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Crónica de un abogado caraqueño en La Habana / Parte 1. Seis meses antes del anuncio; por Raúl Stolk

Por Raúl Stolk Nevett | 17 de marzo, 2015

Seis meses antes del anuncio; por Raúl Stolk 640

“Raúl no es Fidel”, dijo el taxista mientras mordisqueaba medio habano apagado. “Él sabe que debe abrirse a otras corrientes y a otros países, que el mundo es más chiquito y que aquello de la propaganda personalista no vende al privado”.

Aquel hombre corpulento, de brazos peludos y piel terracota, volteaba demasiado para el gusto de Bernardo. Y a pesar de que manejaba el viejo chevy con pericia, al pasajero le preocupaba que se zafaran todas las guayas, tuercas y cables que estaban rechinando, yendo a parar al otro lado del malecón.

Tenía cuando menos ocho años sin visitar la isla. Y ocho años, en esta época, es mucho tiempo.

Incluso para la anacrónica Cuba.

Luego de un retiro forzado, tras una carrera exitosa y fructífera como abogado en Venezuela, Bernardo se ha dedicado a viajar y a refrescar sus nexos con abogados alrededor del mundo. Tanto por placer, como por la negación a desconectarse de una etapa de su vida que, más que una etapa, ha sido toda su vida.

A pesar de las dificultades, Cuba siempre fue una debilidad. Siempre tuvo un magnetismo, un dejo de algo que fue y que él no había conocido, pero que sabía que ahí se encontraba. Bajo los escombros.

Esos viajes que había hecho a Cuba eran emocionantes. Se sentía el protagonista de una película de espionaje mientras se reunía con disidentes y entregaba encargos y dinero que cubanos en el exilio enviaban a sus familiares en la Habana. Un dinero que muchas veces no le aceptaban y le pedían, por favor, que lo canjeara por productos de primera necesidad en las tiendas para extranjeros.

“No, mi hermano: esto ha cambiado”, le dice. Y, a pesar de la poca propaganda revolucionaria que habían visto en el trayecto, Bernardo no le creyó al taxista. No porque la isla no hubiera podido cambiar, sino porque desde el momento en que abordó el carro, Manuel (así se llamaba el hombre), no había dejado de venderle el futuro de la isla, el proceso de cambio. Ese discurso en gerundio del que Bernardo ya estaba hastiado. “Esto ha cambiado y mucho ha sido gracias a ustedes, hermano. A Venezuela. Nos dieron oxígeno”.

Bernardo no se tomó el comentario a mal. En eso sí sabía que no le estaba mintiendo.

La ayuda venezolana impactó positivamente el trajinar diario de los cubanos. Definitivamente fue un refrescamiento luego del período especial. Recordó su primera visita en los años noventa, luego de la caída del muro de Berlín, y el comienzo de una de las épocas más oscuras para la isla. La prueba de que siempre se puede estar peor. En esos días las calles sí vestían de revolución y de elogios al comandante y a sus compañeros héroes. La necesidad de reforzamiento de la doctrina: el marketing revolucionario.

Su impresión, cuando conoció aquello, era que el tiempo se había detenido en los sesenta y el salitre se había estado comiendo a la ciudad y a sus habitantes. Eran evidentes las carencias y las restricciones, la escasez y la pobreza extrema: discriminación y ausencia de libertades de todo tipo.

Esa negación al mundo, ese aislamiento necesario, lo encontraba resumido en un viejo artículo de Gabriel García Márquez, donde el autor describió los efectos de la intervención de la fábrica de Coca-Cola por parte del gobierno cubano. El artículo cerraba con una sencilla imagen: una niña, años después de la desaparición del refresco bandera del capitalismo, preguntando a su padre “¿Qué es Coca-Cola?”. Y remataba el colombiano: “El símbolo se disolvió en la memoria social y no alcanzó a las nuevas generaciones”.

La gente no necesita lo que no conoce: una conclusión terrible, cuyo referente más reciente para Bernardo era aquella suerte de parábola comunista atribuida a un ex-ministro de finanzas en Venezuela: La maldición de las tres generaciones, en la que la primera se resiste, la segunda se acostumbra y la tercera no conoce nada más que lo que se le ha presentado.

