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Alejandro Álvarez Iragorry: Los derechos ambientales de los ciudadanos; por Cheo Carvajal #CCS450

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Alejandro Álvarez Iragorry retratado por Mauricio López

Caracas vive un proceso acelerado de deterioro de sus espacios, pero sobre todo de degradación social. Esto podría inferirlo cualquier persona capaz de juntar datos e imágenes de nuestra situación actual. En esta ocasión quien lo dice es Alejandro Álvarez Iragorry, no como especialista, sino como ciudadano que lo percibe desde su andar por la calle, caminando, que es su manera de moverse en Caracas. Su percepción es mezcla de una sensibilidad particular para captar la vida (es ecólogo), con una visión también particular, ahora en estricto sentido: desde hace unos años su capacidad de ver ha venido disminuyendo. Una condición que, sin dudas, le obliga a aguzar aún más el resto de sus sentidos hacia un entorno que no vacila en calificar de hostil. Antes se topaba con poca gente descalza por la ciudad, hoy es un fenómeno recurrente. Ni hablar de la cantidad de personas alimentándose de la basura en la calle, como cosa normal.

Además de ser biólogo de la Facultad de Ciencias de la UCV, le sumó en esa misma universidad un doctorado en Ciencias, mención Ecología. Ha sido profesor en varias universidades (UCV, USB, UNELLEZ, UNEFA, IESA), pero desde hace tiempo su trabajo de formación lo realiza desde afuera de los centros educativos, en eso que llaman “educación no formal”. Quizá porque desde hace décadas asumió el activismo y la pedagogía como factores entrelazados en su trabajo, sobre todo en lo relativo a los derechos humanos ambientales, la educación ambiental y el fortalecimiento de organizaciones de la sociedad civil vinculados al ambientalismo.

Durante largos años trabajó con los llamados “juegos ecológicos”, pedagogía ambiental ligada a lo lúdico, la experiencia de ser y estar en contexto. Algo que le da un marco referencial para hablar de Caracas.

—Una vez, en un evento, comentaste que los árboles eran, o debían ser, el primer aparato de juegos de los niños. Eso no lo piensan muchos adultos.

—Un autor estadounidense, Richard Louv, escribió que la actual generación de niños es la primera que en su enorme mayoría no tiene acceso a la naturaleza y la vida silvestre. No poder subirse a un árbol es solo una representación de ese proceso de artificialización de la vida humana. Un niño en la generación de nuestros padres y abuelos tenía la posibilidad no sólo de subirse a un árbol, sino de tener acceso a una cantidad de experiencias vitales de contacto con distintos seres vivos.

Esa situación ha llevado a una serie de condiciones que se han resumido como “síndrome de déficit de naturaleza”, que intenta enmarcar una serie de condiciones de salud que van desde la depresión juvenil, la obesidad, la baja autoestima, hasta la hiperactividad con síndrome de atención. Aunque la relación entre estas condiciones y la falta de contacto con la naturaleza no ha sido totalmente probada, muchos autores y profesionales de la salud consideran que estas pueden mejorar con un contacto adecuado con áreas naturales y seres vivos.

Recuerdo que una organización argentina de defensa de los derechos de los niños, ante la acción de muchos gobiernos municipales de llenar los parques con aparatos mecánicos, ironizó diciendo que el invento más avanzado de la psicopedagogía y la biomecánica para promover el juego y los ejercicios de los niños era la “Armazón de Recursos Biomecánicos de Organización Lúdica”, mejor conocida por sus siglas: A.R.B.O.L.

—Pocos adultos se atreven a trepar árboles, y son ellos los que diseñan los parques urbanos.

—Hace ya treinta años en Venezuela, muchos de los encargados de planificar nuestras ciudades tenían una manera anacrónica de entender los espacios verdes. La mayoría los veía como espacios ociosos que no habían sido “desarrollados”, es decir convertidos en concreto y pavimento. En esta concepción, concebían los  parques como elementos únicamente de ornato y recreación. Pero desde esa época se entienden los parques, por una parte, desde el derecho de la ciudadanía a una recreación y descanso de calidad, que incluya de manera especial el contacto con la naturaleza, y por otra, desde la perspectiva de la ciudad sostenible, es decir desde la convicción de que las ciudades deben equilibrar su huella ecológica a través de la incorporación efectiva de la naturaleza a la ciudad, en vez del desplazamiento de esta a causa del crecimiento urbano.

