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Crónica de un hervido anunciado. Capítulo Final de #DiariosDelPollo; por Raúl Stolk

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PRIMERA PARTE 

1. Crack. No sé a qué hora se levantó el pollo el día que lo maté, pero no dudo que al despertar se haya sentido por completo salpicado en cagada de pájaros. Son cosas de pollos. Están siempre ahí, embarrados en sus desechos, viéndolo a uno. Esperando.

En la construcción de una historia que se va desenvolviendo periódicamente, las sugerencias siempre llueven a cántaros. “No lo mates”. “Mátalo”. “Siempre estuvo muerto”. “Córtale una pata”. “Córtale el cuello”. No quiero imaginar cómo será la vida para los libretistas de telenovelas. La mayoría de la gente no toma en cuenta que la no-ficción no ofrece las alternativas de la ficción pura y simple.

Uno no sabe lo que pasará hasta que se encuentra sosteniendo al pollo por el pescuezo, sin vida, luego de haberle dado vueltas hasta oír el crack.

2. Nuestra excusa. “No ficción” es, quizás, echarle demasiadas flores encima a esta serie de entregas. Esta historia entra más bien en el lamentable terreno de los realities.

Claro, aquí nadie se hizo famoso por una escena pornográfica, pero el morbo es lo que ha traído a los lectores de vuelta, tras seis entregas. En un reality, por más maleable que sea la historia, no todas las variables son controlables. Es decir: si Kim Kardashian sale en estado, no hay escote ni minifalda que pueda esconder su nuevo set de curvas.

Así entramos, por segunda vez en esta serie, en el redundante territorio de las excusas. Si Apolonia da a luz en la etapa culminante del pollo, bueno, es lógico que su marido se descompense entre teteros madrugadores y que suspenda la entrega del capítulo final.

Una buena excusa es una historia en sí misma.

3. La opinión de todos. Volviendo al asunto de las recomendaciones, la más sonada fue la del indulto. Pedían un final estilo Disney. Algunos por cariño, otros por los derechos del animalito. Estuve a punto de ceder. Subrayo: a punto. Pero Tarantino, como maléfico duende que es, ha metido la mano varias veces en esta historia para que no perdamos el foco.

—El problema fue que criaste a los pollos como mascotas —me explicó Daniel.

—Bueno, ¿y cómo se suponía que lo hiciera?

—Como si tuvieras hambre, pana.

—¿Ah?

—A ese pollo tuviste que haberle metido comida por un tubo. A nivel industrial, al paso que los alimentan, el animal pesa más de un kilo después de cinco semanas y está listo para engullir. Pero tenías que haberle dedicado más tiempo. No lo hiciste y ahora tienes esa palomita… —dijo mi amigo, señalando al pollo pintón que se asomaba desde el patio.

Daniel trabajó durante años en la cría de pollos en una avícola de Guárico. Mientras vivía allá, como el Wolfgang de Francisco Suniaga, quedó prendado de las peleas de gallos. Quedó intoxicado por aquella danza mortal. Y conoció el sufrimiento (sentimental, no monetario) de perder un animal. Perdió muchos. No pudo soportarlo y se retiró.

Esa tarde, unos días antes de la fecha de ejecución, lo invité para que examinara a los animales y nos diera un dictamen sobre los dos pollos sobrevivientes: el pintón, flacuchento y enfermizo, y el negro, buenmozo y enérgico.

4. Apolonia. “Y, mira tú, justo cuando el pollo aumenta de precio. Yo llegué a pensar que a lo mejor tu experimento nos sacaba las patas del barro, ¡pero qué perdedera de tiempo”.

— ¿Y qué otra cosa puedo hacer con estos animales? —le pregunté a Daniel, ignorando  adrede la broma de Apolonia.

— ¿Qué quieres decir?

— Bueno… tú sabes. Tú tienes contactos.

— Ya yo no peleo gallos, pero si quieres venderlo puedo llamar a alguien. A lo mejor alguien te compra el negrito para práctica.

— ¿Pero tú estás loco? —volteó Apolonia iracunda, echando espuma por la boca— ¿Tú en serio crees que te escapas de ésta? ¿Ya no has torturado a esos pobres animales lo suficiente?

— Bueno, ¿qué preferirías tú si fueras pollo? Coño, ¿no viste Espartaco? Es verdad que los tipos eran esclavos, pero al menos los dejaban pelear. Y si ganaban les daban vino, comida y sexo. ¿Qué prefieres tú? ¿Ser el almuerzo? ¿Así, sin dignidad? Ya yo estaba rehuyendo el asesinato: que se ocupara otro.

— ¡Por favor! Lo de las peleas de gallos es inhumano. No tiene sentido, más que para la diversión a costas del sufrimiento ajeno. Es una pérdida de tiempo. Es un vicio. —dijo Apolonia y volteó a ver a Daniel para que quedara claro que el mensaje era con él.

