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American Crime: serie de riesgo; por Jorge Carrión

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En el capítulo 7 de la segunda temporada, American Crime se rompe. Hasta entonces ha sido una ficción realista, fiel en todo momento a la ilusión verosímil: nos ha contado la historia de un chico que, al parecer, ha sido violado en la fiesta del equipo de baloncesto de un colegio privado; la hiperbólica reacción de la madre de la víctima; cómo la directora de la institución ha intentado tapar el asunto; los códigos violentos y machistas que imperan en el deporte escolar. Personajes, tramas, ficción. Pero en el capítulo 7, de pronto, las escenas son contrapunteadas con testimonios de supervivientes de la matanza de Columbine. Testimonios reales. Píldoras de documental.

No es la primera vez que esto ocurre en la historia de la teleficción. Varias series reaccionaron ante el 11-S introduciendo en sus capítulos a personas reales, como bomberos que habían auxiliado a las víctimas del atentado o actores que se quitaban la máscara y hablaban distanciándose de sus propios personajes de ficción. Eran reacciones inmediatas al eco incómodo del trauma, reacciones de urgencia; la presencia del documental en American Crime tiene un sentido muy distinto. Han pasado cerca de dos décadas desde los sucesos de Columbine y John Ridley no sufre ninguna presión social para recordarlos, para conmemorarlos. Si recurre a ellos es por una cuestión ética: no hay que olvidar las consecuencias de la circulación de las armas o del acoso en contextos educativos. Para que la denuncia no sea desactivada por el storytelling, éste se rompe y los supervivientes son entrevistados en una puesta en escena sin duda alguna documental. Tras cada interrupción, el capítulo prosigue como pura ficción. Pero no nos olvidamos de la herida, de la ruptura, de la clave de lectura, de la advertencia.

Hay en American Crime otras particularidades de factura que también revelan un realismo incisivo, artístico, que no quiere ser neutralizado por las inercias de la realización tradicional. Como las intencionadas faltas de sincronía entre un rostro y su voz, entre una mirada y su discurso, que nos obligan a renovar nuestra atención. O como el espectáculo de danza contemporánea que los alumnos ensayan y representan en el capítulo quinto (en un bellísimo, inolvidable plano secuencia de cuatro minutos y medio), traducción simbólica de los conflictos que está viviendo el instituto. Ampliación metafórica del campo de batalla: no sólo del contenido (esas violencias particulares afectan a todos los cuerpos, son finalmente universales), sino también de la forma (la televisión puede absorber narrativas que proceden de todos los lenguajes del arte).

La realidad del centro de educación público, de donde procede el protagonista, becario en el privado, ya la conocíamos por series igualmente brillantes como The Wire o Friday Night Lights, donde se observa la presión que sufren los jóvenes deportistas que destacan en la adolescencia y que se rifan las universidades para nutrir sus equipos casi profesionales. Pero American Crime les da una vuelta de tuerca a esos conflictos conocidos. Así, que el chico negro sea rico y el chico blanco sea pobre permite analizar las contradicciones de la clase profesional afroamericana; y que la violación sea entre hombres, abordar un terreno poco transitado por la ficción sobre la adolescencia. Políticamente valiente y formalmente arriesgada, American Crime está proponiendo en cada temporada una historia distinta con un mismo trasfondo: el de la complejidad social y política de los Estados Unidos de hoy, donde priman la injusticia y la ambigüedad. La ficción propone, no resuelve. Por eso el final sólo puede ser abierto. Y dejarnos a la intemperie.

Este texto fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia.