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Cortázar, profesor; por Luis Yslas

I.

Este año se conmemoran las puntas de la vida de Julio Cortázar: cien años de su nacimiento y tres décadas de su muerte. El año pasado, su novela Rayuela, una de las memorables explosiones del boom latinoamericano, cumplió medio siglo. Sus libros no han dejado de circular en todo el mundo y en varios idiomas; tampoco la vasta bibliografía y memorabilia en torno a su vida y su obra. Todo parece indicar que estos frecuentes recordatorios no son sino pretextos para volver a un autor que en realidad no se ha ido nunca. Porque Cortázar no sólo es una figura leída y admirada, sino próxima. Un escritor que, fiel a su espíritu lúdico, ha sabido burlar esa muerte dentro de la muerte que es el olvido.

Y acaso sea esa complicidad que propone su imaginario lúdico la que ha provocado que miles de lectores de su obra se comporten como cronopios indomables, o también, como un club de la serpiente en expansión. Es un hecho: los libros de Cortázar han aglutinado no sólo a lectores académicos y mesurados, sino a una fanaticada que ve en su escritura una educación sentimental, un modelo literario y un motivo para la adoración. No sería arriesgado afirmar entonces que Cortázar es a la literatura lo que los Beatles a la música: una fuente inagotable de entusiasmos que trasciende las fronteras generacionales.

Ahora bien, si a alguien hay que agradecer la publicación de novedades de Julio Cortázar aún después de su muerte, es a su viuda y albacea Aurora Bernárdez, quien desde hace unos años se ha dado a la tarea de extraer inéditas maravillas del baúl cortazariano. Gracias a ella, y al editor Carles Álvarez Garriga, contamos hoy con un material valioso que había permanecido oculto, disperso o extraviado. De ese rescate han surgido Papeles inesperados (2009), los cincos tomos de Cartas (2012), y el libro que ocupa estas líneas, Clases de literatura. Berkeley, 1980, publicado el año pasado por la editorial Alfaguara. Una obra que, a título personal, me resulta muy cercana, pues en sus páginas se cruzan dos de las experiencias que más he disfrutado en mi vida: enseñar literatura y enseñar la literatura de Julio Cortázar.

II.

Clases de literatura es la transcripción casi literal de las ocho clases que diera Cortázar en la Universidad de California, en Berkeley, durante los meses de octubre y noviembre de 1980. Más de 13 horas de charlas que revelan su destreza pedagógica, su bagaje libresco y un fino humor aderezado de sensibilidad y autocrítica. El libro consta de ocho capítulos –uno por clase– más dos conferencias que dictara Cortázar en esa misma universidad: “La literatura latinoamericana de nuestro tiempo” y “Realidad y literatura. Con algunas inversiones necesarias de valores”.

Cortázar, profesor; por Luis Yslas 640Las clases se daban los jueves de 2 a 4 de la tarde, y se dividían en dos partes. La primera era propiamente la lección o clase magistral, y la segunda constituía la plenaria o sesión de preguntas. Los temas elegidos por Cortázar van desde una revisión de sus etapas como escritor –esteticista, metafísica e histórica–, hasta las diferencias entre el cuento realista y fantástico, la presencia de la musicalidad, el humor, el juego y el erotismo en la literatura, y la relectura que hace de sus propios textos. Relatos como “La autopista del sur”, “Continuidad de los parques”, “El perseguidor”, “La noche boca arriba”, “El ídolo de las Cícladas” o “Apocalipsis de Solentiname”, son comentados y analizados con detenimiento por el autor. También dedica algunas horas a Historias de cronopios y de famas, Un tal Lucas y Fantomas contra los vampiros multinacionales, así como al origen, la estructura y las búsquedas estéticas de Rayuela y El libro de Manuel. Cortázar era consciente de que la mayoría de sus alumnos estaban allí para oírlo hablar de su obra, por lo que no cae en la falsa modestia de evadir el compromiso, y utiliza sus textos como apoyo y complemento de sus lecciones.

Sin embargo, la parte de mayor espontaneidad del libro es aquella en la que Cortázar les da la palabra a los estudiantes. Allí se establece el verdadero contacto. Una veces desde la ingenuidad (una alumna llega a preguntarle a qué antepasados debe su enorme altura), otras desde la agudeza, y en algunos casos desde la provocación, este diálogo va mostrando la progresiva empatía que se va creando entre profesor y alumnos. A tal punto que el propio Cortázar admitió haber ido con ellos a una fiesta de Halloween, disfrazado, no faltaba más, de vampiro.