Llegaron al hotel Meliá Cohiba sobre las seis de la tarde. Uno de los tantos Meliá que funcionan en la isla. A pesar de que el hotel es cómodo y está de moda, Bernardo iba con cierta molestia por no haber encontrado reservación en el Hotel Nacional, ése que le traía recuerdos y le daba un verdadero sentimiento de haber llegado a Cuba. Luego de chequearse rápidamente en el front desk, notó una gran cantidad de jóvenes cubanos, de muy buen aspecto, merodeando los alrededores del lobby.

Al día siguiente, Manuel lo esperaba a la hora pactada para llevarlo a su primera cita. En el trayecto el taxista fue franco en sus preocupaciones:

“¿Cómo reemplazar la generosidad de Chávez? Hay gran preocupación que de terminar la ayuda venezolana volvamos a las condiciones del período especial. No entiendo por qué el gobierno ha metido todos los huevos en la misma cesta”

La mayoría de los viajes de esta etapa de la vida de Bernardo están marcados por el reencuentro. En esta ocasión tuvo la oportunidad de verse con Armando, un abogado un poco más joven que él, de unos 50 y avanzados, a quien había conocido quince años antes en una cumbre internacional.

Armando lo recibió en un salón de reuniones donde se encontraron flanqueados por viejos equipos de computación y escritorios enchapados en fórmica marrón. “Un homenaje a los tribunales venezolanos”, bromeó Bernardo. Armando fue afable en la conversa, pero más retraído en sus opiniones que el taxista. Sin embargo, igual que aquél, hablaba de forma repetitiva de los avances de la isla, maquillando y promocionando el futuro. Por un momento Bernardo se vio en él, cada vez que le decía a sus clientes en el extranjero —con toda la convicción— que en Venezuela las cosas iban mal, pero que había mucho trabajo y que al final los negocios forzarían la recomposición institucional en el país.

Conversaron sobre las mejoras en el transporte público y sobre el florecimiento de pequeños negocios, merenderos, cafés y posadas que habían alegrado la fisonomía de La Habana. La restauración de edificios dentro de La Habana vieja y todo aquello que daba la impresión que en efecto Raúl no era Fidel y que llevaba a la nación por un camino distinto.

Un amague todavía a años luz de lo que debe ser un país con una economía medianamente abierta.

Ya en el pasado los dos abogados habían discutido los pormenores y las dificultades del ejercicio de la profesión en Cuba. En 1968, la práctica de la abogacía había sido estatizada. Sólo un puñado de oficinas de abogados estaban autorizadas para representar los intereses de extranjeros en Cuba, así como los intereses de empresas del estado cubano en el exterior. Estas autorizaciones se daban por decreto. Además, el Estado controlaba (y todavía controla) la prestación de todos los servicios legales —a cubanos y extranjeros— a través de dos entidades: la Unión Nacional de Juristas Cubanos y la Organización de Bufetes Colectivos. Por razones atribuibles a su gentilicio, la sola mención de “bufetes colectivos” hace que a Bernardo le dé un corrientazo directo a la espina dorsal cada vez que la escucha. Es algo que antes no le ocurría.

Los bufetes colectivos se dedicaban, casi exclusivamente, a casos de derecho de familia y derecho penal. Es decir: divorcio y cárcel, dos áreas prolíferas en países en crisis crónica. Y estos servicios eran gratuitos para los ciudadanos. Pero Armando lo puso al día sobre algunos cambios oficiales, generados por la tímida apertura de Raúl Castro cuando tomó el poder, que habían mejorado algunas condiciones del ejercicio de la profesión. En primer lugar, los bufetes colectivos en general quedaron abiertos para representar a cubanos y extranjeros. También, gracias al reconocimiento —tímido— de la propiedad privada, expandieron las áreas de práctica a derecho mercantil e inmobiliario.

“Otro notable avance: los bufetes colectivos han empezado a cobrar honorarios”. Armando contó esto con una gran sonrisa que no convenció del todo a Bernardo. Cuando lo presionó, Armando le dijo que “Bueno, la primera consulta es gratis… y si ahí no se puede resolver el asunto, pues empiezan a correr lo honorarios”.

