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Encuentros con Uslar Pietri: entre ciudad y civilización; por Arturo Almandoz Marte

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El primer televisor que nuestra familia disfrutó fue un Admiral empotrado en madera, con atenazada antena de bigotes, obsequio de un tío paterno al cerrar la década de 1950. Cuando venía a visitarnos a San Bernardino proveniente de Maracay, tío Guillermo notó que mamá y mis hermanos no estaban con frecuencia en casa, por la novelería de ver programas en los apartamentos vecinos. De esa historia, prenatal para mí, me enteré mucho después de mudarnos en 1963 a la avenida Cristóbal Rojas de la misma urbanización. Allí el bigotudo mago con cara de vidrio, como lo llamaría Eduardo Liendo en su novela epónima, presidió por décadas el recibo de nuestra quinta modesta.

So pretexto de ser radioescucha antes que televidente, como tantos otros de su generación de entreguerras, papá no se había decidido antes a comprar un televisor, aunque sospecho que realmente se lo impidieron las socorridas carencias presupuestarias. A diferencia de mamá, no le entusiasmaban los shows de Víctor Saume y Renny Ottolina al mediodía; tampoco la edición estelar de este último en las noches dominicales, por la que desfilaron Tom Jones y Aretha Franklin, entre otras celebridades que hacían delirar a mis hermanos. Pero además del observador Creole, había sí unas charlas que papá solía ver con nosotros, dictadas por un señor de quien sólo sabía yo que era tocayo, comenzando siempre por saludar a sus “amigos invisibles”.

A pesar de no haber completado su educación primaria en una escuela casera, como ocurriera a muchas jóvenes crecidas en la era de Gómez, mamá mostraba entusiasmo por las charlas de don Arturo, en quien encontraba acaso el gran maestro que nunca tuvo. Por su parte, habiendo concluido el bachillerato en el liceo Andrés Bello, aunque no los estudios de medicina en la Universidad Central, papá admiraba la erudición de Uslar Pietri; pero sobre todo simpatizaba con el otrora ministro de López Contreras y Medina Angarita por ser intelectual y político desmarcado del establecimiento de Puntofijo, del cual papá fuera crítico desde aquellos años sesenta de mi infancia. De entonces lo recuerdo repitiendo el famoso lema “Arturo es el hombre”, al votar por el fundador y candidato del Frente Nacional Democrático, aunque este terminara ampliando la base del gobierno de Raúl Leoni.

Es probable que fueran acompañadas por otro tema musical en sus inicios en Radio Caracas Televisión, en noviembre de 1953; pero las primeras emisiones de Valores humanos que alcancé a ver de niño abrían con acordes de la Primavera de Vivaldi, si bien por entonces no reconocía yo la pieza. El anfitrión discurría sobre temas y personajes aparecidos y por aparecer en mis cursos de primaria y bachillerato: desde el mecenazgo de los Medici en el renacimiento florentino, hasta la genealogía de Carlos V y la conformación del imperio donde no se ocultaba el sol. Recuerdo ambos episodios, en especial porque las charlas me ayudaron para tareas escolares. Lástima que el retrato hecho por Ticiano del emperador, o el busto de Lorenzo el Magnífico tallado por el Verrocchio, entre otras imágenes catódicas que vi por vez primera en Valores humanos, aparecían borrosas en la pantalla blanquinegra del Admiral que se tornaba vetusto a comienzos de los setenta.

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Fue en 1971, si no me equivoco, cuando algunas emisiones de Valores humanos discutieron un tema, que por sus repercusiones inmediatas y el seguimiento que pude hacerle a través de su obra, considero mi primer encuentro con Arturo Uslar Pietri. Incluido después en Fantasmas de dos mundos (1979), el debate abordaba la peculiaridad y el aporte de España y sus naciones descendientes al acervo artístico y cultural de Occidente; era una reacción a la omisión de tales contribuciones por parte de lord Kenneth Clark en la serie televisiva Civilisation producida y transmitida por la BBC a finales de la década anterior. Como para reforzar su respuesta al historiador del arte y profesor de Oxford, Uslar estableció una interesante analogía entre la posición periférica de Latinoamérica y la de Rusia con respecto a Europa occidental. Tal comparación resultaba válida no sólo respecto del papel secundario de ambos bloques en el pensamiento racional o la inventiva tecnológica, sino especialmente reveladora en las manifestaciones de la cultura creativa, donde ponderó el humanista venezolano la mayor peculiaridad y el mejor aporte del ser hispanoamericano en Occidente.

