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Dos anécdotas para el hundimiento, por Fedosy Santaella

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Tengo para contarles dos anécdotas de calle, o que tienen que ver con la calle. Una va sobre una calle ciega y la otra, sobre un estacionamiento, que de alguna manera es lo mismo, ¿no? Porque si a ver vamos, las calles también son estacionamientos, y los estacionamientos, también son calles.

Veamos.

Calle ciega
Hace algunos años viví en una calle ciega bastante agradable. Como toda calle ciega, los vecinos solían dejar sus carros allí por las noches. Todos dormíamos tranquilos, no había problema, nadie entraba a robar nuestros carros.

En cierta ocasión encontré en mi buzón la copia de una carta escrita por uno de los vecinos que estaba fuera del país y que había dejado su Volkswagen estacionado durante meses en la calle en cuestión. El carro estaba tapado por una lona de plástico que se había ido corriendo y dejaba ver cada vez más la carrocería que poco a poco se iba cubriendo de nuevas capas de polvo. Al parecer, los vecinos les habían solicitado a los familiares del dueño de Volkswagen que lo moviera de allí, que estaba afeando la calle. El dueño, entiendo, fue notificado y en consecuencia escribió una carta airada que nos hizo llegar a todos, supongo que por medio de su hermano, que vivía aún en la urbanización. En la carta, el indignado dueño del Volkswagen se defendía. Decía qué cómo podía ser que le solicitaran que moviera su vehículo si la calle era pública, que debíamos entender que su carro estaba accidentado y que además él estaba de viaje. Basándose en el uso público y no privado de la calle, defendía su LIBERTAD a dejar allí el destartalado Volkswagen el tiempo que él quisiera. Acusaba de tiranos a la asociación de vecinos, y defendía su derecho al uso de su trozo de calle. Sí, quizás este joven tenía en parte de razón, no lo dudo, ni tampoco niego su derecho a defenderse. Lo que quizás olvidó en ese momento, es que el espacio público es, precisamente, de todos. Si usted toma un espacio público y se apropia de él de una determinada manera, como por ejemplo dejando allí su carro por un período más largo del normal, ya usted no está haciendo uso del espacio público, ya usted está abusando del espacio público. Si además, con el uso que usted hace del espacio público, desmejora, afea el espacio público, pues también está abusando.

El estacionamiento
Hay gente que, equivocadamente, se apoya en los derechos para cometer cualquier tipo de exceso que se le pasa por la cabeza y para, incluso, practicar la violencia. Hace poco, en el estacionamiento de una clínica caraqueña, me encontré con la siguiente situación: el estacionamiento de planta baja estaba hasta el tope, y yo, al ver que tal era la situación, decidí dar la vuelta para subir al siguiente nivel en busca de puesto. Ese estacionamiento es de doble vía y, al final, hay una pequeña redoma donde uno puede girar para devolverse. Por lo general, la doble vía no es tal, porque de lado derecho se estacionan autos que los empleados movilizan a manera de valet parking. En vista de tal cosa, la gente suele «comerse la flecha» porque en realidad hay una sola vía de circulación. También, cabe decir, nunca está ninguno de los empleados del estacionamiento controlando la situación del fluido vehicular. ¿Qué me pasó ese día? Pues que, al ver que el lado derecho estaba ocupado por autos estacionados, me vi en la obligación de «comerme la flecha» para devolverme en la redoma. Un carro que iba adelante intentó parar en un espacio que había entre dos carros a mano derecha —no sé con qué propósito— y quedó realmente atravesado. Luego, tampoco sé por qué razón, no se movía. ¿Qué ocurrió? Que yo, que iba detrás de éste, quedé allí parado. Me tocó a mano derecha, una señora que estaba dentro de su carro. La señora de inmediato comenzó a decirme que yo era un abusador, que yo era un atorado, que este país no se va a arreglar nunca por abusadores como yo y como el otro. Intenté entrar en razón con la señora. Fue imposible: ella no quería escuchar mis explicaciones, ella estaba indignada y sólo quería tener la razón (como el joven de la calle ciega). La señora estaba, digamos, totalmente dogmática y radical.

Dos cosas: 1) Ella estaba estacionada del lado derecho, esperando pasar, pero nunca iba a pasar, porque todos los carros allí estaban estacionados. 2) La señora quizás ignoraba que la gente, en ese estacionamiento de esa clínica, se ve en la necesidad de tomar el lado izquierdo para circular, así se esté «comiendo la flecha».

Dos cosas más para terminar
Esto me lleva a su vez a dos conclusiones: 1) La gente, en nuestro país, hoy día, sólo quiere tener la razón, no escuchar. Cualquier persona cree tener la razón de su parte, basándose siempre en principios dogmáticos que le son propios. Es decir, cada una de las personas de este país, por separado, cree tener la verdad. 2) No hay nadie que establezca un control, una vigilancia, un cuido y una fiscalización de las dinámicas. Es decir, para ponerlo más sencillo, en ese estacionamiento no había un solo empleado que pusiera orden el caos vehicular. La señora, debo decir, no tenía por qué conocer las dialécticas del estacionamiento de la clínica. Nadie tiene por qué ser un baquiano automático del lugar que visita (uno de los problemas de este país es el baquianismo). Si bien la señora está radicalizada, si bien, digamos, yo sí «abusé» (quizás por ignorancia, pues la señora me dijo que se había parado allí para dejar pasar un carro que venía de frente, y que yo no vi), también es cierto que ni ella ni yo hubiéramos caído en una discusión inútil si hubiese habido personas allí con autoridad suficiente para prever los problemas, para mediar entre los conductores, los usuarios del sitio.

Estas dos pequeñas anécdotas, mi querido lector, trasládelas usted al país. La interpretación errada de los derechos, el abuso de la libertad, una tendencia egoísta —muy de sobreviviente— a la supuesta posesión de la razón y de la verdad, y finalmente, la falta, no de normas ni de leyes —que también hacen falta—, sino de un ente mediador entre los sujetos de las dinámicas sociales, nos están llevando cada vez más al abismo. Vea, vea cómo hasta en las cosas más pequeñas de nuestro día a día, nos estamos hundiendo. Todos, absolutamente todos, sin distingo de preferencias políticas.