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Carlos Andrés Pérez va a las Naciones Unidas; por Milagros Socorro

Imagen del Archivo Fotografía Urbana

Imagen del Archivo Fotografía Urbana

Carlos Andrés Pérez (Rubio, estado Táchira, 27 de octubre de 1922 – Miami, Florida, Estados Unidos, 25 de diciembre de 2010) tenía bien ganada fama de retener en su memoria miles de nombres y, lo que es más sorprendente, con su correspondiente rostro. Dicen que era asombroso comprobar cómo recordaba el nombre de alguien que solo había visto una vez y en medio de una multitud. Este gesto de sorpresa no ha debido, pues, ser su respuesta al enterarse de la identidad de esta señora (que tampoco nosotros conocemos). Ella debe haberse presentado hace un instante. Y él, muy probablemente, la conocía de nombre, puesto que la aferra por los hombros con la consabida energía. La dama es alguien a quien él conocía de referencias.

Ella también es extranjera en la ciudad donde han coincidido. Esto se evidencia en el trapicheado peinado, un desastre resultante de muchas horas en avión, flojas almohadas de hotel y desesperante lejanía de la peinadora donde quedaron los instrumentos que hubieran podido poner remedio al desangelado look. Pero nada, ya estamos aquí, adelante con los faroles y que sea lo que Dios quiera… Un momento, ¿ese no es Carlos Andrés Pérez?

Están en la ciudad de Nueva York. Es un día de la tercera semana de noviembre de 1976. El encuentro se ha producido en la sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Lo sabemos porque en el reverso de la fotografía un sello húmedo identifica al autor: “Max Machol”. Y Max Machol (1907- 1989) fue fotógrafo de la ONU desde 1951, cuando se residenció en los Estados Unidos, hasta pocos años antes de su muerte, a los 81 años, cuando ya estaba retirado en Fort Lauderdale, Florida.

La identidad de la dama ha resultado elusiva, pese a la intensiva indagación. Vasco Szinetar, director del Archivo Fotografía Urbana, fondo al que pertenece esta imagen, dice que se trata de “una señora colombiana”. Nelson Bocaranda, en segunda línea y con grandes lentes, cree recordar que era una “demócrata americana que ayudó mucho a los exiliados venezolanos cuando Pérez Jiménez”. Mientras que la también periodista Rosana Ordóñez, gran colaboradora de esta sección, estima que podría ser “la esposa de Di Masse, el padre”. La poeta Jacqueline Goldberg le encuentra un cierto aire de “doña judía”. No puede decirse que no la hemos observado con detenimiento (morosa dedicación que me ha permitido asegurarle al cotuitero Jacinto Fombona que no es la escritora Antonia Palacios). En fin, ya saldrá un alma piadosa que nos sacará de esta intriga.

Quien está detrás del presidente Pérez, con ojeroso perfil, “es Gonzalo Plaza”, asegura Nelson Bocaranda, “que en ese viaje sirvió de traductor a CAP. Gonzalo Plaza había estado en las relaciones públicas de El Nacional y luego fue director de Ipostel”.

En esos años, los 70, Bocaranda vivía en Nueva York, donde era una especie de embajador no oficial de los venezolanos de rango que pasaban por esa gran ciudad. Y, de hecho, tenía un carnet de agregado de prensa en las Naciones Unidas, que lo acreditaba como personal diplomático y le servía, más que nada, para ser exonerado del pago de impuestos. Pero en esta ocasión la está usando a toda regla. Están en las Naciones Unidas y el presidente Pérez ha sido abordado por una señora que habla español, eventualidad demostrada en el hecho de que el presunto traductor permanece totalmente ajeno al diálogo, que transcurre lleno de afable entusiasmo sin su intervención.

Como es habitual en él, Pérez, ―quien para este momento ya lleva casi tres años en la Presidencia―, no muestra trazas del más mínimo cansancio. Por el contrario. Se ve pleno de salud y rebosante de vigor, aunque en las últimas semanas su agenda ha estado llena de demandantes compromisos. El 6 de octubre de 1976 recibió al presidente de Hungría, Pal Losonczi, quien estaba en Venezuela en visita oficial por cuatro días; el 15 atendió a los Reyes de España, quienes estuvieron solo por un día. Por cierto, de esa ocasión debe ser la anécdota que me contó Simón Consalvi, según la cual el entonces rey Juan Carlos casi se lanza del helicóptero que lo traía del aeropuerto de Maiquetía al de La Carlota, para comunicarle a Consalvi la emergencia que lo apremiaba: “La reina se mea”, le anunció el de Borbón al de Mérida, para que este buscara una instalación propicia para el alivio de la regia vejiga.

