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De tiburones y abrazos; por Raúl Stolk

De tiburones y abrazos; por Raúl Stolk 640

Las olas no estaban buenas. En Broward nunca lo están. El swell de viento, típico del sur de la Florida, generaba unas débiles ondas revueltas —de medio pie— que con mucha dificultad podrían empujar mis 80 kilos. Pero para mi hija de 4 años era un día épico. Tenía media hora negociando con ella. Estaba brava, pues yo había traicionado su confianza al empujarla en una ola crítica que la hizo aterrizar de boca en el espumón, y que la había dejado sumergida por unos segundos hasta que sus alitas rosadas la sacaron de nuevo a flote. La subí a la tabla y la empujé otra vez hacia el lineup, el lugar donde revientan las olas.

La razón de mi terquedad, en realidad, no era enseñarle perseverancia y coraje, sino mi propia fantasía de que la niña pudiera correr una ola que la hiciera enamorarse del surf. He pasado los dos últimos años estudiando el surf femenino muy de cerca. Y he visto, maravillado, la danza elegante en la que una Victoria Vergara ha convertido la práctica del longboard, y el desarrollo competitivo de las guerreras Stephanie Gilmore, Carissa Moore, Taylor Wright, y Coco Ho. Con esa ilusión —la de ver a mi chama cargando contra cavernosas montañas aguamarina—, y un tanto de perseverancia, logré convencerla. Claro, garantía de por medio: “Papi, si te digo YA, paramos. ¿OK?”

Mientras esperábamos la ola adecuada flotamos un rato. Yo con el agua hasta el ombligo, y ella echada boca abajo en mi tabla, con las dos manos bajo el mentón. Hablamos de sirenas, delfines, y estrellas marinas. Le expliqué que no hacía falta que se pusiera de pie, que lo más importante era correr la ola tan lejos como pudiera. Que se divirtiera. Ella se relajó, y yo empezaba a sentir cierta satisfacción de que ella empezaba a entender que esto se trataba de algo mucho más profundo que el acto de pararse sobre una plancha de fibra de vidrio. Inmediatamente, noté que una pequeña ola verde se levantaba sobre el horizonte. “Agárrate duro,” le dije. Ella se mordió el labio superior y aferró sus pequeñas manos al riel de la tabla. Al mismo tiempo que la ola se levantaba bajo nosotros yo corría para alcanzarla, y mientras la tabla empezaba a empatar el momentum del agua que se arremolinaba alrededor nuestro, le di un fuerte empujón con un pequeño giro hacia la derecha —hacia la cara abierta de la ola. Lo último que vi fue sus piecitos rectos y juntos mientras la ola se la tragaba.

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***

Mick Fanning había llegado a la final con la esperanza de repetir la hazaña del año pasado. Confiaba en su experiencia y velocidad, esa que le ha ganado el apodo de “Relámpago” y que le permitió llevarse el premio gordo en el Open de Jeffreys Bay (Sudáfrica) en 2014. Venía de vencer en semifinal al 11 veces campeón mundial, Kelly Slater —quizás el atleta más prolífico de la historia. Sabía que para superar en puntos el estilo progresivo del otro finalista, un muy joven Julian Wilson, debía imprimir creatividad a su técnica clásica.

A pesar de que el surf competitivo ha crecido fuertemente en los últimos años y de que su estética visual es difícil de comparar con otros deportes profesionales, los torneos no son transmitido por televisión. Nunca lo han sido (salvo por Australia). Pero esto le ha permitido a la Liga Mundial de Surf (WSL) valerse de una plataforma en línea que se ha ido perfeccionando, y que ahora goza de una mayor audiencia gracias al auge de los servicios de streaming.

Mick flotaba tranquilamente. A pesar de su increíble velocidad y apremio sobre la ola, él se toma su tiempo para escoger. Más vale calidad que cantidad. La cámara se posó sobre el australiano, y es cuando se puede ver la inverosímil imagen: una dorsal de tiburón que se levanta detrás de él. En un primer momento no se da cuenta, pero la imágen es tan disruptiva, que aunque no entra en su marco visual, el australiano voltea y lo ve. Frente a él, un gran tiburón blanco que lo embiste. Se ve un forcejeo, Mick trata de mantenerse sobre su tabla, luego un aletazo lo golpea y él se sumerge violentamente. Como en las películas. Sale a tomar aire, ubica la tabla entre el monstruo y él, y una ola bloquea la vista de la cámara. Por unos 5 segundos lo único que se puede ver es agua salpicando, y quienes ven el evento en vivo quedan en suspenso sin saber qué le ocurrió al héroe.

Martin Potter, veterano del tour y ahora comentarista de la WSL, se confunde y suelta un “holy shit!” que revela la gravedad de la situación. En ese momento alejan la toma, no se puede ver qué fue de Fanning. Potter trata de narrar la escena, habla lentamente, como para evitar otro error en caso de que Mick se encuentre flotando picado por la mitad. Poco a poco se empieza a tranquilizar e indica que la víctima nada hacia la orilla. La siguiente toma se posa sobre un jet ski con un Fanning con todas sus extremidades completas, mostrando la cuerda de la tabla picada por la mitad.