— Ya va, ya va… —interrumpí yo, a sabiendas de que estaba condenado— ¿Tú me vas a decir que si no tienes nada que perder, si todas tus posibilidades están truncadas, si no tienes futuro, si lo que te queda es la espera triste por una ejecución sin honor ni dignidad, no preferirías tener un chance, así fuera de pelear con las uñas?

— ¡No seas pendejo, chico!

— Daniel, tú mismo me estás diciendo que parecen palomas. Dime entonces cómo nos lo vamos a comer…

— Bueno: —respondió, encogido de hombros— los matas, los cocinas, y ya.

— Yo sé que has estado diciendo por ahí que yo voy a matar al pollo, —brincó Apolonia— que yo tengo sangre fría y que esas cosas a mí no me molestan. Y es verdad, ¿pero, sabes qué?

— ¿Qué?

— A ese pollo lo matas tú.

5. El indulto que nunca fue. ¿Se preguntan por qué el indulto, a pesar de haber sido considerado numerosas veces, no tuvo chance? Pues porque la historia que hemos venido construyendo todo este tiempo carecería de sentido: perderíamos credibilidad ante nuestra audiencia.

En la calle la gente me preguntaba por los pollos. “Muertos”, les contestaba.

No indultamos al pollo por puro show.

Yo ya era un villano. Pero esto tampoco se trata de puro sadismo. Por ahí me han llegado a llamar MatapollosChickenslayer. Y, a pesar de apreciar la analogía con Game Of Thrones, lo dicen como si esto hubiera sido un acto frívolo, como si yo lo hubiera disfrutado.

Y es por eso que siento la obligación de narrar el asunto en detalle.

SEGUNDA PARTE

6. Matapollos con pintura de Vigas al fondo. Por supuesto, él no sabía que ese día sería el último. Los pollos no saben cosas. Pero yo tampoco sabía que ése sería el día. De hecho, al haber dilatado la fecha dos semanas, llegué a pensar que podría ser una dilación indefinida. Pero aquella mañana, antes de salir al trabajo, Apolonia, quien llevaba el calendario de la ejecución, me interceptó.

— Acuérdate de que hoy tienes que matar al pollo.

— Mmmnnggg, ¿ah? —balbuceé con la garganta atada.

— Hoy es 12. Van dos meses. Tienes que matar al pollo —sentenció Apolonia mientras ponía su atención en el peinado al estilo Frozen de nuestra hija.

— Yo… esteee… bueno, yo veo como resuelvo después.

— No: tú matas al pollo al mediodía.

— Es que tengo una reunión en la mañana.

—Exacto: vas a tu reunión, vuelves y matas al pollo.

Me fui a trabajar. Era sábado, pero en efecto tenía una reunión con un importante cliente esa mañana para discutir las implicaciones legales del nuevo sistema de cambio: que si se parecía a la permuta antes de 2010; que si era el hijo natural del SITME; que si podría pagar los dividendos a casa matriz utilizando el sistema. Una cantidad de preguntas cuyas respuestas variaban entre “Algo así”, “Más o menos” y “Capaz”. Llegué a la oficina del cliente.

Las piernas me temblaban y sentí una gota helada de sudor cuchillar mi sien. No podía sacarme a los pollos de la cabeza.

Mientras esperaba, contemplaba una obra de Oswaldo Vigas que colgaba en la recepción. Observaba las formas abstractas en el cuadro y, como si fueran nubes en el cielo, ellas iban delatando lo que yo tenía en la cabeza. O más bien profetizaban lo que se me venía.

Vi la imagen de un hombre estrellando un pollo contra el suelo.

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7. ¿Y los pollos del diputado José Ávila? No me gusta creer en pavas ni premoniciones, pero siento que yo mismo me metí en este lío antes de haberlo decidido. Me envainé solito con mi bocota. Más bien con esa maldita compulsión de tuitear cualquier chiste bobo que se me cruza por la cabeza.

Antes de diciembre del año pasado, me empavé con el siguiente tuit: “Que la crisis te haya agarrado sin tu gallinero vertical no es culpa de Chávez, él te lo advirtió”.

Recordemos al padre del experimento: de las líneas de Twitter del diputado José Ávila no quedan resquicios de la idea de la cría de pollos.

No creo que el tipo sea un experto. Es más: me atrevo a decir que nunca ha criado un pollo en su vida. Su cuenta de Twitter revela, más bien, un ejercicio que muchos venezolanos confunden con un oficio: la adulancia.

8. Mediodía. Llegué a mi casa, tarde para almorzar, esperando que la tardanza sirviera de excusa. Pero me encontré a mi abuela discutiendo las técnicas de ejecución con Apolonia. Me quedé congelado en la entrada espiando la conversación.

