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Carlos Andrés Pérez, testimonial; por Francisco Suniaga

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Carlos Andrés Pérez en la campaña electoral del año 1973. Imagen del Archivo Fotografía Urbana

Los grandes hombres suelen quedar definidos en nuestra memoria por actos menudos, instantes apenas en sus vidas prolijas en eventos. Por circunstancias “forrestgumpianas” me tocó frecuentar, a mediados de los noventa, a un venezolano de excepción, Carlos Andrés Pérez. Gracias a ello fui testigo de algunos episodios donde, con gestos, frases, silencios, de la manera más natural, se asomaba su condición humana extraordinaria.

Conocí al presidente Pérez cuando cumplía arresto domiciliario en “La Ahumada”, luego de haber publicado, en el desaparecido Economía Hoy, un artículo en el que lo defendía de sus acusadores. Había sido condenado por malversación de fondos públicos, concretamente de la partida secreta (para crear mecanismo de seguridad en torno a la presidenta de Nicaragua, Violeta Chamorro), y planteaba en la nota que ese delito era, para él, de imposible comisión. A mi entender, el Presidente, en uso de sus atribuciones constitucionales, había evaluado la situación política en aquel país, y considerado necesario el uso de fondos secretos en función a la seguridad de Venezuela. Pudo haberse equivocado al valorar la inestabilidad en Nicaragua como amenaza a nuestra seguridad, pero esa evaluación no debió ser nunca juzgada en términos judiciales sino en el debate político democrático.

Pero Carlos Andrés Pérez estaba condenado ex ante y si no hubiese sido por ese caso, algún otro habría aparecido que sirviera a sus enemigos para enjuiciarlo.Era, desde su primer gobierno, víctima de esa fuerza negativa inconmensurable que a lo largo de nuestra historia ha determinado, por encima de ideologías, capacidades individuales y gestas heroicas, la resultante política: el resentimiento. Una longue durée nefasta que arrancó el 5 de julio de 1811 y desde entonces ha dado origen a innumerables situaciones trágicas en el plano individual y colectivo. Ni Bolívar se salvó de esa borrasca nacional de bajos sentimientos. En el caso de CAP, la conspiración que lo derrocó (alianza anti histórica la había llamado David Morales Bello en 1979) tenía menos que ver con política o moral pública que con la inquina de los conspiradores de izquierda y derecha que la llevaron a cabo.

Virtud de aquel escrito en Economía Hoy, recibí una llamada de CAP para darme las gracias.Quería saber, además, si autorizaba que se incluyera en una publicación que preparaba en aquel entonces. A partir de esa ocasión, me invitó a visitarlo y tuve el privilegio de conversar con él, sin apuros ni restricciones, en múltiples ocasiones. Fue un deleite escuchar al Presidente narrar sus experiencias y explicar sus decisiones políticas más controvertidas.

Un día quise extender ese privilegio hasta mis alumnos del postgrado en Derecho y Política Internacionales de la UCV y le propuse que les dictara una conferencia. La propuesta lo entusiasmó enormemente y los invitó a La Ahumada donde les dictó una clase magistral sobre la política exterior, y otros aspectos, de sus dos gobiernos. Le había advertido que eran adultos, profesionales en diversas disciplinas de las ciencias sociales, y que habría preguntas que podrían resultarle incómodas (ya una alumna izquierdista, actual magistrada, me había dicho que le preguntaría por su relación con Cecilia Matos). “No se preocupe usted, responder preguntas incómodas ha sido mi trabajo de toda la vida”, me dijo.

Carlos Andrés Pérez, como era usual en su desempeño político, se tomó el asunto con gran seriedad e hizo una exposición emocionada y precisa de su política internacional. Crítica incluso de su gestión,pues destacó no solo sus aciertos sino también sus fallas y errores. Aprovechó una pregunta sobre Nicaragua y explicó la situación precaria en que se encontraba la presidenta Chamorro y las razones de Estado que lo llevaron a tomar la decisión de usar fondos secretos para apoyarla. Ante su presencia —parecía estar en el Salón Ayacucho de Miraflores ejerciendo plenamente la jefatura del Estado— y dado el tono de altura académica que hubo en las horas que allí estuvimos, la ahora magistrada no se atrevió a hacer la pregunta con la que pensaba zaherirlo. En su lugar, otra alumna se levantó y al borde de las lágrimas, le dijo:

 —Presidente, pero sus enemigos no pudieron con usted.

—Claro que sí pudieron, señorita, me destituyeron de la presidencia, me sacaron de Miraflores, me metieron preso en el retén judicial de El Junquito y ahora me tienen aquí, encerrado y condenado. Por supuesto que pudieron.

CAP, que en su despedida de Miraflores había sentenciado que hubiera preferido otra muerte, dijo aquello con absoluta tranquilidad, en un tono paternal con aquella muchacha conmovida. Más aún, la impresión que dio fue que en ese día e instante preciso había llegado a esa conclusión. Fue en ese momento el Carlos Andrés Pérez humano, humilde, capaz de reconocer su gran derrota, aunque hubiese sido producto de una conspiración que luce más vergonzosa y trágica con cada día que pasa. Confiado quizás en que más pronto que tarde, como en efecto ha ocurrido,el pueblo venezolano le haría justicia.

Vinieron entonces las elecciones parlamentarias de 1998 y fue elegido senador por el estado Táchira, lo que le permitió salir en libertad. Quizás juzgó en aquel momento que su vuelta era posible; los políticos venezolanos, manía nefasta, siempre aspiran volver. Sin embargo, los sucesos posteriores, la abolición del Congreso de la República tras la elección de la Asamblea Constituyente de 1999 y las amenazas a su seguridad, lo convencieron de lo contrario, la derrota que admitió aquella tarde en La Ahumada era irreversible. Para 1999, las nubes negras —cargadas del mismo resentimiento de siempre, vestido esa vez de ideología política— que años antes había avizorado y sobre las que no se cansó de advertir al país,se habían posado sobre Venezuela y ocultado la luz, la tormenta que aún nos sacude apenas comenzaba.

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[Fotogalería] Carlos Andrés Pérez, un testimonio // Archivo Fotografía Urbana

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