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Diario de una catástrofe; por Federico Vegas

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Fotograma de El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman

I

Si ya nadie tiene aguante para escuchar más explicaciones y elaboraciones sobre algo estruendosamente evidente, ¿para qué escribir sobre el tema?

Cuando se necesitan urgentes acciones, las palabras justas se hacen más necesarias que nunca, pero, al mismo tiempo, se tornan insoportables.

Muchas veces he sentido que más benefician los hechos a mi escritura que mi escritura a lo que nos sucede. Siento que aprovecho la fuerza de las circunstancias para expresarme, desahogarme, como si este fuese el único objetivo.

Ya es imposible mantener ese doloroso divertimento. A partir del domingo, 30 de julio de 2017, todo escrito que no perjudique a la dictadura al punto de que esta necesite censurar o encarcelar al autor, es un texto políticamente inútil. Mi hija varias veces me lo ha dicho cuando le pido su opinión sobre algo que estoy por publicar:

—Está bien, papá, pero no es como para que te metan preso.

Los escritores venezolanos solo estaremos utilizando a conciencia la literatura cuando el Sebin toque a nuestra puerta y nos encuentre en pijama. Si somos capaces de dormir tranquilos una noche completa, lo escrito está al servicio del dictador y su artera prédica de estar buscando la paz. Mis noches de insomnio se deben, más que al miedo, a una asfixiante sensación de inutilidad.

El otro problema angustioso es la imposibilidad de comenzar y terminar una idea coherente. Apenas comienzo a reaccionar frente a un hecho sobreviene otro aún más contundente e inhumano. Trato de dar una respuesta inteligente, pero presiento que ya la inteligencia de muy poco nos sirve. Solo contamos con la intuición, esa fuerza que el filósofo Henri Bergson describe como una lámpara a punto de apagarse que arroja una leve luz sobre nuestra personalidad, nuestra libertad, nuestro destino. Esta es la única manera de llegar a lo inaprehensible, a lo inefable, a lo más profundo de una injusticia tan oscura que resalta como un inmenso en la frente.

Según Bergson, la inteligencia se caracteriza por una natural incomprensión de la vida. Ocurre que tiende a detener lo que analiza y convertir el hecho en un cadáver para colocarlo en el escaparate de sus calificaciones y ordenamientos. Las fortalezas de la inteligencia son a la vez un peso, un lastre que le quita el vuelo necesario para acompañar la evolución continua de las cosas que examina. Nuestra vida política, aunque parece sumida en un absurdo estancamiento que nos ahoga, siempre está fluyendo, produciendo nuevas formas de maldad, de horror, que nuestros inteligentes escritos han hecho aún más pesadas al impedirnos intuir su secuencia.

No podemos elegir ser intuitivos; si acaso crear las condiciones para que la intuición se sienta a gusto. Escribir un ensayo, por más que se trate de un pasajero intento de comprender, no es el método más propicio. El ensayo suele estar signado por el afán de llegar a algo que tenga principio y final, dos instancias que no existen en el verdadero transcurrir de los hechos históricos.

He optado por llevar un diario veloz y veleidoso, íntimo e irresponsable, así quizás podré acompañar a los hechos sin la obsesión de atraparlos. Estas casuales impresiones no garantizan que logre acompañar nuestro devenir, pero quizás resulten más provechosas que esa manía de “rematar” las ideas. Serán anotaciones con algo de hipo y de suspiro, pero nunca con el trámite de una verdadera digestión (un proceso que ya sabemos en qué termina). Voy a intentar avanzar como quien pasea y va dejando un registro de lo que observa. Stendhal decía que una novela es un espejo que recorre un camino. Los venezolanos avanzamos entre amenazantes espejismos que terminan siendo ciertos.