—¿Caracas es de veras una ciudad verde?

—Ese es un mito proveniente de varias fuentes: por una parte de la percepción derivada de la extraordinaria presencia de la serranía de El Ávila, llamada ahora Waraira Repano, que enmarca a Caracas, junto con la persistencia de parques y avenidas arboladas en algunas zonas de la ciudad, principalmente al este. Pero la mayor parte de Caracas pudiera describirse como un “desierto biológico”, no sólo por la inexistencia de áreas verdes, sino por la desaparición progresiva del arbolado en las calles y avenidas.

Para muestra, basta caminar por la extensa zona formada por las parroquias del municipio Libertador del distrito Capital localizadas al norte de la avenida Bolívar. Eso por no incluir a la mayor parte de los sectores urbanos informales de la ciudad. Pero a su vez, este mito fue difundido por el Ejecutivo Nacional para justificar la destrucción de las pocas zonas verdes en las zonas céntricas de Caracas, para la construcción de edificios de la Gran Misión Vivienda.

No conozco si existe una estimación actual de la extensión de las áreas verdes de Caracas, todos los estimados que conozco tienen mucho más de 20 años, pero es totalmente claro que las pocas zonas verdes de la ciudad son insuficientes tanto para las necesidades de la población, como para ser componentes importantes de la sostenibilidad urbana.

—¿Te refieres a espacios públicos verdes?

—Me refiero a las dos, pues ambos verdes son necesarios, no son excluyentes. La ciudad necesita áreas naturales, pero también incorporar verde en los espacios diseñados y construidos. Es importante que haya vegetación porque representa muchas ventajas: absorbe contaminantes, disminuye en las laderas posibilidades de deslizamientos, ayuda a bajar la temperatura, sirve de barrera para aminorar los vientos y el ruido. Sin dudas, la naturaleza debe formar parte de la ciudad. Pero la ciudadanía, además, tiene derecho a disfrutar espacios públicos de mayor calidad, y esto implica necesariamente espacios verdes y vivos.

Recuerdo que Federico Vegas mencionaba una anécdota del arquitecto William Niño Araque, cuando le preguntaron cuántos habitantes albergaba Caracas, y él respondió con una pregunta: “¿contando o sin contar a los pajaritos?”. Sin dudas la biodiversidad forma parte de una ciudad sana.

—Hablar de ciudad es hablar de diversidad. No obstante, en esa diversidad muchos quedan excluidos de sus beneficios, de los derechos de ciudadanía. ¿Cómo te sientes tú en Caracas?

—Viviendo una enorme paradoja. La ciudad de mi infancia y de gran parte de mi vida, la sentí llena de enormes posibilidades. Era la ciudad que brindaba un poco de todo: desde la experiencia de naturaleza a pocos metros de la ciudad, subiendo por los senderos de El Ávila, los espacios “artificializados” de los centros comerciales, las urbanizaciones, avenidas y zonas comerciales amables hechas para ser recorridas a pie, como la Sabana Grande de los 80 y principios de los 90, también en alerta, permitía recorrer las zonas de los barrios populares en la periferia de la ciudad. Ahora vivo en una ciudad hostil de muchas maneras, que se degrada como un todo a un ritmo desenfrenado y deprimente. De nuevo sirve el ejemplo de Sabana Grande, con la terrible degradación vivida en los últimos quince años.

En este contexto de degradación las situaciones de injusticia ambiental se hacen enormes. Nadie me ha sabido explicar por qué no se construyen parques y se conservan áreas verdes dentro de zonas populares, a pesar de los enormes beneficios ambientales, sociales e incluso económicos que esto traería. Eso por no hablar de las enormes injusticias cometidas contra la población de menores recursos que frecuentemente no cuentan con sistemas de recogida de desechos, acceso constante al agua, ni servicios de recolección de aguas negras.

—Pero Sabana Grande pasó de un detrioro profundo en los 90 y principios del nuevo milenio, con su salvaje privatización del espacio público, a ser a un espacio bastante más amable en su rehabilitación. ¿Sientes en este momento deteriorado ese espacio central de Caracas?

