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Autores de la brevedad [presentación del libro ‘A la brevedad posible’]; por Luis Yslas

Autores de la brevedad; por Luis Yslas. Presentación de su libro 'A la brevedad posible' 640

El viernes 15 de mayo, el escritor venezolano Luis Yslas Prado presentó su primer libro A la brevedad posible, editado por Libros del Fuego, en la librería El Buscón. El texto de este colaborador de Prodavinci, es una compilación de 152 aforismos en los que reflexiona acerca del  oficio de la lectura y sobre las dudas e inquietudes que surgen de la literatura, con la precisión que las sentencias deben poseer para que nada falte, pero tampoco sobre. A continuación compartimos con nuestros lectores las palabras  leídas por Luis Yslas en la presentación de su libro.

Quiero aprovechar esta ocasión para despejar un posible malentendido sobre el autor de A la brevedad posible. El motivo no solo es el afán de claridad, sino la gratitud. Mencionaré entonces lo que, aunque palpable, no suele advertirse o recordarse sobre la paternidad de un libro.

Hace pocas semanas, los editores me hicieron llegar este libro y tuve, lo confieso, la extraña sensación de que no me pertenecía. Supongo que es una reacción normal en los escritores primerizos, pero lo cierto es que me costaba reconocerme no tanto en lo que allí está escrito, sino en todo aquello que articula la totalidad del libro. Pensé entonces que, si bien el nombre de quien escribe un libro suele asociarse con su autoría, esa apreciación resulta un equívoco y una injusticia.

Las frases que el libro registra las escribí yo, es cierto, pero en principio estuvieron destinadas a la inmediatez de una red social. No fueron hechas para durar, sino para el tráfico cotidiano y efímero, es decir, para el olvido. Si no hubiera sido por sus editores, Rodnei Cásares y Alberto Sáez, quienes me convencieron –en complicidad con Melanie Pérez Arias y María Esther Almao– de reunirlas en lo que hoy son las páginas de A la brevedad posible, aún estarían por ahí, extraviadas en el vasto universo de la web. De modo que en ese gesto de quien me invita a formar parte del catálogo editorial de Libros del Fuego, empieza a configurarse esa constelación de actores que hace posible este libro.

Pienso en el silencioso trabajo del corrector, cuya labor, como la de los buenos árbitros de fútbol, es eficaz mientras pase desapercibida; en el impresor, Javier Aizpúrua, maestro de maestros en ese oficio de refinada artesanía bibliófila; en el cuidadoso trabajo de encuadernación e impresión de Exlibris; en el diseñador Juan Mercerón, quien supo darle rostro y proyección al contenido del libro, y tuvo la feliz ocurrencia de disponer las frases en los bordes superior e inferior de las páginas, con lo cual crea la sensación, que comparto, de un libro hecho no por un escritor, sino por un lector: alguien que permanece al margen de lo escrito, como un apuntador que registra en silencio o con breves anotaciones lo que llama su atención en su lectura. Esos blancos centrales de la página no solo operan como una zona de silencio entre las palabras, sino que invitan al lector a llenar mentalmente esas pausas con sus ideas, a prolongar el aforismo, ya sea para completarlo o refutarlo, e incluso a dejar sus propias impresiones en el papel. Nunca hablé con Juan durante el proceso de elaboración del libro. Él llegó a esa idea por su cuenta, y me place saber que sintonizó con una de las frases que resume lo que experimenté cuando terminé de agruparlas: he traicionado mi naturaleza de lector: he cometido un libro.

Es un hecho: la autoría de un libro está llena de gente. Desde quien elige el tipo de papel, las medidas de la página y la tipografía, pasando por los ilustradores, diagramadores y fotógrafos, los operadores del fotolito y la linotipia, los encargados de la distribución y de su promoción –hago mención especial al trabajo de prensa de Luza Medina–, hasta esos personajes anónimos y no menos importantes como el motorizado que llevó las pruebas de portada sorteando el tráfico de la ciudad para que llegaran a tiempo a la imprenta, la señora de limpieza que pone orden en el caos oficinesco o el contador que administra las cifras, siempre en tensión, del debe y el haber de una editorial.

Y acaso la autoría de un libro se remonte más allá aun de su confección material, pues quien escribe lo hace a partir de lo que ha leído. En un libro subyace la íntima biblioteca de quien lo crea, sus afinidades y disgustos literarios, su experiencia física y anímica en el trato con sus libros. La literatura consiste en citar involuntariamente un recuerdo, que no siempre es propio, y saberlo envolver de tal modo que parezca recién hecho. Un autor lleva dentro muchos autores que respiran en el entramado de su escritura.

Pero además, en esa autoría cada vez más plural, están quienes conforman la biografía familiar del escritor, la memoria de una ascendencia que gravita en sus palabras. Eso quizá justifique la inclusión de un prefacio narrativo en un libro de aforismos. Allí quise dejar constancia de una herencia sin la cual este libro no hubiera existido. Porque un libro también se hace para agradecer la vida que nos lleva a escribirlo.

Con todas esas personas, presentes y ausentes, comparto la diversa autoría de este breviario de aforismos, en donde dejo algunas huellas de mi experiencia como lector, evitando en lo posible el énfasis y la verbosidad, acaso como reacción instintiva contra esa elevada estadística del grito farragoso que hoy nos acecha y nos agobia y nos falsea en cadena nacional.

No voy a extenderme más, pues le hago un flaco favor al espíritu conciso del libro. Sin embargo, no quisiera terminar sin mencionar a un actor más en esa compañía de autores que he venido señalando. Se trata, por supuesto, del lector, el encargado de completar el libro; el que lo actualiza, otorgándole voz y presencia: realidad subjetiva. Todo lector es autor de lo que lee, y en esa medida, el encargado de cerrar, al terminar su lectura, no solo el libro, sino el ciclo de esa sociedad de autores que componen un libro, todos los libros. Sólo aspiro a que estas páginas de A la brevedad posible merezcan el tiempo, siempre sagrado, de sus lectores.

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