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“Dios ha nacido en el exilio”; por Alejandro Oliveros

Vintilă Horia

Vintilă Horia

En un país como Venezuela, donde la escritura de diarios se ha convertido, sanamente, en una actividad casi obligatoria para los escritores y donde el exilio es una trágica realidad, la lectura, o relectura, de Dios ha nacido en el exilio, difícilmente puede ser más apropiada.

Publicado en Francia en 1960, y originalmente escrito en francés[1] por el rumano Vintila Horia, el libro es el diario apócrifo de Ovidio redactado durante sus nueve años en Tomis, la actual Constanza, a orillas del Mar Negro. En contacto con las poblaciones “bárbaras” de los nativos getas, habría de conocer, entre muchas otras cosas, la alternativa de una experiencia religiosa distinta al politeísmo de sus ancestros. En esto, y no sólo en esto, la ficción de Horia corresponde con la existencia del poeta, cuya crisis religiosa, ya insinuada en Las metamorfosis, llega a su expresión final en algunas de las cartas Ex-ponticas.

Tempranamente, el libro fue reconocido con el que sería el más efímero de los Premios Goncourt. En efecto, apenas dado a conocer el veredicto, la poderosa prensa comunista gala, con L’Humanité a la cabeza, y el apoyo interesado de escritores como Jean-Paul Sartre, quienes –basados en distorsionadas informaciones emanadas nada menos que de los servicios de inteligencia del nefando Nicolae Ceausescu, y en un ejercicio de odiosa crítica ad-hominem, tan al uso en la época–, obligaron al novelista a dimitir.

Horia, quien no era del todo inocente por sus simpatías con el fascismo de Mussolini a principios de los años cuarenta, no era menos culpable, sin embargo, que la izquierda que había apoyado con fervor los genocidios estalinistas. El caso de Horia es el de tantos intelectuales atrapados en la más desdichada y costosa lucha ideológica.

Al tiempo que reconocía los logros del fascismo, el escritor había sido un duro crítico de la ocupación nazi de su país, lo cual le valió la prisión y el envío a un campo de confinamiento. Mucho más, en cualquier caso, que lo que hicieron los escritores franceses quienes, durante la ocupación, disfrutaron la protección de los alemanes para montar obras de teatro, como el mismo Sartre, o publicar, con la apreciable excepción del poeta René Char, sus obras en las tradicionales editoriales parisinas.

La toma del poder en Rumania por parte de Moscú significó para Horia, de manera no muy diversa a la de Sándor Márai en Hungría, el inicio de un exilio igualmente terminal que lo llevó primero a Buenos Aires y luego a diversas ciudades alemanas y francesas para terminar en España, donde moriría en 1992.

Horia, una especie de Stefan Zweig rumano, cultivó todos los géneros literarios, incluyendo un raro volumen de entrevistas (ejerció también el periodismo, como toda su generación) a notables intelectuales como Husserl, Jung o Heidegger. No obstante fue reconocido, y es conocido, por los que han leído su estupenda novela Dios ha nacido en el exilio.

Horia divide su ficción, paraficción o metaficción, en nueve secciones, cada una de las cuales se corresponde con uno de los años del exilio de Ovidio: el más comentado, con el de Dante, de todos los exilios literarios. El autor de El arte de amar fue desterrado, sin juicio ni cargos, en aquella Roma octaviana, hegemónica y antirrepublicana. El motivo nunca fue precisado por el poeta y Horia, por su parte, no le concede demasiado espacio.

El autor dedica su trabajo a presentar, in media res, el asunto del libro: la vida del poeta en la distante y dolorosa geografía del destierro, un espacio donde acaso solo la superficialidad pretende ser feliz. Las fuentes que utiliza Horia son las mas preciosas: los poemas epistolares escritos por Ovidio durante esos años y recogidos en el conmovedor Tristia, y en el menos luminoso, aunque no por eso menos inmortal, Ex-Ponticas. Dos obras que Horia demuestra conocer de manera admirable.

También se leyó con paciencia y provecho, a Suetonio, Plutarco, Virgilio y a los grandes vates del Siglo de Oro. De Roma habla con conocimiento y familiaridad y sus retratos de los grandes personajes (Octavio, Julia, Tiberio) pueden ser arbitrarios, pero siempre convincentes. Tal vez lo más revelador del libro de Horia, sea su descripción de la crisis religiosa que padeció Ovidio en tiempos de Tiberio. La historia de los últimos años del poeta es la historia de una conversión que afectó, asimismo, a vastos y sensibles sectores del imperio.