—Sabana Grande se convirtió en una absoluta monstruosidad, por la ocupación que vivió. Lo que vemos ahora, en cierta forma, es un maquillaje medianamente bonito, que lamentablemente desechó buena parte de su identidad, con la eliminación de la publicidad de las marquesinas. Hace poco visité Quito y me recordó la Caracas de los 90. El último día nos llevaron a visitar un sitio en el centro de la ciudad. Cuano llegué se me salieron las lágrimas porque era como estar parado frente al viejo Gran Café, no porque se pareciera físicamente, sino porque había una movida interesantísima, mucha vitalidad, muchos jóvenes, pero calmada, la gente disfrutando, sin problemas.

—Más allá de los desplazamientos humanos de la periferia hacia la ciudad, ¿cuánto tiene que ver Caracas con la región que le da contexto?

—Caracas creció a expensas de su ecorregión. La actividad de la gran ciudad produce enormes cantidades de desechos sólidos y líquidos que van a parar a otros municipios de los Valles del Tuy y costas de Barlovento. Tomamos agua del estado Guárico y recientemente del estado Cojedes, y usamos los territorios de todos los municipios periféricos solo como áreas de expansión urbana y vehicular.

A pesar de ello la ciudad y sus ciudadanos no somos conscientes de que nuestro funcionamiento depende de la degradación de nuestro entorno vecino. Esta situación en un tiempo corto será insostenible y tendremos que pagar muy duro las consecuencias de esa irresponsabilidad.

Alejandro Álvarez Iragorry retratado por Mauricio López

Alejandro Álvarez Iragorry retratado por Mauricio López

—Pareciera que Caracas decidió, como en la ganadería extensiva, distrubuirse más a lo largo y ancho, usar más superficie, que hacer un uso intensivo del suelo, compactando y creciendo hacia arriba. ¿Compartes esa visión de que una ciudad densa, pero compacta, tiene menos costos ambientales?

—Es complejo, no me siento cómodo generalizando. En una ciudad como esta, metida en un valle con características tectónicas como la nuestra, habría que pensar bien lo de crecer mucho en altura. En realidad el problema no es si crecemos, sino a expensas de qué crecemos. ¿Qué pasará cuando colpase La Bonanza? ¿Qué municipio querrá ser el basurero de Caracas? No me refiero a que haya que ponerle límites a su crecimiento, pero al menos sí hacerlo de manera adecuada. ¿Por qué debe venir tanta gente a Caracas a trabajar en vez de trabajar en sus cercanías?

—¿No cabe más gente en Caracas?

—En las condiciones actuales no luce viable. Primero debes pever tener los servicios adecuados, agua suficiente, manejar los desechos, los traslados, definir hasta dónde podemos llegar. El suministro del agua es lo más costoso y es lo que suele tener mayor impacto, porque además Caracas deterioró sus propias fuentes de agua.

—¿Bebes agua del grifo?

—Sí lo hago. No porque me parezca que es sana, sino porque no puedo pagar por el agua embotellada. Intento mitigar los problemas de la baja calidad del agua del grifo filtrándola e hirviéndola, pero soy consciente de que esas acciones no son suficientes para tener un agua completamente segura. Por lo demás, sólo un pequeño número de marcas de agua embotellada es realmente de calidad, ya que la enorme mayoría es simplemente el agua de los acueductos que, en el mejor de los casos, es filtrada. Por otra parte me resulta indignante ver como el gobierno progresivamente va abandonando su obligación de proteger y realizar el derecho de la población a tener acceso al agua, no solo en cantidad suficiente, que no lo hace, sino de manera segura para la salud de la población.

—¿Qué mensaje tienes para quienes llenaron de columnas el cauce del río Valle?

—Me resulta difícil dirigirle mensajes a quienes de manera consciente ponen en peligro la vida y derechos de los ciudadanos, pero quizás el único mensaje que pudiera enviarles es que sus delitos, tanto ambientales como sobre la seguridad de la población, no serán olvidados.

—¿Has sabido del uso de la Ley Penal del Ambiente en Caracas, donde se han dado a la tarea de desarrollar proyectos sin los debidos estudios de impacto ambiental? ¿O acaso exagero?

