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El gancho de Gustavo Díaz Solís, por Armando Coll

Leí los cuentos de Ophidia y otras personas cuando recién salía del bachillerato. Por esos días, una noche bajé en tropel las escaleras de casa para ir al encuentro del ilustre visitante. Gustavo Díaz Solís venía a invitar a mi padre a sumarse a una fórmula para la elección rectoral de la UCV; una plancha conformada por catedráticos sin filiación partidista, que como cabía esperar quedó de última en las votaciones.

Papá comentaría alguna vez que su admirado amigo, en sus años juveniles, se destacó en la práctica del boxeo. Ya para entonces tenía noticia de más de un escritor aficionado a deportes riesgosos –Hemingway, por nombrar el más emblemático–, pero la estampa de espigada elegancia, de sobrio y sempiterno flux, no se avenía en mis pensamientos con la de un púgil en pantaloncillos faenando en un ring.

Los modales del maestro Díaz Solís parecían honrar “la flema” atribuida a los ingleses, de cuya literatura fue un apasionado experto.

La traducción que hiciera el gran cuentista para Monte Ávila Editores de Los Cuartetos de T.S. Eliot, me ha acompañado durante toda una vida.

Desde que supe que había muerto, semanas atrás, he estado revisitando sus cuentos, únicos en su perfección, en la narrativa venezolana.

A la caza de la perfección

Entre la exégesis a propósito de la cuentística de Gustavo Díaz Solis que he leído –y aclaro que es poca—no he hallado alusión a la práctica del boxeo, pero sí a la afición del escritor por la caza. A primera vista, este rasgo del escritor podría contradecir la vena ecológica que irriga la narrativa del autor, tal como lo señala el crítico Carlos Pacheco: “Díaz Solís podría ser considerado como una suerte de pionero literario de la conciencia ecológica por su aguda sensibilidad al medio ambiente en general y en particular por su atención concentrada en los animales y en la justa autonomía de su mundo” (“Gustavo Díaz Solís: cuentista absoluto y narrador de la interioridad”. Prodavinci.com.

Pero, quién como el cazador logra la mayor identificación con su presa, adivinar en el animal acosado sus más recónditas pulsiones.

Son varios los relatos de Díaz Solís en los que aparece la figura del cazador, ese punto de vista irreemplazable, como intérprete de la ignota naturaleza, la selva o el mar y sus criaturas. Como apunta José Balza en el prólogo a Ophidia y otras personas: “el ojo de la secreta sensualidad mental”.

En la tensión extrema, quien espera a solas dar caza a un animal esquivo, no tarda en mimetizarse con la naturaleza que acecha, tal como ocurre en un relato, para mí inolvidable; “Hechizo”, se titula, cuya anécdota refiere al cosmos esencialmente bestial de la Conquista del Nuevo Mundo.

El soldado español, avezado cazador, es lentamente conducido por su presa a la propia trampa.

La imagen del caballo que regresa sin montura al campamento de conquistadores me quedó grabada como la mejor muestra de finalizar un relato, de dar la necesaria “esferidad” de la que hablaba Cortázar –y cita Pacheco– a la forma breve, sin que falte, ni mucho menos sobre, nada, en un absoluto irrepetible, eterno.

“Bruscamente la noche les echó encima el caballo que traía un pavor inmenso en los ojos desorbitados (…) De pronto, como si fuera a hablar, se quedó inmóvil, despavoridos los ojos, temblorosos los belfos, tenso el cuerpo sudoroso de luna”.

Un gran relato, aquel que aspira a la perfección y busca su cima, encuentra símil en el caballo sin jinete y despavorido. Cuando llega el final, quien cuenta la historia ya no está.

Raymond Carver habla en un muy leído ensayo sobre la obra propia, titulado “Fires”, sobre la fuerza de las influencias no literarias. Y a continuación pasa a contar cómo la cercanía del hipódromo de Saratoga, en el estado de Nueva York, las veces que suena el altoparlante a lo lejos para anunciar la siguiente carrera y el clamor frenético del público apostador, condicionan el relato que está escribiendo; no sólo la anécdota sino la tensión y el ritmo que la narración va adquiriendo.

Si de alguna influencia extra literaria, como la probable práctica del boxeo, se trata en el caso del maestro Díaz Solís, cuando sentimos el jab y nos damos contra la lona, hace rato que él ha bajado del ring.