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“No podríamos tener, y sería totalmente anti-histórico que la esperáramos, la posibilidad de una creación kantiana, hegeliana o marxista entre nosotros, pero en cambio ha habido y merece ser mejor conocida y comprendida la peculiaridad latinoamericana del pensamiento de Occidente que se ha manifestado, como lo hizo entre los rusos, más original y poderosamente en la literatura de creación, en la novela o en la poesía, que en la elucubración filosófica o crítica”.

Leyendo las interpretaciones que también por aquellos años hiciera Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario (1976), junto a las del mismo Uslar sobre la revolución como respuesta a los mitos modernos del bon sauvage y la utopía, pensé más tarde que el marxismo sí había tenido una reinterpretación americana que don Arturo parecía olvidar en ese alegato. Pero ello en todo caso reforzaba su respuesta al tácito cuestionamiento de Clark sobre los aportes hispanoamericanos a la civilización occidental.

Y había mucha más tela que cortar. Como lo mencionó en los Valores humanos dedicados a esta cuestión, así como en La otra América (1974) y Fachas, fechas y fichas (1982), entre otros libros, contaban no sólo los aportes latinoamericanos a través del caudal creativo, sino también de los productos naturales, las modas y las cuestiones introducidas en Europa por el descubrimiento de América: desde la papa, el caucho, el tabaco y el maíz, pasando por las innumerables especies naturales que Humboldt y Darwin utilizaran para ilustrar sus teorías de evolución natural; sin olvidar la humanidad de los indígenas que generara el mito del buen salvaje entre los utopistas primero y los enciclopedistas después; hasta desembocar en las revoluciones independentistas que avivaran las teorías socialistas y comunistas, mientras los exuberantes escenarios americanos ambientaban idilios románticos, de Atala a Paul et Virginie. Fue a propósito de ese debate entre televisivo y literario cuando escuché por vez primera, por cierto, de las obras de Chateaubriand y Bernardin de Saint-Pierre. Y para entonces, las imágenes nerviosas del Admiral blanquinegro habían sido sustituidas por las de un Sanyo a color, empotrado con radio y tocadiscos en el recibo de nuestra casa.

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Al calor de las corruptelas de la Gran Venezuela, crecía el respeto por Arturo Uslar Pietri, sobre todo después del retiro político del parlamentario y de su aceptación de la embajada en la Unesco ofrecida por el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Seguía yo a la sazón cultivando mi admiración personal por el autor de la columna “Pizarrón”, la cual afianzó mi hábito de leer El Nacional. Estudiaba entonces urbanismo en la Universidad Simón Bolívar (USB) y los pizarrones dominicales con frecuencia abordaban temas discutidos en mis cursos de economía y sociología, sobre todo referentes a los desfases entre los procesos de industrialización y desarrollo, urbanización y modernización en Latinoamérica y Venezuela. Y creo que fue buscando bibliografía primaria para uno de los cursos de sociología urbana, dictados por María Pilar García recién llegada de la Universidad de Chicago, cuando tropecé en la librería Soberbia con un ejemplar de La ciudad de nadie (1960).

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Hasta hallar en el anticuario de La Candelaria aquella edición de Losada con carátula mostaza, ignoraba que Uslar hubiese tocado tan de cerca el fenómeno urbano que descubría yo con fascinación, por lo que lo considero mi segundo encuentro con el pensador. Era un reporte penetrante del Nueva York de finales de los años 1940, desde donde el exiliado exministro reflexionara sobre “esa ciudad que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre”. Con ecos recelosos de arielistas como Darío y Rodó, resonantes también de los sociólogos alemanes de entre siglos, el humanista venezolano describió los prodigios y las miserias de la metrópoli yanqui erguida en capital del mundo desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Distinguiendo rasgos reminiscentes del mercantilismo e instrumentalización de los valores y las relaciones humanas reportados por Georg Simmel para Londres y Berlín antes de la Gran Guerra –en su texto seminal sobre “Las metrópolis y la vida mental”, aparecido en 1903–, Uslar Pietri resaltó la “uniformidad que impresiona” entre los neoyorquinos, quienes semejaban “una artificial casta de termitas deformados para el trabajo”, con el solo afán de acumular toda la riqueza del mundo. Por ser “gentes vendidas al tiempo” –como los apresurados sujetos de Simmel– sus estaciones ferroviarias se le antojaron a don Arturo “los templos de un monstruoso dios del tiempo que devora los hombres”; eran “templos del Moloch de Manhattan, que es el tiempo”, el cual era a la vez “el mito fundamental de la isla y de sus prisioneros”.

