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Cuarto juego: un corazón de goma; por Rodrigo Blanco Calderón

I

En el béisbol, cuando tu equipo está propinando una paliza, la mente se ausenta del juego por momentos y empieza a fijarse de manera reconcentrada en detalles tontos, o a distraerse dejando vagar la mirada, degustando la sucesión de las carreras y de las entradas, como quien espera que los trozos de hielo se disuelvan un poco antes de probar el primer trago de whisky, que sabe a victoria.

El cuarto juego de la final de la LVBP, con resultado arrollador de 9 carreras por 1 a favor de La Guaira, me permitió relajarme y hacer sociología mental del Universitario. Mientras Tyson Brummett pintaba de ceros a los Tigres de Aragua, inventarié las cosas particulares que sólo vive un fanático de este deporte, pues en Venezuela los estadios de béisbol son espacios complejos, síntesis y antítesis de las bondades y miserias del país.

II

El venezolano va al béisbol a ver un buen juego de pelota y a beber cerveza barata. El cervecero se siente con la obligación de esquilmarte ejecutando, cada vez que sirve una cerveza, un recorte en el lanzamiento. Ese fondo de la botella va a parar a un vaso donde se juntan otros fondos hasta formar lo que se conoce como “la espumosa”. Gracias a esas espumosas, el cervecero obtiene una ganancia extra y el desafortunado borracho que le haya tocado aquel mar de los bagazos un adelanto de gastritis. Sin embargo, esta pequeña estafa tiene su reverso. Un fanático sabe que se ha ganado la confianza de su cervecero cuando este le entrega el vaso y la cerveza para que se sirva él mismo.

En el Universitario, los hombres van al baño a aliviar la vejiga y a soltar improperios. El baño es como un dogout paralelo donde se dicen las verdades del juego. Allí uno percibe el consenso o el rechazo que tiene un jugador entre la fanaticada, especula sobre los errores evidentes que ha cometido el manager, se entera de los chismes que indican conflictos entre algunos jugadores y la gerencia. Los hombres salen de los baños del estadio con un aire de alivio y de complot en el rostro, como si de alguna extraña manera lo dicho allí determinara acciones concretas.

En el Universitario, muchas mujeres van a exhibir sus implantes de senos y nalgas. Llevan escote y pantalones tan ajustados que parecen de témpera y a veces tienen un apéndice musculoso que las acompaña. Estas mujeres suelen pararse, para comer algo, para beber, para ir al baño, para tomar aire, dos y hasta tres veces por inning, de manera que todos los hombres del estadio les silben y les griten cosas. Ellas, por supuesto, no entienden nunca la razón de tanto alboroto.

En el Universitario se generan amistades británicas. Aquellas en las que se comparten los gustos (en este caso, el béisbol) y se evade la confesión. Ser abonado es entrar a un club de amigos que sólo se ven cuatro meses al año, con quienes se ha bebido, abrazado, llorado y celebrado, pero sin saber los respectivos nombres, los números de teléfonos o los oficios.

En el Universitario he visto a unos esposos con su pequeño hijo y al amante secreto de la esposa disfrutando todos del juego; he comprobado que la histeria es un rasgo esencialmente masculino; he visto hombres que llevan a sus hijos varones a ver el partido para tratar de enmendar eso que tanto los mortifica; en esa tribuna, he tenido revelaciones y hallazgos de mi propia vida que me hacen pensar en la posibilidad de que el béisbol (y el deporte en general)  sea una ilusión creada por extraterrestres para tener una visión prístina de los seres humanos y sus pasiones.

III

La burbuja sociológica se rompió al inicio del octavo capítulo. Marcos Davalillo, en un gesto caballeresco, dejó salir al montículo al abridor Tyson Brummett sólo para quitarle la pelota y así el público pudiera brindarle una ovación de pie más que merecida.

La perfección del juego apenas se vio interrumpida por un jonrón solitario de los Tigres ante el relevista Anthony “Cristoenlamano” Ortega. Esta victoria, aunque aplastante, también tuvo su cuota de sorpresa. Hacia el final del juego, desde la tribuna derecha, un fanático guairista saltó al terreno. Comenzó a correr a toda velocidad y con una imborrable sonrisa de plenitud. Pisó primera y al pasar por segunda, la fanaticada comprendió. Una ovación casi tan grande como la recibida por Brummett acompañó la carrera de aquel fanático. El pitcher y el cátcher de Aragua se hicieron a un lado para dejarlo culminar su hazaña con una espectacular barrida de cabeza en el home.

Aunque no aparezca en la pizarra, en el juego de anoche Los Tiburones de La Guaira anotaron 10 carreras. La última de ellas, borrosa, como la camisa manchada de tierra de ese fanático que estampó por todos nosotros la goma en su corazón.

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