que fuera devorado por su jauría. En el del poeta, haber visto equivocadamente al emperador en incestuosas relaciones con Julia, su disoluta hija. En la sexta elegía del Libro Cuarto de Tristia, se refiere a la misteriosa transgresión:

Nada diré, sino que cometí una falta… y que como
una necedad debería considerar mi delito. Sería muy largo
y peligroso explicar por qué azar mis ojos resultaron
ser testigos de un delito funesto: mi mente rehúsa
recordar aquel momento, como si de sus propias heridas
se tratara, y el propio dolor se renueva en el recuerdo,
y todo aquello que pueda causarme tanta vergüenza
conviene que permanezca oculto, cubierto por
la oscura noche.

Cualquiera que fuera la causa, al exilio marchó el sofisticado autor de Metamorfosis, un poeta cuya condición urbana nada tenía que ver con la de Virgilio, amante del campo y las labores del agro. Y mucho menos con lo que va a encontrar en el lugar escogido para su destierro. Una de las elegías más difundidas —por ajustada y conmovedora, y tal vez la más influyente, por universal y actualizada— es la que dedica a su última noche en Roma; a la despedida de amigos y servidumbre y, en especial, de Fabia, su esposa, quien está dispuesta, si Ovidio lo permitiera, a acompañarlo al destierro: “Mi amor por ti será mi Cesar”, le dice la mujer. La intensidad del fragmento guarda el peso de la “verdadera voz del sentimiento”. Y sentimos que situaciones parecidas hemos vivido en la despedida de los seres queridos, y que nada nos garantiza que no nos toque a nosotros protagonizarla un día, en una Venezuela donde la tiranía ha convertido el exilio en una realidad extendida y cercana. La geografía de su destino no será otra que Tomis, la actual Constanza, en los propios confines del imperio, a orillas del Mar Muerto, en lo que hoy es Rumania. Son celebres sus descripciones del paisaje y comentarios sobre el adverso clima. Hablando de sus habitantes:

A veces, sus cabellos, al sacudírselos
suenan por el hielo que pende de ellos,
y la barba brilla resplandeciente
a causa del hielo que tiene incrustado; el vino fuera de la jarra
se mantiene congelado, conservando la forma de esta,
y no lo beben a sorbos sino que se reparte a trozos.

Hasta su muerte, después de nueve años, se mantuvo Ovidio en la distante frontera. No le estaba permitido regresar, ni siquiera por unos días, a su patria Roma. El suyo es un caso de exilio “puro”, sin alivios ni pausas y absolutamente involuntario. En su segunda parte, Tristia es el auténtico canto de un poeta fulminado por la cólera de los inmortales; un individuo en desgracia, nostálgico hasta el llanto como Ulises, y melancólico como Edipo; culpable sin culpa. La octava elegía de esta sección complementaria, que barca los Libros III, IV y V, definen el más puro ejemplo de la escritura ovidiana en sus mejores momentos, con la claridad de la lírica tardía de Goethe, y la amargura de un Baudelaire que hubiese llegado a la “alta edad”:

Ya mis canas se parecen a las plumas del cisne
y la blanca vejez tiene mis negros cabellos.
Ya se acercan los años frágiles y la edad
más inerte; y ya, débil como estoy,
me resulta penosos moverme.

Dos elegías después, Ovidio canta su autobiografía escrita desde la pequeña muerte que es el destierro: “Escúchame, posteridad, para que sepas quién fui yo, aquel célebre autor de los tiernos amores que estás leyendo”.

De los dos libros escritos en el destierro Tristia y ExPonto, el primero deslumbra por sus reiterados hallazgos, tal vez la más permanente de las crónicas del exilio escrita en versos. Saint-John Perse no hubiese compuesto la suya sin la ayuda del latino. Tristia es un triunfo de síntesis de diez años de experiencias contados y cantados en un estilo rico en imágenes y musicalidades. El asunto de estos cantos es el más tremendo con el de la muerte. No debe extrañar que Sócrates la haya preferido antes que dejar la patria tierra. Una concesión, le habrá de reconocer al imperio la posteridad: haber permitido que el poeta regresara Roma, así fuera para ser enterrado.

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