—No exageras. En los últimos años esta ley ha sido utilizada de manera discrecional y arbitraria. Recientemente a una persona la iban a imputar, porque supuestamente reconoció haber derribado 50 árboles ¿Y qué pasa con los que eliminaron cientos de árboles para ampliar la autopista, con los recursos del Estado? Nosotros estamos padeciendo una idea, muy cubana, de que el gobierno no tiene por qué aplicarse a sí mismo las leyes, que las penalidades son para otros. Por eso es que desde hace algún tiempo los estudios de impacto ambiental parecen no tener cabida en Venezuela.

—¿Por qué no se siente en Caracas el trabajo de las grandes organizaciones ambientalistas, si acaso esa expresión tiene sentido en este momento?

—Eso tiene que ver con la historia de las organizaciones sociales ambientalistas del país, en el cual el tema urbano no fue prioritario, centrándose principalmente en temas relacionados con la conservación de la biodiversidad presente en los grandes espacios naturales. Pero, por otra parte, existen y han existido organizaciones que han trabajado sobre temas urbanos, como el manejo de desechos sólidos, educación para el uso responsable del agua, entre otros, pero su acción es insuficiente con respecto al tamaño de los problemas existentes.

Creo que en los próximos años veremos más organizaciones que desarrollen acciones dirigidas a mejorar la sostenibilidad de las ciudades venezolanas, pero sin voluntad y acción de los distintos niveles de gobierno ninguna acción realizada por la sociedad civil se traducirá en políticas públicas efectivas y duraderas.

—Parece que todo conspira para que las ciudades se conviertan en máquinas productivas. ¿Cuán lúdica crees que puede o debe ser la ciudad?

—La ciudad como una concentración de recursos para la producción industrial y de otros sectores de la economía es una concepción del siglo XIX que llega hasta nuestros días. Pero la concepción ideal de la ciudad actual, es decir la ciudad sustentable, es una ciudad diversa. Por lo cual en ella deben convivir de manera armónica, y con el menor impacto ambiental posible, espacios para la producción, el trabajo, la educación y la comunicación humana, junto con espacios para la recreación, incluyendo lo lúdico, en sus múltiples formas.

No creo que pueda hablarse de una medida de lo lúdico en una ciudad. Lo que sí está claro es que una ciudad debe proveer espacios suficientes para el juego y la diversión. Cuando hablo del juego no me refiero solo al juego pensado como deporte o mejoramiento físico, sino el juego libre, característico de los niños, que resulta mucho más estimulante y productivo cuando ocurre en contacto con la naturaleza.

—¿Cómo percibes la relación del caraqueño con su entorno?

—Los caraqueños tenemos una relación paradójica con nuestro entorno. Sabemos o creemos saber que la calidad ambiental es importante para nuestras vidas, pero dedicamos muy poco esfuerzo a realizar acciones que impliquen mejorar nuestro entorno, más allá de los hábitos de higiene y aseo personal y familiar. Esta falta de acción se traslada a nuestra acción social y política. En la práctica muchas personas piden que los árboles de las avenidas sean talados, depositan desechos en sitios inadecuados, usan mangueras para limpiar con agua los pisos (cuando disponen del servicio) o realizan actividades públicas en parques y avenidas sin la menor consideración por su limpieza y conservación.

Raramente valoramos o damos prioridad a propuestas de políticas públicas urbanas en temas ambientales, fuera de la mejora de los servicios ambientales básicos, y no exigimos a los funcionarios públicos que desarrollen acciones efectivas que mejoren la protección de los derechos ambientales ciudadanos y la sustentabilidad urbana. Es claro que necesitamos un esfuerzo mayor de concientización y sensibilización de la población.

—¿Cuáles son esos derechos ambientales de los ciudadanos? ¿Podrías ilustrarnos con ejemplos de acciones que podrían ayudar a protegerlos?

—El más importante: el derecho al agua, en cantdad, frecuencia y calidad suficientes. El derecho a una vida sana, que no parece ambiental, pero en un ambiente contaminado ese derecho no existe. A nuestras casas llega agua del embalse Pao Cachinche, a través de diversas conexiones. Llega a Caracas contaminada, poniendo en riesgo la salud de la gente. Hablo del derecho a un ambiente de calidad: el Consejo de Derechos Humanos reconoce el disfrute de la biodiversidad y a ser protegido de los efectos del cambio climático.