Con tomas de distintos ángulos (incluyendo el punto de vista de un dron), y el testimonio inmediato de los surfistas más importantes del mundo, es uno de los ataques de tiburón mejor documentados en la historia. Las redes sociales estallan: para esto se inventó Internet.

El testimonio de Fanning: “I’m tripping out right now. Acabo de ver el video del ataque. Yo sólo esperaba mi oportunidad en el heat, y sabía que Julian había agarrado una ola. Estaba por empezar a remar e instintivamente sentí que tenía algo atrás. Y entonces el tiburón me vino por detrás y me atacó. Me jaló hacia abajo tirando de la cuerda de la tabla. Luego me soltó y yo lo golpeé un par de veces. Después se rompió la cuerda y yo me puse a nadar. Le gritaba a Julian que se alejará, pero él seguía nadando hacia mí para ayudar. Qué leyenda. Yo sentía que me volvería atacar y entonces me detuve, para ver si lograba ubicarlo. Y antes de darme cuenta, ahí estaba el bote, y yo estaba a salvo.”

Cuando le preguntan a Julian Wilson por qué empezó a remar hacia su rival, éste se descompone y entre lágrimas intenta explicar: “No podía creer lo que veía. Vi cómo la cosa apareció detrás de él… lo vi luchar y luego vi cómo lo tumbó de su tabla. Una ola subió y no lo pude ver más. Pensé que lo llevó bajo el agua… sentí que no podía llegar hasta él con suficiente velocidad. Literalmente pensé que no podía llegar a tiempo para rescatarlo…”

Los jueces deciden, de acuerdo a las reglas de la WSL, que por causas de fuerza mayor se debe terminar la competencia, y que los dos finalistas se repartirán el botín de los dos primeros lugares, y que a ambos se le adjudicará los puntos que corresponden a un segundo lugar.

Las imágenes que quedan son, en su mayoría, de abrazos. De compañeros y rivales sosteniendo a Fanning, para asegurarse de que ahí seguía, materializado en forma física frente a ellos. Para cerciorarse de que estaba bien.

Los abrazos son —muchas veces— para quien los da.

***

Tuve dos segundos de incertidumbre que se suspendieron por una eternidad. Esperaba que la tabla saliera volando por los aires, imaginaba la frustración de mi hija y su posterior juramento de nunca más pisar el agua. Pero justo cuando sentía el desgranamiento de mi sueño, pude ver, desde atrás de la ola, como re-aparecía su cabeza, manteniendo con diligencia la posición que le había indicado. Cruzó la ola a toda velocidad, no hacia el frente como hacen los principiantes, sino sobre la cara abierta. Completó el recorrido cuando la pequeña onda verde explotó, y generosamente la estacionó sobre la arena. Ella se mantuvo dos segundos acostada sobre la tabla, y luego reventó. “¡Wuuuuuuuu!” Ese grito tan particular, la contraseña de los que han logrado dominar una ola, fue la mejor evidencia que tuve de que mi proyecto podía tener futuro. Y para agregar aires al ego, tuve la satisfacción de verla correr por la playa y dar salticos de ballet, mientras seguía gritando sin parar. Salí tan pronto pude, y ella corrió hacía mi, y la cargué, y la abracé, y todo fue perfecto.

—¡Otra! —grité después de felicitarla.
—No, ya quiero parar. Estoy cansada.
—¿Pero no te gustó?
—Sí, pero ya. Quiero jugar con mis primos.
—Una más, anda.

Eso hacemos los papás, insistimos de más.

—Tú me prometiste —me frenó en seco.

Eso hacen los niños, nos enseñan a enseñarles.

Pero rápidamente me sacó del aprieto: “Mira los pescaítos.”

Teníamos el agua por los tobillos y vimos que estábamos rodeados de arenques. Mi pequeña no podía contener la emoción. Señalaba en todas las direcciones que podía, mientras hacía cortocircuito. En ese momento, como una ola en un partido de béisbol, el mar de arenques fue saltando de izquierda a derecha haciendo un ruido similar al de la lluvia cuando cae sobre el agua. Nuestros ojos seguían el espectáculo hasta que se posaron sobre una imágen que —por lo obvia— debí entender inmediatamente, pero que mi cerebro se negó a procesar. A unos pocos metros de nosotros, justo por donde ella había surcado la ola, un tiburón se contorsionaba en el banco de arena mientras trataba almorzar a los pequeños peces que nos entretenían. La escena se mantuvo por pocos segundos, pero lo suficiente como para dejar una aterradora imagen que marcaría a cualquier niño para el resto de su vida. Sentí como perdía los colores de la cara, como se me caía el bronceado, y como posiblemente podía desmayarme. Sentí pánico, solté un “holy shit!” indiscriminado. Buscaba los ojos de mi niña, probablemente para mentir, sonreír, y, quizás, con suerte, convencerla de que acabábamos de ver un delfín.

—¿Viste el tigurón? —preguntó sin novedad, mientras señalaba con su dedito el lugar donde se encontraba el monstruo.

Me agaché, y la volví a abrazar.