Crónicamente

El llamado de un incendio, por Hensli Rahn Solórzano

Por Hensli Rahn Solórzano | 28 de septiembre, 2013

HELIPC4

Una verdadera calamidad ocupó los pensamientos cuando se incendiaron veintidós pisos de la Torre Este de Parque Central, un rascacielos emblemático de la gran Caracas. Sin embargo, en el centro del complejo de residencias y oficinas, las torres Este y Oeste se mantuvieron erguidas una frente a la otra. La primera ennegrecida por el hollín repentino. Mientras la segunda observaba resignada la suerte de su hermana.

Como esos edificios albergaban una gran cantidad de organismos estatales, el gobierno venezolano se gastó una fortuna en la investigación que nunca dio con los motivos que originaron las llamas. Más de uno dijo: pamplinas, ellos mismos le prendieron candela. En fin, la prensa especuló arrojando cifras tentativas como dardos a una pequeña diana. Se gastaron entre 100 y 130 millones de dólares.

Sonará extraño, pero en aquel entonces, quizá por el fuego, recordé el primer ejemplar Ripley que me dio mi papá, subtitulado Believe it or not, «Aunque usted no lo crea», para la versión traducida al español. La revistilla contenía un artículo fantástico sobre una viejita parisina del siglo XIX que murió por algo llamado combustión espontánea.

Del caso solo se tiene el reporte forense, que permanece en el archivo policial de alguna jefatura en las afueras de la capital francesa, según el artículo. Era una anciana que vivía sola en un segundo piso, y la encontró un pariente no especificado que derribó la puerta y se encontró con un montoncito de cenizas sobre el cojín de la butaca. Luego llamó a la policía y el resto es historia.

Ahora, ¿qué motivos habría para sacar a la luz pública un hecho tan oscuro y misterioso como este? Realmente no se me ocurre más que pensar en un escritor francés, ya maduro, que hacía este tipo de artículos para ganarse la vida. Y aseguró de nuevo la quincena el día que un historiador algo morboso, le contó el cuento de la combustión espontánea en el bar de la esquina. Hicieron un trato por una pequeña suma, y este último le facilitó las copias de los archivos policiales que sustentaban la veracidad del relato.

Pero el escritor no solo se atiene a los datos expuestos en el reporte, sino que indaga en la psicología de la viejita –como buen dostoievskiano que seguramente es. Esa misma semana se topó, en el mismo bar de la esquina, con un yogui hindú al cual le expuso los hechos de su artículo. Este último colaborador le explicó detallada y rigurosamente una hipótesis que armó en el momento: la anciana había desarrollado, debido a sus largas horas de soledad, la concentración suficiente para controlar cada uno de los chacras en su organismo, y llegó el momento en que simplemente decidió arder. «Eutanasia metafísica, hermano», le dijo el oriental.

Jean Petit encontró así la conclusión que andaba buscando para su artículo, el cual tradujo al inglés, incluyendo su nombre –John Little– para agradar a los correctores, y lo envió por correo a la oficina editorial Ripley en Inglaterra. Fue allí que dieron el visto bueno y lo publicaron; Petit recibió un dinero, el fantasma de la anciana obtuvo alguna dignidad y en Venezuela pudimos saber de la combustión espontánea, ejemplificada por un tal Juan Pequeño.

Luego se hizo imposible para mí no especular sobre los motivos que la viejita parisina encontró para la auto-incineración. Más que la forma ingeniosa del suicidio, me inquietaban las razones, la trama verdadera, si es que hubo alguna. Quizá la señora intentaba, con todas sus fuerzas, llamar la atención de su familia, porque lo más probable es que ya ninguno de sus hijos la visitara, y que el pariente desconocido que descubrió sus cenizas, en un solo viaje a la jefatura más cercana, se declarara testigo de la muerte y único heredero del inmueble y demás pertenencias. Lo de la viejita fue como un grito de ayuda potenciado al cuadrado, porque ya no podía moverse. Y ver desde la ventana cómo la ciudad seguía andando aun sin ella a bordo le pareció desesperadamente triste.

Años después, en Venezuela, los habitantes de Caracas seguían indagando en silencio, mientras los reporteros aguardaban cualquier dato que arrojara la investigación en torno al incendio de Parque Central. A la vez que el Gobierno invertía más dinero en el caso, el rascacielos esperaba impaciente su restauración. Y para nosotros, el público, quedaba la esperanza de saber algún día la verdadera razón del siniestro. Que sin embargo, para mí, se hizo evidente desde el principio: y es que la Torre Este, al igual que la viejita parisina, de repente miró a su alrededor a través de las ventanas y observó cómo Caracas seguía sin ella, y pensando que ya nadie la necesitaba, en un rapto sentimental de índole depresiva, se concentró al punto de encenderse como un yesquero poseído. Claro que, la Torre, sólo quiso darnos un susto o tuvo un error de cálculo; solo se quemó a medias. Sin duda, un llamado de atención al mejor estilo francés.

***

De Crónicamente Caracas (Fundación para la Cultura Urbana, 2008)

 

Hensli Rahn Solórzano Cronista. Músico. Es autor de "Crónicamente Caracas" (Fundación para la Cultura Urbana, 2008). Fue ganador del IX Concurso Anual de Cuentos Sacven, en 2013, y del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana en la edición de 2010. Puede seguirlo en su cuenta Twitter @HensliRahn

Comentarios (2)

@manuhel
28 de septiembre, 2013

por allá por el 2000 y piquito, en punto fijo, yo compré un Malibu modelo 1984.

A quien se lo compré, lo había comprado a su vez en Caracas, y registrado la compra venta en una Notaría que estaba allí mismito en Parque Central.

Yo recibí el título de propiedad del vehículo original y un traspaso de quien me vendió, ya que el título aun estaba a nombre de quien le vendió a él.

Como siempre trato de andar en regla, me fuí a tránsito en Coro, e introduje los papeles para solicitar el Título a mi nombre. El sobre sellado se fue a Caracas con los originales y yo me quedé con un taloncito numerado y la promesa de que en tres meses llegarían los papeles a mi nombre.

Transcurrieron tres meses, seis, nueve, un año y, nada que recibía repuesta positiva en la oficina en Coro.

Después de tanta ladilla que les monté, un día cualquiera, como todos los días de Coro, el fiscal que parecía modelo de Botero me dijo que mis papeles se habían quemado junto con media torre.

Allí comenzó mi travesía.

Conocí la torre -o lo que quedo de ella-, la Notaría de Parque Central, los viejos libros donde tuve que rastrear por cuenta propia la compra-venta y un sinfin de gente hasta dar con el paradero de quien fingía como dueño del plateado y fiel Malibu en el INTTT.

Antonio
28 de septiembre, 2013

Ante la desidia y los procesos burocráticos ineficientes, con incendio o sin el, hay que sacar copia de cuanto documento entregamos, casi todo lo que nos interesa, debe ser copiado y archivado. Esta practica, fastidiosa por cierto, puede salvarnos de muchos precipicios legales

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