Otro de los atractivos del libro, además de las magistrales lecciones de literatura, son las anécdotas y confidencias a las que recurre Cortázar para inyectarle vivacidad a su discurso, haciendo alarde de esa estrategia pedagógica y narrativa de probada efectividad: enseñar deleitando. El lector se entera, por ejemplo, de lo que dijo el Che Guevara luego de leer su cuento “Reunión”; de la “total sordera” de Mario Vargas Llosa para la música; de la insólita procedencia del ensayo de Ceferino Piriz, incluido en uno de los capítulos de Rayuela; o de la vez en que Cortázar es llevado de incógnito a conocer a unos jóvenes en La Habana, quienes le confiesan leer, durante las escasas pausas de su lucha armada, las historias de sus cronopios. Casi al final de sus clases, el narrador argentino hace incluso una crítica negativa (o quizás moralista) de Rayuela, considerándola a la distancia como “un libro profundamente individualista y que lleva muy fácilmente al egoísmo”.

Entre sus dotes como profesor de literatura, Cortázar destaca como un lector extraordinario: voraz, acucioso, enciclopédico. Un hombre para quien hablar de libros y de la vida resultan actos equivalentes y hasta intercambiables. Son numerosas las recomendaciones de lectura que va dejando como señuelos de ruta a lo largo de sus clases. Borges, Vargas Llosa, Fuentes, Carpentier, Lezama Lima, Macedonio Fernández, Ambrose Bierce, Gómez de la Serna, Boris Vian o Roque Dalton son algunos de los autores en los que se detiene para resaltar el valor de un texto o para referir una anécdota, casi siempre ejemplar. Sus clases, como toda enseñanza literaria que se precie, se convierten en bitácoras de lectura.

Y no podía dejar de estar presente el lado más polémico de Julio Cortázar, el de sus opiniones políticas. En especial, cuando habla de su etapa “histórica” como escritor o cuando algún alumno le hace preguntas relacionadas con Cuba y Nicaragua. Cortázar ofrece respuestas cautelosas, sin caer en proselitismos, aunque dejando entrever sus simpatías por los movimientos de izquierda latinoamericanos. Quizá el lado más naif y cuestionable de sus ideas, como han coincidido la mayoría de sus críticos, lectores y hasta amigos cercanos.

Si bien Cortázar subraya desde la primera clase que su modo de enseñar no es académico ni sistemático, es decir, que él no es el profesor que llega con las verdades listas, sino el que va improvisando y “buscando soluciones a medida que se le van planteando los problemas de trabajo”, habría que objetar, sin embargo, que esa aparente improvisación no es del todo cierta. O más bien, que los años de experiencia permitieron que esa improvisación se moviera en un terreno ya trajinado por el autor. No hay que olvidar que el primer oficio que desempeñó Cortázar en su juventud fue el de profesor. Durante casi diez años enseñó diversas materias en colegios de la provincia argentina –Bolívar y Chivilcoy–, y hasta dictó cátedras de literatura francesa e inglesa en la Universidad del Cuyo, en Mendoza. En condiciones ingratas, valga decirlo, porque no fue la vocación sino la limitación económica de su hogar lo que lo obligó a convertirse en una suerte de “hombre orquesta” de la enseñanza. “En un pasado nebuloso –responde Cortázar a un cuestionario de la editorial Pantheon en 1964–, recuerdo que fui profesor de geografía, historia, lógica y, después de esta etapa decorativa, de literatura francesa. No crea que soy un erudito. En la Argentina no hace falta saber mucho para enseñar a la gente cantidad de cosas inútiles”.

Lo cierto es que Cortázar, reacio por naturaleza ideológica a aceptar invitaciones de universidades norteamericanas, se fue muy complacido de Berkeley. Así se lo hace saber en una carta a su amigo Guillermo Schavelzon, poco después de finalizar sus clases: “Mi curso en Berkeley fue excelente para mí y creo que para los estudiantes, no así para el departamento de español que lamentará siempre haberme invitado; les dejé una imagen de ‘rojo’ tal como la que se puede tener en los ambientes académicos de los USA, y les demolí la metodología, las jerarquías prof⁄alumno, las escalas de valores, etc. En suma, que valía la pena y me divertí”.

Es muy posible que el lector de este libro también quede satisfecho. Porque Clases de literatura concede, al menos imaginariamente, ese alto privilegio con el que muchos lectores de Cortázar han soñado alguna vez: tenerlo como profesor.