Bernardo todavía no estaba convencido. Y su instinto de abogado, pulido en esto asuntos escabrosos de control de mercados que se han asomado en los últimos años en Venezuela, no le falló: los abogados que trabajan en esas oficinas son asignados por el Ministerio de Justicia, la mayoría trabaja a tiempo parcial y reciben un sueldo por sus servicios. Eso es todo. ¿Y los honorarios? Los honorarios que pagan los clientes van para el Ministerio, que es el que organiza, administra  y coordina a los bufetes colectivos en todo el país.

Bernardo salió preocupado de la reunión con su amigo. Los avances que le había comentado no parecían más que un simple maquillaje y consideró que, aunque se diera una real apertura de la isla al mundo, no estarían preparados para impulsar un cambio medianamente rápido. Sería muy lento. Sintió cierto ingenuidad producto del aislamiento, de no poder ser capaz de ver más allá de las aguas que los rodean.

De regreso en el hotel, Bernardo volvió a notar la muchedumbre en el lobby. Esta vez lo hizo con desagrado, pues identificó al desfile de jóvenes con aquello que muchos turistas europeos buscaban en la isla: prostitución. Del disgusto, se acercó a un botones que vigilaba unas maletas para preguntar de qué se trataban esas extrañas reuniones. “Pues, mire…” —el hombrecillo bajó la voz, mientras miraba hacia ambos lados y se cubría la boca— “…esos muchachos están aquí por la señal de WiFi. Pagan el acceso y se pasan la noche navegando”.

Bernardo volteó con nuevos ojos. Ahora veía que cada uno tenía un aparato distinto en las manos. Nada de última tecnología, pero una imagen ciertamente familiar. Volvió a García Márquez. Lo recordó sentenciando —con su sabrosa pluma— a las nuevas generaciones de cubanos a no extrañar lo que no conocen. Un martillazo al último clavo del ataúd de una isla que cortó sus amarras del resto del mundo. ¡Pero cuán equivocado estaba! “Nadie vive sin curiosidad”, pensó Bernardo. “No vaya a preguntarle usted a esos muchachos qué es una Coca-Cola: pregúntele a cualquier joven cubano, de esos que se paran en los pasillos de los hoteles hipnotizados por sus teléfonos inteligentes, si saben lo que es el Facebook o Twitter. Vaya y pregúntele por un iPhone, a ver qué le responden”.

Raúl Stolk Nevett 

Comentarios (3)

Edgard J. González.-
17 de marzo, 2015

“¿Qué es Coca-Cola?”. “El símbolo se disolvió en la memoria social y no alcanzó a las nuevas generaciones”.” En ese artículo el cómplice de los Castro, Gabriel García Márquez, no describió todos los efectos de la intervención de la fábrica de Coca-Cola por parte del gobierno cubano. Lo que mejor retrata la pretensión de substituir lo que ya viene funcionando, por el remedo tosco e inepto que diseñan los ñángaras, es la frase dicha por el propio Ché Guevara por TV, probando una Coca Cola hecha por la revolución: “¡ Esto es una mierda !” sentenció. Y las nuevas generaciones saben, no sólo de Twiter, Iphone y facebook, no ignoran sobre las bebidas y comidas exquisitas que disfrutan en los países civilizados, donde el cáncer del Colectivismo no controla las obras y los pensamientos de sus cautivos. A esas nuevas generaciones le teme la Nomenklatura Raulista, por eso andan amistándose con los EEUU, saben que esta teta venezolana se les acaba, y que China y Rusia, además de estar muy lejos, no tienen plata de sobra para mantener parásitos crónicos.

Federico POGGIOLI
19 de marzo, 2015

Qué buena narrativa! Ojalá muchos de nuestros jóvenes lleguen a leer y entender esto para que no cesen en el afán de vivir en una sociedad libre de restricciones.

AdelaM
19 de marzo, 2015

Crónica novedosa sobre cuba. Ya sabíamos de todos sus padeceres y escacez desde hace muchos años. Muchos mas de los que ellos mismos quisieran saber. Hablar de nueva tecnología en su vocabulario es hablar de una gran novedad. Dios permita su pronta recuperación como sociedad.

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