Desde sus atestados bulevares hasta las colosales estaciones de Montparnasse o Saint-Lazare, la Ciudad Luz de finales de los años veinte, vivida por el joven abogado como agregado en la Legación de Venezuela, hubo también de exhibir mucho de esa despersonalización metropolitana atribuida por el autor a la nueva capital del mundo. Aunque este no llegó a reconocérmelo en las entrevistas que le haría, la Nueva York de Uslar, “ciudad universal que a nada se parece” recuerda asimismo rincones sombríos de la Grosstadt desnaturalizada descrita en La decadencia de Occidente (1918) por Oswald Spengler, cuya influencia sí reconoció repetidamente Uslar en términos de filosofía de la historia. No sólo por ser la “isla de los solitarios”, el Manhattan de posguerra evidenciaba la mecanización spengleriana en la artificialidad de su paisaje; en la incultura delatada por “el hombre que almuerza con sándwich y coca-cola en el mostrador de una farmacia de Nueva York”; así como en el eclecticismo arquitectónico de los rascacielos, que no son sino “inmensos cimientos habitados, sobre los que, en los dos o tres últimos pisos de la cúspide, se posa, como un buque encallado sobre un arrecife, una mansión gótica, un templo románico o un palacio del Renacimiento”. La profecía spengleriana sobre el desarraigo de los seres metropolitanos, así como el alerta que haría Arnold Toynbee en Ciudades en marcha (1970) sobre la diáspora suburbana de los habitantes de las megalópolis modernas, asoman en la conclusión uslariana sobre los habitantes de esa ciudad de nadie: “Llena de feria y poblada de gente de paso. Todos son pasajeros”. Es una conclusión predicada entonces por la sociología urbana sobre muchas ciudades contemporáneas e históricas, pero que Uslar pareció reservar para la metrópoli gringa, pensé yo al cotejar La ciudad de nadie con textos de mis cursos.

No obstante su secularización, mucho de sagrado conservaba esa metrópoli del capitalismo industrial y la tecnificación, tal como Uslar sintió al contemplar su prodigioso tapiz nocturno, bordado de luces en los rascacielos, alcanzando refulgencia casi religiosa. La epifanía urbana no estaba exenta de la soledad sobrecogedora resonante en pasajes de The Waste Land (1922). Pero más que en Eliot, pensó el entonces profesor de la Universidad de Columbia en la devoción de Whitman por esa capital de la mecanización, que lo era a la vez de la democratización y la tolerancia tan estadounidenses. “Aquí la lección profunda de la aceptación. Ni preferencias ni exclusiones/ El negro con su cabeza lanosa, el malvado, el enfermo, el ignorante, no son excluidos”, había sentenciado el autor de “Song of the open road” (1856/81), en loa de la gran calle neoyorquina, epítome de la democracia urbana en Occidente.

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Fotografía de Leo Matiz

Fotografía de Leo Matiz

En vista de esos encuentros televisivos y literarios con Uslar Pietri, fue natural para mí, cuando me hice cargo del boletín de la Sociedad Venezolana de Urbanistas después de graduado, pensar en una conversación con el escritor que había regresado a Venezuela en 1979. Junto a mi colega Fabrizio Cecconi, priorizamos los temas urbanos, tanto históricos como contemporáneos, para la entrevista que nos fue concedida a mediados de 1983, en la casa de La Florida. Con un móvil de Calder colgando del techo y una pequeña escultura de Moore al lado del sofá; abrigando un bajorrelieve de Léger y un coloritmo de Otero, el porche trasero de la casona, mirando al jardín, proveyó escenario excepcional para aquel primer encuentro personal con una figura casi mítica para nuestra generación.

