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El asombro pagano de un encuentro; por Alejandro Sebastiani Verlezza

El asombro pagano de un encuentro; por Alejandro Sebastiani Verlezza 640

Proserpina es un relato lleno de curvas y cortes, interpolaciones y amagos, fintas líricas y memoriales; a fin de cuentas rapsódico y suntuoso,puede leerse a la luz de las imágenes que aparecen con recurrencia en la poesía y la prosa de Armando Rojas Guardia:la presencia –en ocasiones asediante– de cierto erotismo que puede permanecer contenido o bien realizarse; la búsqueda de ese tú sonoro, el ingreso en una percepción de la realidad que tome en cuenta susdimensiones más simbólicas, como si demandara enormes dosis de atención para percibir el paso de su cavilante éxodo. Lo anterior puede desembocar en una visión a ratos dislocada y tormentosa: su espesor puede terminar imponiéndose como presencia intragable. Esa voz a ratos desdoblada y muy reflexiva que conduce la narración, está siempre deseosa por “salir” de sí misma. Y es que hay un complejísimo entramado contenido en este hipotético y la vez concreto affaire que pareciera “resolverse” en la tercera opción que Durrell lanza en uno de sus Cuartetos: “Sólo hay tres cosas que puedes hacer por una mujer. La puedes amar, puedes sufrir por ella, o la puedes convertir en literatura”.

En medio de su tono meditabundo, encuentro en Proserpina un curioso ardid narrativo: contar lo que no se puede contar, contar lo que no ha pasado pero está por pasar, casi pasando, contenidamente, en un extraño borde, entre el lenguaje y la ralentizada sucesión de los “hechos”. Es algo así como una tierra de nadie, un ambivalente lugar de suspensión, una puesta en abismo (como si esa fuera la mejor salida posible para explorar un tema infrecuente –hasta donde sé– en la literatura venezolana: la relación entre Dios y sexualidad). Vértigo en cámara lenta, hay en Proserpina un aire casi orientalista, como exótico,me hace recordar ciertas entonaciones descriptivas de Naguib Mahfouz y su “callejón de los milagros”; a ratos, un leve “aire de familia” con Orhan Pamuk, sobre todo el de Estambul; de pronto cierto José Lezama Lima, pero por sobre todas las cosas percibo esa compresión casi asfixiante que domina ciertos poemas de Constatino Kavafy. Proserpina fácilmente pudo haber ocurrido en alguna oscura y humeante taberna de Alejandría. Una vez consumado lo clandestino, el protagonista muy bien podría decir:

Nada me retuvo. Me liberé y fui.
Hacia placeres que estaban
tanto en la realidad como en mi ser,
a través de la noche iluminada.
Y bebí un vino fuerte, como
Sólo los audaces beben el placer.

Esta prosa va moviéndose desde lo meramente especulativo –en una suerte de zigzagueo que va encontrando tonos más narrados– hacia “la carne sensorial de nuestras almas”. Placer sorbido ante la avasallante presencia del , a partir de un claro juego prospectivo, cuya pista aparece en un epígrafe de Maurice Blanchot[1], hay una fusión entre la atmósfera de ese encuentro y todo lo conjetural que pueda segregar:

Pero lo asombroso consistirá en que, incluso dentro de aquel repentino oasis de felicidad, yo podré comprobar dentro de mí la existencia de una especie de una especie de virtual desasimiento con respecto al objeto causante de mi bienestar; quiero decir: me será dado constatar que la dicha experimentada junto a Proserpina trascenderá los contornos de su presencia física, como si ella viniera a ser sólo el pretexto para la revelación de una alegría más intangiblemente sólida y más impronunciable que la de nuestros contactos.

Quien haya frecuentado la escritura de Rojas Guardia, podrá disfrutar más y mejor de Proserpina. Más allá de la trama y su desarrollo, encuentro la prolongación de una presencia que atraviesa buena parte de su escritura. Me refiero al deseo ––y allí donde digo “deseo” también puede leerse vida, entusiasmo, memoria corporal y psíquica. Eso fue lo que se “liberó y fue” en esta extraña historia. Repaso una de sus “cavafianas” y se me va volviendo más nítido el mapa. Sin duda, alguiense tomó con ellaeste “vino fuerte”:

Recuerdo las torpezas del comienzo,
el olor de los baños,
la terca timidez de los paseos
buscando casi a tientas
una mirada cómplice, unos ojos
más intentos que mi culpa,
luego la temblorosa invitación
junto a un café, que sabe
dulce y atroz como el pecado,
hasta llegar al lujo de los cuerpos
en la clandestinidad de aquel hotel.

Por fin la despedida,
tal vez un intercambio de teléfonos
mientras la ciudad se despereza
y la piel conserva todavía
los olores que la ducha borrará

Ahora que no necesito mentir
encuentros deletéreos,
porque el amor ya no requiere
de baratos hoteles ni urinarios,
ratifico sin embargo
la subversión de aquel inicio,
la ilegalidad de las caricias complotando
contra la burocracia del placer.

Saludo, como entonces,
el asombro pagano del deseo.

*

[1]“El relato no es la relación de un acontecimiento, sino ese mismo acontecimiento, la aproximación a ese acontecimiento, el lugar donde el mismo tiene que producirse, acontecimiento aún venidero por cuyo poder de atracción el relato puede también pretender realizarse”.