- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Cuenteros y cuentistas, por Luis Yslas

mascaras600

Suele decirse que el venezolano es cuentero. Que le cuesta concebir la vida sin el aderezo de un buen chisme, un chiste, una anécdota que le dé sabor y sentido a su atareada existencia. Es posible que así sea en gran y justa medida. Sin embargo, valdría la pena detenerse, al menos brevemente, en la naturaleza del cuentero, y asomar ciertos contrastes con el oficio del cuentista.

El mérito del cuentero reside en su técnica para diseñar una historia que sea creíble. Hay cuenteros natos, para quienes vivir consiste solamente en echar cuentos. Esa destreza está asociada con la picardía, es decir, con la habilidad para inventar una historia que libre al narrador de un contratiempo o se traduzca en un beneficio, casi siempre de índole material. Cuentero equivale a inventor y ocurrente, pero también a farsante. Sus narraciones son un mecanismo para salvar el pellejo. Mientras duran los efectos de su ingenio, el cuentero no sólo logra salirle al paso a las dificultades cotidianas, sino que puede ascender incluso en la escala social, y hasta adquirir un poder gracias a su maña fabuladora. Pero ese ingenio, dotado para la construcción y persuasión narrativas, no posee una finalidad estética, sino práctica: funcional. Las historias del cuentero disfrazan sus verdaderas intenciones: suelen ser máscaras para obrar fuera de la ley, de la verdad, del bien común. El cuentero puede llegar a ser divertido y hasta encantador. Esas mismas cualidades lo convierten en un ser de cuidado. Todo cuentero oculta algo que su relato desvía hacia la sombra, hacia lo ilícito. Desordena la realidad para su provecho, y muchas veces, contra el ajeno. Calificar a una persona de cuentera es poner en entredicho su talante ético: se trata de alguien que carece de palabra, o para quien la palabra no es un ámbito de la verdad sino del engaño.

Claro que los relatos del cuentero no son infalibles. Aunque puede llegar a cautivar a un gran número de incautos, con el tiempo sus historias pierden efectividad por abuso del énfasis y la recurrencia. Esa incontinencia termina por delatarlo. Una vez descubierto en sus mentiras, el cuentero pierde credibilidad, despierta desconfianza. Su poder disminuye, sus historias tambalean.

Si en algo coinciden el cuentero y el cuentista es en esa capacidad para elaborar la carpintería verbal de una historia convincente. Pero hasta ahí la semejanza. Pues el cuentista transforma los componentes de la realidad no para embaucar, sino para iluminar ciertas zonas de la condición humana. El cuentista opera como un descubridor de engranajes ocultos tras la experiencia cotidiana. Hallazgos muchas veces incómodos, pero que salen a la superficie de la palabra gracias a las virtudes de la creación literaria. El cuento procura comprender el complejo tejido de lo humano, sin pretender definirlo, ni categorizarlo, mucho menos encubrirlo bajo la carcasa narrativa de una invención malsana.

De modo que el cuentista desenmascara al cuentero. Porque el criterio creativo de sus historias se opone a la visión destructiva que el cuentero posee de la verdad. Este busca ejercer un poder sobre los otros, o alabar el poder de turno. El cuentista es, por naturaleza, un cuestionador de los poderes. El cuentero es el narrador que afirma que el rey viste el mejor traje del mundo, mientras el cuentista nos revela que el rey está desnudo.

En un país como el nuestro donde pareciera que los cuenteros no sólo abundan, sino que cuentan con un masivo reconocimiento, la tarea del cuentista adquiere un valor tanto estético como ético. Porque al arrojar luces, desde variadas ópticas y estilos, sobre el complejo tejido de la existencia humana, el cuentista se interpone en la vía del cuentero sombrío por naturaleza, y señala sus imposturas: lo desactiva. El cuentero manipula desvía la lectura de sí mismo y de su entorno, el cuentista nos enseña a leernos: sus historias son siempre un ajuste de cuentas con la realidad.

Escribir y leer cuentos puede ser entonces un modo de defensa ante la epidemia cuentera, tan dañina para la historia en mayúsculas de un país. Una forma de poner entre paréntesis el engaño diario, y revelar, por medio de la ficción, algunas de las capas que conforman el espesor y el esplendor de la existencia. La trama de un buen cuento nos previene de la trampa del cuentero. Una narración nos salva de otra, y nos permite distinguir tanto los motivos como los fines de un relato: su naturaleza perniciosa o luminosa.