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Más allá de los tópicos estrictamente urbanos registrados en la entrevista, varios de ellos derivados de la relación entre cultura y civilización, identidad y desarraigo abordados en La ciudad de nadie, se tocaron otros que decidimos no publicar por razones de extensión. Recuerdo especialmente que, a propósito de una mención que hice sobre el arquetipo del buen salvaje retomado por Carlos Rangel en su obra, así como por el mismo Uslar en La isla de Robinson (1981), nuestro anfitrión señaló, desde la perspectiva más propia del humanista que del pensador político, un aspecto de la genealogía del mito que ayuda a explicar su conflictividad en las propias tierras americanas que le vieron nacer. Estableciendo que el pensamiento revolucionario en Occidente había arrancado con la Utopía de Moro, el autor recordó que la imagen que esta obra tomara del buen salvaje procedía, ultimadamente, de las tempranas impresiones del descubrimiento reportadas por Colón y Vespucci, entre otros. Siendo una suerte de “elaboración intelectual” de las noticias colombinas sobre el paraíso americano, el reino de Utopía recreado por el canciller inglés estaba por ende, para el humanista venezolano, asociado a la génesis de la “idea revolucionaria” en Occidente.

De una antigüedad rayana con los mitos platónicos, la arcádica utopía americana de una “sociedad natural mucho más justa” puede entonces verse, leí después en “América y la revolución”, como la fuente más primaria para el temprano humanismo moderno, desde Erasmo, Montaigne y Bacon, hasta Rousseau y los enciclopedistas franceses. Claro que para Uslar ese socialismo primitivo, heredero de la utopía renacentista y originario del Nuevo Mundo, tiene todavía una resonancia y semejanza humanísticas, anteriores a la reductora y científica interpretación marxista; porque aquel temprano “mito revolucionario” dice, “muy sencillamente, que los hombres pueden ser felices no porque alguien lo haya imaginado, sino porque así ocurre y está ocurriendo en el momento en que lo están escribiendo, está ocurriendo en alguna parte del mundo. Y si en Europa no existe esto es porque Europa ha degenerado, es porque Europa erró el camino, es porque Europa se corrompió y se desvió…”.

Siendo ambos sujetos de esa suerte de socialismo primitivo en su temprana modernidad, uno de cuyos principios parece ser la propiedad pública de la tierra asentada en Utopía, es iluminador entonces el parentesco establecido por Uslar entre el buen salvaje colombino y su descendiente rousseauniano. Pensé yo más tarde que este último no necesariamente permanece, como idealizaban las guerrillas latinoamericanas de la segunda posguerra, en agreste y conflictiva oposición a la sociedad corruptora y al Estado degenerado. El homme heureux et bon del pensador suizo estuvo siempre llamado a suscribir, como este mismo estableciera, un pacto social mediante el cual “pone a disposición su persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general”, mientras cada miembro recibe y se siente como una “parte indivisible del todo”. Y esta persona pública constituida por la unión de todos los buenos salvajes no es otra que la Ciudad, a pesar de quienes hayan querido exacerbar una bucólica y anárquica interpretación del autor de Du contrat social (1762), lo cual conviene recordar para reforzar la desideologización del mito iniciada por Rangel y Uslar.

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La entrevista de 1983, junto a la lectura de Fuegos bajo el agua, publicado por Isaac J. Pardo aquel mismo año, me atrajeron hacia los derroteros de la utopía moderna y el socialismo decimonónico, estimulado además por la maestría de filosofía que por entonces inicié en la USB. Por ello volví a ensayos de Uslar y algunas emisiones de Valores humanos, programa que había iniciado una nueva etapa en Venezolana de Televisión, después del regreso del exembajador en 1979. Como bien señalaba este en Fantasmas de dos mundos y Oraciones para despertar (1981), después del Enciclopedismo, aquel mito americano había insuflado de manera indirecta el naturalismo e igualitarismo de la Revolución francesa, así como la propiedad comunitaria del socialismo decimonónico, tanto en la vertiente utópica de Saint-Simon y Proudhon, de Cabet y Fourier, como en la científica de Marx y Engels. Pero a pesar de que España era la nación europea más llamada a conocer y asimilar el mito del buen salvaje, la propia conflictividad del proceso de conquista y colonización – que más bien ensombreció el retrato hispano del indígena con los improperios sobre su bestialidad, contra los que se alzarían las voces de Las Casas y Vitoria – terminó haciendo que el mito llegara a la España borbónica tardíamente, mediante la Ilustración francesa venida con las reformas de Carlos III. Bien advirtió el autor de “Somos hispanoamericanos” sobre la paradoja histórica que nos ayuda a entender parte de la conflictividad del buen salvaje en su propia tierra nativa:

“Podríase, con alguna simplificación pero sin gran desacato a la verdad, decir que la concepción utópica, de la que nace el pensamiento revolucionario moderno y que es una consecuencia de la visión del ‘buen salvaje’, no surge en España sino que llega tardíamente como afrancesamiento, porque los españoles tenían del indio una experiencia secular que no les daba base para una concepción utópica y literaria”.