La guía de mi escritura, o punto de partida de las primeras incitaciones, suele ser el azar del encuentro con los libros, preferiblemente los usados que ya nadie quiere. Allí están los clásicos que sobreviven al manoseo y vuelven a reaparecer en ventorrillos manteniendo su brillo y su misión. Este azar requiere y propicia algo de intuición, pues no encuentro lo que busco, más bien ruego que la suerte propicie un encuentro que había postergado hasta olvidarlo. No me refiero a leer el libro completo, puede ser una frase en la primera página, tan conmovedora que debo cerrar el libro para recuperarme y quizás nunca más vuelva a abrirlo; como un par de líneas en el prólogo de Romain Rolland a su biografía de Miguel Ángel: “En el mundo hay un solo heroísmo: ver el mundo tal cual es; y amarlo”. La heroicidad que Venezuela nos exige me obliga a cerrar los ojos y cerrar los puños hasta dejar de pensar.

II

Domingo, 13 de agosto

Dos semanas después del zarpazo desconstituyente, he vuelto a toparme con Alexis de Tocqueville y su Democracia en América. Acosado por la pregunta que me persigue, “¿Para qué escribir?”, voy directo al capítulo XX: “Sobre la industria literaria”. Tocqueville nos explica que la democracia no solo lleva la afición de las letras a las clases industriales, también lleva el espíritu industrial al seno de la literatura.

En las aristocracias, los lectores son difíciles y poco numerosos; en las democracias es menos penoso agradarles, y su número es prodigioso.

Me asombra cuánto tiempo me ha tomado percatarme de algo tan obvio: estamos bajo el yugo de una aristocracia, una pésima noticia para los escritores venezolanos. Vivimos una nueva realidad sin espíritu industrial en la que sólo Suniaga en Venezuela y Alberto Barrera en el exterior parece que podrán sobrevivir. Los venezolanos solo queremos saber una cosa: “Hasta cuándo durará esto”, y cada día el tema va perdiendo espectadores. Los posibles lectores están agotados y terminan desconfiando hasta de su propio idioma, y así, ¿quién quiere leer?

“¡Aristocracia!”, suena tan raro y tan cierto. A partir de Chávez nos dirigen los mismos personajes del mismo drama. Como en una partida de dominó, intercambian los oficios y hasta la facha, pasando, como un actor que cambia de libreto, de hacer de doble blanco a ser la peor de las cochinas. Es una aristocracia de sangre, pero de sangre derramada. Las fortunas de estos nuevos nobles no les cabe en la conciencia y se han ido deformando, preparándose para perdurar en el óleo con marco dorado que consagrará sus vicios, o en esas fotos escandalosas y desvaídas sobre los capítulos más infames de nuestra historia. Ellos no circulan por los espacios públicos de los demás ciudadanos. Ya lo dice el Papa Francisco: “La corrupción apesta y roba la esperanza”, y estos aristócratas saben que hay un pachulí, un berrinche que los descubre. Transitan en secreto por otros ejes, como el dictador y su esposa, quienes bajan la voz al pasear por la ciudad de noche, aunque estén solos y en un carro blindado. A veces se les puede ver en tarimas saludando a caricaturas de la plebe, o en videos donde dan rienda suelta a su omnipotencia mientras esbozan unas sonrisas rarísimas. Sus familiares están regados por el mundo y sujetos a reseñas que tiene más de “Adiós” que de Hola. Ver a los hijos sufrir por el odio que han generado sus padres tiene más de circo que de justicia.

De la etimología de Aristocracia, “el gobierno de los mejores”, es inevitable pasar al término “Kakistocracia”, el gobierno de los peores. Ya en varios artículos recientes ha cundido esta inevitable referencia. Se ajusta tan bien a nuestros sempiternos personajes que da grima desarrollar el tema. Un diccionario de sociología define a la kakistocracia como “un estado de degeneración de las relaciones humanas en que el gobierno está controlado y dirigido por seres que ofrecen toda la gama, desde ignorantes y matones electoreros hasta bandas y camarillas sagaces, pero sin escrúpulos”.