— Pero yo no entiendo cuál es el rollo. Es fácil. Lo coges por el pescuezo y le das vueltas como si fuera una hélice, hasta que oyes el “crack, crack, crack…”

Así, con esa crudeza, instruía mi abuela sobre la mejor manera de beneficiar al pollo. Entendí, entonces, que el momento había llegado. Y cuanto antes saliera de aquello, mejor.

Como quien se arranca una curita, entré sin saludar y me acerqué a los dos pollos que se encontraban en la entrada del patio. Debía escoger a uno sólo. El segundo pollo era de emergencia. Ése era el plan original.

Cargué al pollo pintón, al escuálido, por el pescuezo. Entonces, mi hija, (que tiene muchos talentos, pero mi preferido es que no hace nada de lo que uno le pide hasta que lo entiende y le encuentra lógica), tiró de mi pantalón. “Ése no, papi… ése”. Me lo dijo señalando al pollo negro, que se encontraba cerca de un matero, erguido y elegante como un lord inglés.

¿Mi hija protegía al débil? Antes de que los ojos se me aguaran por tan noble gesto, ella terminó la frase: “Ése es más grande”.

Fue un momento bíblico, carajo…

Me acerqué al ejemplar más agraciado y lo cargué como a un bebé. Salí con el pollo al patio y lo puse en el piso. Lo contemplé un rato. Como aquella primera vez, me quedé viéndolo unos quince minutos, pensando en todo cuanto transcurrió en esos dos meses.

El tiempo ciertamente es relativo.

Venezuela es como vivir en un agujero negro. En un par de meses pasa mucho más que en veinte años de cualquier otro país. Demasiado. Demasiado. Una palabra que estoy seguro no existe sino aquí.

Entonces tomé al pollo por el pescuezo y lo giré como decía la abuela, pero en la primera vuelta se me fue de las manos y cayó al piso.

Se me vino la imagen del cuadro de Vigas y el deja-vu me mareó. Estaba vacilante como un niño. Triste momento. Hijo y nieto de prominentes cazadores, no podía encontrar en mí la determinación para beneficiar a un pollo. Un pollo que me veía, que parecía saber lo que pensaba, porque emitía una serie de sonidos guturales que parecían carcajadas.

La vergüenza me cegó y ensordecí por unos segundos.

“Crack, crack, crack…”

La cabeza del pollo guindaba cuando entré de nuevo en la cocina.

— Muy bien. Ahora lo limpias…

9. Hervido de pollo a la valquiria. Podría describir la desplumada nefasta del pollo: parecía un preso pagando penitencia en el patio. Pero nada más humillante que el momento en que me tocó hincarle el cuchillo para limpiarlo. Lo enterré hasta la mitad y se me fueron los tiempos.

Hay gente que no sirve para esto.

Toda esta escena acontecía frente a mis familiares, quienes habían empezado a llegar uno a uno con sus respectivas parejas. Me cuentan que, mientras me daban una manzanilla en el salón, Apolonia lo destripó y, con cuatro certeros golpes de valquiria con su cuchillo, lo descuartizó. A los pocos días de la muerte del pollo, dio a luz a una niña de cuatro kilos en un parto que no duró más de 15 minutos.

Así de dura es ella.

Preparó un hervido con el pollo y una pasta con una salsa ragú de cochino porque, tras haber visitado cuatro automercados, no consiguió la carne molida de res. Rompimos así otro de los pactos originales del pollo: aquella idea de que alimentara a una familia de tres, convertirlo en un almuerzo.

Al final, Apolonia rindió el caldo para que mi abuela y mis padres, suegros y hermanos pudieran compartir una taza de hervido. Los dieciséis se pusieron en fila india para probarlo. Parecía un rito pagano, pero sabroso, con buena conversa y compañía. Y contra la escasez y con la Canasta Básica a Bs. 18.322,29… bueno: uno rinde el caldo.

Hay algunas cosas que ni las crisis pueden arruinar. Aquí los desmanes de la política se soportan con la satisfacción de quien se enfrenta a un contrincante titánico y puede burlarse de él en la cara. Lo que sí sigue separando familias es la inseguridad. Espanta a la gente. No hay chiste que valga. Pero la tarde se fue desordenada, entre intensidades políticas y echadera de vaina.

Con todo aquello, se me olvidó probar el hervido.

10. Coda en suspenso. Este país ha estado suspendido desde hace más de dos años. Suspendido porque vienen elecciones o porque el presidente se está muriendo o porque el presidente se murió o porque vienen elecciones porque el presidente se murió o porque vienen elecciones de nuevo o porque hay protestas…

En suspenso. Siempre.

Así se evitan las responsabilidades. Así se evaden las decisiones difíciles.

Es como criar un pollo para combatir la escasez. Eso.