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Crónica y absurdo, por Armando Coll

De tanto que insiste la realidad en repetirse uno se pregunta si no estará reclamando una metáfora que hasta ahora no le ha sido concedida.

Frente a mi ventana, constato cada día que despierto, una concreción con escasa vocación a mutar, al cambio, digo, que de eso va el tan, por estos días, visitado género de la crónica.

Y vaya que me gustaría escribir una crónica. Pero la materia prima no ayuda. Se trata, lo que atestiguo cada mañana, de una obra –vulgo: una construcción, un edificio en trance de ser erigido para una eventual humana ocupación.

Un puñado de obreros se emplea en esa obra todos los días, con la terquedad de Sísifo.

Y me hago a la idea de que esa empresa inacabable y cuyo único fin es no terminar nunca acaso me esté interpelando de alguna forma. Si habrá alguna Penélope que se guarece allí en las noches, sobre todo si llueve.

Los obreros acuden cada día de semana, y entre martillos y taladros hacen un ruido insoportable. Y yo me acomodo a la ilusión de que alguna revelación subyace esa imagen febril, de quieta estridencia, la de una cofradía de caballeros con yelmos de plástico, armados de picos y palas, enfrentados no a molinos de viento, sino a una hosca y mediocre mezcladora de hormigón. Esos quijotes de la tan venida a menos industria de la construcción en este país a la buena de Dios.

¿Y cuándo culminarán el fulano edificio, estos hombres que almuerzan tan frugalmente como un pastor de cabras y duermen la siesta sobre terrones de cemento? Es lo que me pregunto.

Al parecer, últimamente, la industria editorial ha encontrado en la impregnación de la realidad factual su mayor éxito de ventas. Y así los géneros de no ficción –como los llaman—ganan lectoría inteligente.

La Crónica, así con mayúscula, es la reina de las ferias de libros. Los Cronistas, así con mayúscula, las vedettes más solicitadas por el público lector. Y se olvida que el de cronista es un oficio, muy en su fondo, de honrosas minúsculas y para otorgarme algo de respaldo recurro al gran Alfonso Reyes, cuando el sabio mexicano comenta el origen de nuestras letras trasatlánticas, citado a su vez por ese observador irreemplazable de lo mínimo en la incongruencia de la multitud, otro mexicano, Carlos Monsiváis:  “La crónica primitiva”, escribía Reyes, “no corresponde por sus fines a las bellas letras, pero las inaugura y hasta cierto instante las acompaña. Fue empeño de conquistadores, deseosos de perpetuar su fama; de misioneros que, en contacto con el alma indígena y desdeñosos de la notoriedad, ni siquiera se apresuraron muchas veces en publicar sus libros”. El tributo al padre Sahagún es evidente.

Y así nos encontramos con que en trance de reseñar los acontecimientos dudosos de los voraces conquistadores, los frailes sin aspavientos dieron cuenta minuciosa de lo que fue América antes de hablar español.

En fin, si el origen de nuestras letras, las de los hispanoamericanos, tuvieron esa génesis fortuita, tal vez sea hora de que se replantee el oficio de cronista; de los aedos de la antigüedad, los juglares y trovadores de la Edad Media, el cabrero que hace al Quijote la relación de los amores de Grisóstomo mal correspondidos por la pastora Marcela, el enano sobreviviente de un circo perdido en los desoladores sertones del norte de Brasil y aun así encanta a la famélica audiencia con las remotas aventuras de los Doce Pares de Francia, y las leyendas artúricas.

Ahora que el acontecimiento nos acomete instantáneamente, en tiempo real, gracias a los avances de las tecnologías de la comunicación, la web, las redes sociales y demás. Ahora sin que la distancia y la demora del viaje propicien la meditación metafórica, el regodeo del símil, sin oportunidad a dilatar los hechos en la evocación tan afín a la fábula, la épica, la ficción, cuál será la materia a ser contada: realidad o ficción.

Ahora que no es la cotidianidad de una calle o una esquina, un boulevard concurrido, sino el absurdo de una batalla campal entre los muros de un centro penitenciario en pleno centro de la ciudad, ¿cómo extraer significado de tan brutal, expedita fatalidad? ¿Cuáles los imaginarios, las cosmogonías del futuro? La urbe y su crónica.