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Ciencia ≠ innovación; por Juan Cristóbal Nagel

Ciencia ≠ innovación; por Juan Cristóbal Nagel 640

Hace unos días asistí a una charla dada por el presidente de un prestigioso instituto público de fomento a la investigación científica de un país latinoamericano. Mientras el funcionario hablaba de cómo estaba creciendo la “inversión” en ciencia e innovación (es decir, la plata que se gasta), quedó patente el hecho de que en América Latina nos cuesta entender que ciencia no es lo mismo que innovación.

Entender esta diferencia es importante para poder enfocar bien las políticas públicas.

Cuando un organismo público lanza un concurso de proyectos de investigación científica en filosofía, antropología, derecho, sociología, economía, o incluso medicina o ingeniería, se espera que estos fondos resulten en artículos publicados en revistas de divulgación científica, revisados por pares preferiblemente internacionales.

Esto es ciencia. Esto genera conocimiento, eleva la cultura de un país, y ayuda a formar profesionales y académicos utilizando conocimiento generado dentro del propio país. Esto ayuda a que los académicos se codeen a nivel internacional, y facilita el libre flujo de ideas que hacen avanzar a las naciones. Todo esto es bueno, y está bien que se le apoye con fondos públicos.

Esto, sin embargo, no es innovación.

Innovación tiene que ver con el desarrollo de competencias, productos, o disciplinas que tengan un valor comercial. La innovación lleva consigo la expansión de las posibilidades de producción de un país. Como consecuencia de la innovación, surgen nuevos productos, industrias diferentes, y empresas de punta.

Debiera ser obvio que no todo gasto en ciencia es innovación, y viceversa. Una innovación puede tener poco de científico, y hay mucha ciencia que tiene poco de “innovadora,” en el sentido de que no posee ningún valor mercadeable.

Los países asiáticos entienden esta disyuntiva mucho mejor que nosotros. Dos ejemplos de muchos sirven para ilustrar la diferencia.

Mucho se ha escrito del auge reciente de la India, enfocado principalmente en sectores de alta tecnología concentrados en lugares como Bangalore o Chennai. De hecho, la India podría pasar a ser la economía grande de más rápido crecimiento en el mundo, superando la tasa de crecimiento de la China.

Una pieza clave de este desarrollo ha sido la tremenda historia de los institutos de tecnología de la India. Estos institutos, regados en 16 campus a lo largo del sub-continente, se enfocan en ciencias de la ingeniería y ciencias duras, con otras habilidades relacionadas con la innovación tales como el diseño o derecho de propiedad industrial.

Estas prestigiosas instituciones son públicas, en el sentido de que su enfoque responde a una decisión de política pública enfocada la mensualidad cuesta alrededor de US$1.500 al año, el equivalente al PIB per cápita de la India. Traducido a la realidad local venezolana, es como si el pago anual fuese de BsF 600.000. (Claro, en la India a nadie se le ocurriría poner en la Constitución que estos centros de excelencia deben ser gratuitos, porque se entendería que la “gratuidad” sería el fin de su independencia financiera y el colapso del sistema como tal)

En Singapur se encuentra el Singapore Institute of Technology (SIT), un instituto público cuyo enfoque es el desarrollo de habilidades en las que Singapur crece o quisiera crecer: física, ingeniería, computación, ciencias alimenticias, ciencias de la información, y ciencias de la salud.

El objetivo principal de esta institución es el de ofrecer educación enfocada en las necesidades de la industria – de hecho, asombra que la ley que crea el SIT dice que “su principal objetivo es el de ofrecer educación de pre-grado en Singapur enfocada en la industria.”

¿La cuota anual para estudiar ahí? Desde 7.400 dólares para los estudiantes locales hasta los 33.000 para los extranjeros.

En cambio, en nuestros países estamos enfrascados en un debate en el que ciencia e innovación se mezclan, como si fueran lo mismo, y en el que se espera que ambas actividades sean financiadas con dinero público y, por consiguiente, compitan por obtener fondos.

Mientras tanto, en países como Corea del Sur o Japón, cerca del 70% de la investigación y desarrollo es realizada por el sector privado –investigación que, por su esencia, tiene un componente de innovación ya que buscan el desarrollo de nuevos productos, o eso que llamamos “el lucro”– en nuestros países el Estado es el que decide qué proyectos son los que deben ser financiados.

La innovación tiene un fin comercial, mientras que la ciencia tiene un fin intelectual. La innovación surge de la búsqueda del lucro, la ciencia de la búsqueda de la verdad. Si no entendemos bien esto, continuaremos engañándonos pensando que estamos “innovando,” cuando en el fondo estamos haciendo “ciencia.”

Cuando Venezuela vuelva a ser un país normal, tenemos que plantearnos seriamente la forma en que vamos a reconstruir la ciencia en el país, pero tomando en cuenta que también debemos enfocarnos en la innovación, y que ambas cosas no son lo mismo.

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Una versión de este artículo fue publicada en el diario chileno El Mercurio