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Cuando midieron el tamaño del cerebro de las mujeres; por Elías Pino Iturrieta

Grupo de damas de la Cruz Roja. Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

Grupo de damas de la Cruz Roja. Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

Las opiniones de los venezolanos del siglo XIX sobre las mujeres son negativas y displicentes, en su inmensa mayoría. Solo las ven con buenos ojos cuando se ajustan a la situación subalterna impuesta por las costumbres desde el período colonial. La Independencia no les permite ocupar lugares distintos de los del pasado ortodoxo, pero tampoco les soplan mejores aires a partir de la fundación de la república. La cátedra que promueve su sujeción se mantiene en esencia, apenas con el cambio de los anuncios de castigos como el infierno por reprimendas ajustadas a una pedagogía de procedencia laica.

Las necesidades de la nueva sociabilidad les conceden licencias para salir de la casa, para asistir a tertulias en sitios públicos y para echar la ropa pesada al basurero mientras los sastres las adornan con modas francesas, pero persiste el miedo de dejarlas de su cuenta ante la amenazadora modernidad que puede ser su perdición. No se trata de una prevención exclusiva de la Iglesia, sino también de los círculos liberales y, en general, de los varones que pueden opinar entonces. Quizá no solo les preocupe que sean presas de las amenazas de un contorno desconocido, sino también que se emancipen de veras y pongan en aprietos su dominio. En tal orientación de predominio se pueden ubicar los juicios de un importante autor de fines de siglo, a quien se considera como uno de los críticos relevantes de la generación positivista. Profesional de criterios avanzados, se vale de su supuesta posesión de saberes para impedir la participación femenina en un tema fundamental para la evolución del civismo.

En 1888 se comienza a hablar del voto femenino, no en balde se ha sentido el eco de las polémicas que el tema ha originado en Europa y en los Estados Unidos. Es entonces cuando se atraviesa la opinión de Luis López Méndez para demostrar la inhabilidad que las caracterizaría en el indeseable desempeño que se anunciaba. López Méndez tiene entonces reputación de hombre docto. Dicta cátedra en la universidad y sus críticas de naturaleza práctica se consideran de avanzada. Su Mosaico de política y literatura pasa por una prenda de avance científico y como una evidencia de progreso intelectual. En consecuencia, lo que opine de la posibilidad del sufragio del género femenino se puede considerar como una parecer equilibrado.

En especial porque no arranca con un juicio sumario. Reconoce la existencia de “mujeres superiores” como Juana de Arco, Isabel de Castilla, Isabel de Inglaterra, Madame Stael y George Sand. Son, afirma, el fruto de los mandamientos de la herencia, que en ocasiones concentra las cualidades de una familia en unos especímenes que pueden lograr “comparaciones favorables” con otros miembros de la parentela. Parte de postulados biológicos, como se ha visto, y de los principios puestos de moda por Comte. Se reviste de ciencia, pero también acude a ella para descalificarlas.

Hecha la salvedad, López Méndez asegura que la generalidad de las mujeres forma parte de un conglomerado inferior, debido a características anatómicas y embriológicas. Revisemos las páginas de su Mosaico de política y literatura:

(…) el cerebro de una mujer pesa una décima parte menos que el del hombre, pues según unos aquel llega a 1.272 gramos a los treinta años, mientras que éste se eleva a 1,424; y según otros, las cifras respectivas son de 1.300 a 1.450. A lo que deberá agregarse que las diversas regiones cerebrales no aparecen igualmente desarrolladas: en el hombre lo está la región frontal y en la mujer la lateral y posterior. Además, el occipital de esta última se dirige horizontalmente hacia atrás; todo lo cual (…) ha llevado a la conclusión de que la mujer es un ser perpetuamente joven que debe colocarse entre el niño y el hombre (Letourneau).

Los datos de la antropología física se comprueban en la realidad, agrega nuestro positivista, debido a que las mujeres habitualmente fracasan en actividades que dependen del manejo de la razón. Encuentra soporte en la opinión de eminentes científicos de Europa.

Su competencia científica puede medirse por el hecho ya observado por Siebold de que, habiendo estado la obstetricia durante siglos exclusivamente en sus manos, esta rama de la medicina solo vino a progresar cuando el hombre la hizo objeto preferente de sus estudios, a pesar de los trabajos que dejaron escritos Margarita de La Marche, Madame Lachapelle , Madame Boivin y otras mujeres eminentes.

Respecto a las aptitudes que las mujeres revelan en los cursos de medicina, dice el profesor Waldeyer, apoyándose en el testimonio de Carl Vogt, “Ellas son atentas, siguen religiosamente las instrucciones del profesor y tienen buena memoria, pero nada más. En los exámenes se desempeñan perfectamente siempre que no se ocurra sino a su memoria”.

Si así pasaba con la pobre obstetricia atascada en la mediocridad de las señoras, ¿qué sucedería con la república, si se les permitiera tomar decisiones en su ámbito? Se revolvería y degradaría. Las debutantes dependerían de la opinión de sus maridos, de sus hijos, de sus padres y sus hermanos, mientras el descuido de las obligaciones domésticas generaría un caos de difícil remiendo. Las mujeres, concluye, están especialmente dotadas para la demostración de la dulzura y para el sentimiento del amor, es decir, para hacer mejor la vida de los hombres. No para atiborrarla de complicaciones debido a su ineptitud para moverse en terreno resbaladizo.

En 1802, el prelado Ibarra sugiere que a las muchachas piadosas se les ofrezcan pláticas sencillas de doctrina, “pues que no entienden y el tiempo es perdido”. En 1811, el arzobispo Coll y Prat asegura que “no pueden comprender nada de filosofemas, ni de revoluciones políticas, ni de lectura de rudimentos”. En 1863, ante la dispensa solicitada por una feligresa para casar con el hijo de su difunto marido, el mitrado Guevara y Lira escribe en los márgenes del expediente: “La petición es cosa que solo se concibe en cabeza de mujer”. Sentencias como las de López Méndez, pero sin apoyo científico.

Estas son apenas unas estampas históricas de nuestro imaginario masculino y del pesado fardo que ha denostado a la mujer en el largo camino de su autodeterminación.