Kakistos es el superlativo de kakos, lo peor de lo “malo”, “sórdido”, “sucio”, “vil”, “incapaz”, “perverso”, “nocivo”, adjetivos que se aplican a la tormenta perfecta que estamos atravesando. La pregunta es si los “kakos” generan la tormenta, o existen condiciones desde atmosféricas hasta astrológicas para estar viviendo (contradiciendo al mismísimo Leibniz) en “el peor de los mundos posibles”, una conjunción tan funesta que ha generado la “Cagastocracia” que la dirige y representa. En otras palabras: ¿La cagastocracia ha generado la cagástrofe, o debemos invertir la ecuación y buscar unas fuerzas destructivas que preceden a quienes las han aprovechado con tanta saña?

No es fácil explicar la existencia de un organismo que se hace más poderoso con su propia descomposición. “Cagastrofe” es un vocablo cubano que define un mal que trae consigo repetidas malas consecuencias. En nuestro caso, esa es la clave de la subsistencia del gobierno. Un ejemplo: ¿A quién se le ocurre hacer un fraude electoral de proporciones bíblicas, denunciadas hasta por los propios operadores, y enseguida llamar a unas nuevas elecciones? Suena como un sinsentido, casi un trabalenguas. Pues en manos de la cagastocracia se convierte en un arma desgarradora, una pócima divisionista que no hay por dónde agarrarla.

Estamos ante una refundación del país partiendo de uno de los períodos que la historia creyó dejar atrás: el feudalismo. A nuestros señores feudales no les interesa la población, solo el territorio y sus riquezas para venderlas a Imperios Orientales y disfrutar con la ganancia en Imperios Occidentales. El hambre, la emigración, los asesinatos, los colapsos sociales, no son consecuencias que les preocupan, sino el método más conspicuo (aquello que es prestigioso, insigne, reconocido y prominente) para apoderarse de grandes extensiones. Se basa, tal como ocurrió en la Edad Media, en la difusión del poder desde la cúspide hacia la base donde el poder local se ejerce de forma efectiva con gran autonomía e independencia. Cada gran kako tiene su coto, su pequeño imperio, su cartel, desde petróleo hasta distribución de alimentos, desde drogas hasta el nuevo negocio de la represión, donde los jóvenes son secuestrados como manadas de ganado y después vendidos a sus padres. Se trata de una Antigüedad Tardía, pero no es un preámbulo del Renacimiento, sino del modo de producción esclavista.

Estamos volviendo a los tiempos de cuando la palabra “civil”, “lo propio del ciudadano”, tenía un significado desestimable, mezquino y ruin. En esa Edad Media donde nos vamos adentrando, lo “civilis” se oponía a lo “militaris”: “lo propio del caballero”. De aquí que por centurias lo “civil” fuera algo villanesco, propio del no caballero. Ahora, como entonces, los diferentes ejércitos ven a la población civil como un coto de caza y una raza inferior. Esto explica que siendo la población civil una mayoría tan evidente, y con una conciencia política muy desarrollada, se encuentre en un estado de indefensión y franca depresión a punto de hacerse endémica y constitucional.

No puedo intuir el futuro pero sí imaginar un pasado. ¿Cómo sería Venezuela si el actual sistema de gobierno hubiera sido una constante desde 1958? No es difícil hacer el listado de lo que no habría en base a la lista de lo que no han hecho. Basta con extender lo que han destruido en veinte años para ver paisajes tan desolados y despoblados como los del Séptimo sello, la película de Ingmar Bergman.

La obra de Bergman trata de un caballero armado que atraviesa la Europa medieval durante la Peste negra. Va hacia su castillo, donde cree que podrá estar aislado y a salvo. Durante su travesía va jugando una partida de ajedrez con la Muerte, la cual ha venido a llevarse su alma. El título del film proviene del Apocalipsis: “Cuando el Cordero rompió el séptimo sello del rollo, hubo silencio en el cielo durante una media hora”.

El silencio del cielo representa el silencio de Dios ante el desastre que han producido los hombres en la tierra, y es también el silencio del hombre ante la pérdida de su fe.

Así me siento y así termina el primer y último día de un diario que espero poder continuar.

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