El 21 de octubre, en Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, Venezuela es elegida para formar parte del Consejo de Seguridad a partir del 1 de enero de 1977. El 10 de noviembre, Pérez presenta al Congreso un conjunto de leyes para introducir la nueva Reforma Tributaria, y el 15 inicia una gira que empieza por Nueva York (donde interviene, como hemos dicho, en el principal órgano deliberativo de la ONU), para luego seguir camino a Italia, Inglaterra, Rusia, Suiza, España y Portugal, con estación, ya de regreso, en República Dominicana.

El propio jefe del Estado se pone al frente de las diligencias atinentes a la política exterior venezolana, que durante su mandato es amplia y, como todo en los años de su gobierno, muy dinámica. No se limita a un solo sector ni a un coto regional. La diplomacia “del primer Pérez” corre por los surcos de las materias petrolera, integracionista y comercial. Estrecha lazos con toda América Latina, sin darle un rodeo a los países gobernados por regímenes militares, que entonces tiñen el mapa con el verde sangre que les es propio.

Es una diplomacia que reparte dinero producto del creciente ingreso petrolero. La mayoría de los acuerdos de cooperación con los países caribeños y centroamericanos implicaban el financiamiento de la importación petrolera de estas avispadas naciones. La impronta del líder venezolano se siente por doquier. Su mediación es fundamental en la solución del conflicto sobre el canal de Panamá, que terminaría con la suscripción de un nuevo tratado. Contaba con mucho más dinero que su predecesor inmediato, Rafael Caldera, y menos engorro que sus mayores en Acción Democrática, Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, quienes tuvieron que lidiar con los movimientos insurgentes de la época, refractarios al hecho de que esos gobiernos habían sido electos democráticamente. Mucho más, Betancourt, a quien le tocó, además, enfrentar las ignominiosas injerencias de Cuba y República Dominicana.

Carlos Andrés Pérez recibió una democracia consolidada. Y en 1974, el primer año de su mandato, las exportaciones de petróleo se elevaron a 10.814 millones de dólares (mientras que 1973 habían sido de 4.363 millones de dólares). En 1978, el ingreso fue de 9.000 millones de dólares.

Con ese contexto y ese temperamento, Pérez se lanza a batuquear a los más pequeños, apretándolos por los hombros. Mientras los jamaquea les dice: “Montémonos en un nuevo orden económico internacional, uno que integre al tercer mundo y venza las desigualdades”.

Saltando océanos como charcos, se llevó por delante la doctrina Betancourt, que establecía la interdicción de mantener relaciones diplomáticas con gobiernos no democráticos o nacidos de golpes de Estado. Con gorilas no. Qué va. “Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de los ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a un riguroso cordón profiláctico y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la colectividad jurídica interamericana”, dijo Rómulo Betancourt en un discurso pronunciado ante el Congreso de la República en 1959.

Pérez continuó los lineamientos de política exterior de Rafael Caldera, orientados al pluralismo ideológico y la justicia social internacional. “El pluralismo ideológico implica la coexistencia de distintas formas de concebir la escala de valores, con arreglo a la cual una sociedad se estructura y organiza”, explicaría Arístides Calvani, canciller de Caldera.

Carlos Andrés Pérez sería el primer mandatario venezolano en viajar a la Unión Soviética. “No lo hacía por simpatía hacia el gobierno comunista, sino porque, dentro del pluralismo ideológico, Venezuela  quiere tener relaciones diplomáticas y comerciales con el mayor número de países”, dijo entonces el canciller de Pérez, Efraín Schacht Aristeguieta.

Una semana después de haber sido captado este momento, Pérez iba a cumplir 54 años. Se sentía omnipotente, eterno, adorado por las masas. Qué digo por las masas, por el mundo. Hijo predilecto de la fortuna. En estos días hubiera cumplido 95 años. Y hace siete que murió en el exilio.