Se trató del tránsito del politeísmo tradicional a la convicción de un dios único; así como de la demostración, no menos original, de que no todo el monoteísmo fue “importado” del Medio Oriente en la forma de las tradiciones judeo-cristianas. Horia nos recuerda que los tracios veneraron, desde tiempos pregriegos, a un dios único. Se trata del misterioso Zamolxis, ya reseñado por Heródoto, el cual, como todo dios que se respete, había muerto para resucitar tres años después “lleno de la sabiduría que había adquirido durante su larga estancia en el Más Allá”.

De acuerdo con su diario apócrifo, Ovidio, de la mano de un sacerdote del culto, es iniciado en los misterios del monoteísmo; la realidad de un solo dios, el único, el verdadero, que ha venido a suplantar al olimpo pagano. Las páginas que Horia dedica a este episodio son dignas del recuerdo:

El sacerdote se puso de pie y me tendió la mano. El infinito
y ondulado espacio era a la vez tan recogido y tan íntimo,
que parecía extender hacia mi sus brazos verdes y
reposados o quizá pareciese invitarme a volar por encima
de él, como si todo fuese posible: su impulso hacia mí
y mi impulso hacia su perfecta dulzura… La hierba estaba
tan alta que sobrepasaba nuestras cabezas. Mi cara tropezaba
con flores blancas, amarillas, azules y rosas de aromas apenas
perceptibles y todos aquellos tallos se abrían a nuestro paso
con un rumor delicado y agradable… Con las sacudidas más
violentas, mi rostro se humedecía con las gotas de rocío. Al salir
de la alta hierba, al pie de la colina, me encontraba mojado
de pies a cabeza, como si acabase de salir de un río.

La inquietante realidad de un dios único se le confirma al poeta exiliado con la visita a Tomis, de un improbable médico griego: Teodoro, quien, por casualidad, se encontraba en Belén durante el nacimiento de Jesús y había ayudado al viejo José a escapar con su familia. En los párrafos dedicados a la epifanía cristiana, Horia se muestra menos convincente, a ratos proselitista e insustancial. La crisis espiritual de Ovidio es digna de un estudioso con la seriedad de Dodds, cuya preocupación por este desplazamiento de creencias lo llevó a escribir uno de sus estudios más permanentes: Cristianos y paganos en tiempos de ansiedad.

Pero no todo es religiosidad en Dios ha nacido en el exilio. No sería el libro formidable que es si así fuera. Horia, que los conocía desde pequeño, se detiene en la descripción del excepcional paisaje que es el trazo final del imponente Danubio. Su delta y apertura al mar, frecuentado, explorado y explotado por griegos romanos, y descrito por Claudio Magris en su dilatada crónica.

De sus pobladores, el pueblo de los getas, Ovidio-Horia habla con simpatía; reconoce su valor, su apego a la vida y su particular concepción de la muerte:

“Los fieles de Zamolxis son los únicos, de todos los pueblos, que no temen a la muerte. Se hallan pues preparados para ese nuevo nacimiento”.

En uno de los poemas de Ex-ponticas, y varias veces en su diario, Ovidio consigna que aprendió la lengua geta y alguna vez escribió un discurso que leyó frente a una concurrencia. A Horia tampoco escapa el lado más humano del vate latino, su sensualidad, acaso una de las razones de su destierro, y reseña las amantes que lo acompañaron en las noche heladas de Tomis.

El Ovidio de Horia es el de un poeta que ha accedido a la sabiduría a fuerza de adioses y distancias, desengaños y traiciones. Su fe en los dioses se ha fracturado, su agnosticismo encuentra una salida en el nuevo credo, y la poesía, como siempre, ha demostrado ser el más precario de los dones. La posible causa de su castigo no logró ser el motivo de su perdón. Pero sobre todo, ha llegado al conocimiento de la relatividad de toda grandeza humana. Ni siquiera el impero fundado por Augusto tiene garantizada la eternidad:

Ya sé que Roma, esa Roma que, al principio de mis pesares, era el
objetivo de todos mis pensamientos, no se encuentra ya
en la encrucijada de todos los caminos terrestres, sino
en otra parte, al final de otro camino. Y sé también que Dios
ha nacido en el exilio.

***

[1] Dieu est ne en exile. Journal d’Ovide à Tomes. Fayard

Traducido al español como Dios ha nacido en el exilio y publicado por la editorial Planeta.