Habría que generar las competencias para planear la ciudad de manera integral, como en su momento se lo planteaba la antigua Oficina Metropolitana de Planificación urbana, OMPU. La gente de la Alcaldía Metropolitana ha desarrollado en un proyecto hermoso la idea de ecorregión, y esa visión habría que difundirla. Eso llevará a decisiones puntuales: manejo de desechos sólidos, servicio de agua, áreas verdes. Creo que se pueden hacer muchas cosas, incluyendo “ladillar” al político que eliges.

Alejandro Álvarez Iragorry retratado por Mauricio López

Alejandro Álvarez Iragorry retratado por Mauricio López

—En los barrios se suelen colocar capillitas con imágenes de santos y vírgenes, y estas suelen mantenerse limpias, despejadas. ¿Crees que podríamos explotar ese recurso para los fines de transformar nuestros espacios urbanos?

—La relación entre el comportamiento en temas ambientales y la cultura, especialmente en temas vinculados con las culturas populares, es una asignatura pendiente en nuestros estudios sociales. Por otro lado, el exceso en la mirada técnico-científica en los temas ambientales hace que estos sean mirados con desconfianza.

Hace años propuse que pudiera usarse el culto a María Lionza, de fuerte arraigo en algunas capas de la población, con propósitos ambientales. Ello porque sus cultores consideran a esta diosa como protectora de la naturaleza y de los seres vivos en ella. ¿Te imaginas? Me miraron muy feo y casi me tacharon de divulgador de supersticiones y atraso social. Aquí hay mucho trabajo que hacer y muchas resistencias que vencer sobre esos temas.

—¿Cuál es el papel de las emisiones a la atmósfera en nuestra vida cotidiana?

—Están aquellas que afectan directamente la salud humana y las que contribuyen con el incremento del efecto invernadero causante del cambio climático global. En el primer caso, en Venezuela no se hacen mediciones de la calidad del aire en las ciudades desde hace muchos años, y si son realizados sus resultados no son de dominio público. Por eso no sabemos a qué tipo de contaminantes estamos expuestos, ni en qué cantidades están presentes en el aire que respiramos. Como consecuencia de esta situación, es imposible conocer la relación entre la contaminación del aire y los problemas de salud de los ciudadanos. Esto es claramente una violación de los derechos a la salud y a la información de la población que se ve expuesta a daños y no tiene la capacidad de ejercer acciones para prever o mitigarlos.

Por otra parte, si hablamos de gases de efecto invernadero, que son generados en las ciudades principalmente por las emisiones provenientes de la actividad vehicular, el efecto que tendrá en nuestras vidas será la de contribuir con el cambio climático global, el cual es considerado la principal amenaza ambiental y sobre el desarrollo humano en la actualidad. Este cambio global tendrá efectos importantes sobre ciudades como Caracas, al aumentar el riesgo a un desabastecimiento mayor de agua, aumentar las probabilidades de desastres socio-ambientales productos de tormentas y lluvias, así como expandir la zona de incidencia de vectores transmisores de enfermedades como el paludismo y la fiebre amarilla, entre otros efectos.

—¿Crees que la violencia puede estar asociada a la calidad ambiental de los lugares que habitamos? ¿Una acera amplia, nivelada, despejada, segura, forma parte de nuestros derechos ambientales?

—Totalmente. Los ciudadanos tenemos derecho a caminar la ciudad, sobre aceras que además estén bajo la sombra protectora de los árboles. Hay muchos estudios que señalan que donde hay zonas más verdes disminuye la violencia. Hay una relación biunívoca entre los espacios verdes y el comportamiento de la gente. Una relación circular: menos verde suele equivaler a mayor violencia. El caso de Medellín es emblemático, porque se hizo mucho espacio público, pero arbolado. Edward O. Wilson habla de “biofilia”, él señala que en nuestra genética está inscrita la atracción hacia la vida, que la buscamos por naturaleza. En el ámbito de los psicólogos ambientales se han hecho avances importantes al respecto: el verde urbano puede ayudar a disminuir los niveles de agresión y violencia.