Así, el mito utópico de sustrato americano había tomado, para Uslar, rumbos diferentes en la Europa nórdica, más dada a la idealización de la originaria arcadia indígena; por contraste con la meridional, cuyas metrópolis tuvieron que rechazar, por razones principalmente militares, la prístina concepción sobre la bondad natural del indio, aunque eventualmente transigieran ante el reclamo eclesiástico sobre su humanidad. Por ello concluyó el autor de “América y la revolución” que el mito del buen salvaje “prospera en los pueblos que más tardíamente llegaron a un conocimiento directo de la realidad americana, y se mantiene en ellos, y es en ellos donde surge el pensamiento revolucionario. En España no surge”. Se apuntaba así a un raro desencuentro geográfico, histórico e ideológico que daría pábulo a una suerte de resentimiento en las otrora colonias: el arribo tardío del mito del buen salvaje y su mundo comunitario al orbe hispanoamericano produciría, a la postre, un rescate anacrónico y mediatizado en la Latinoamérica del siglo XX, a través de una alambicada genealogía revolucionaria destilada en la Europa nórdica, de Moro a Marx.

Discutimos por entonces en cursos de filosofía con Ángel Cappelletti que la República utópica no era propiamente revolucionaria sino más bien igualitaria, descansando de hecho sobre una base centralizada, modelada a la manera de la República platónica; pero está claro que la idealizada visión de los habitantes utópicos y sus estructuras sociales se inspiraba en los reportes que Moro conociera de las comunidades del Nuevo Mundo. Debatimos también que el antecedente común de los bondadosos habitantes de Utopía y otras ciudades ideales del Renacimiento, era el buen salvaje americano, el cual conjugaba para los europeos, como lo ha resumido Jean Servier, la belleza física de los indios con una buena naturaleza, así como una especie de “pureza primitiva cercana a la inocencia infantil”. Posteriormente, ese buen salvaje americano inspiró también al Emilio de Rousseau y del Enciclopedismo, con la salvedad de que este sujeto se torna más cívico y se desenvuelve en contextos más seculares; asimismo ocurriría, mutatis mutandis, con el obrero del socialismo utópico y el proletario del marxismo, los cuales devienen progresivamente urbanos y hasta metropolitanos. Frente a esta genealogía, quizás precisamente por no haberse urbanizado el buen salvaje en el mundo cultural hispano durante la modernidad, como lo advirtiera Uslar Pietri a propósito del mito revolucionario, el guerrillero latinoamericano aparece como un salto atrás en términos cívicos y seculares. Y de allí también que el significativo título y recorrido del libro de Rangel, aunque atrevido y discutible, resulte revelador de la extemporánea mutación del mito entre las izquierdas del Nuevo Mundo.

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Regresado de Londres y reinsertado como profesor en la USB después del doctorado, inicié en 1998 una investigación sobre el imaginario de la urbanización entre la intelectualidad venezolana. Arturo Uslar Pietri fue, por supuesto, una de las primeras figuras cuyo pensamiento quise rastrear. Consideré esta vez su ensayo sobre “La Caracas que no fue” (1991), a propósito del irredento plan urbano de 1939, coordinado por el ingeniero francés Maurice Rotival, así como la relectura de ensayos y novelas sobre el tema. Entre la literatura secundaria, junto a la obra de Astrid Avendaño, me fue de gran utilidad la compilación sobre Los artículos de Pizarrón, publicada en 1996 por Francisco Barbadillo. Con la gentileza que le caracteriza, mi antiguo profesor de lengua y literatura me consiguió una entrevista con el intelectual, fijada para el ocho de octubre de 1998.

Viudo y nonagenario en la casona de la avenida Los Samanes, don Arturo había seguido rezando la letanía sobre el extravío de sus compatriotas en el laberinto urbano del petróleo. Sin embargo, su tono no alertaba ya, como en De una a otra Venezuela (1949), ante una urbanización todavía en proceso, sino más bien lamentaba las aglomeraciones que habían trastocado irreversiblemente nuestro mapa territorial y cultural, cuyas manifestaciones más patéticas eran, según él, las rancherías que contorneaban las urbes venezolanas. Ya en la entrevista de 1983, al preguntársele sobre las posibilidades de nuestras ciudades para crear y ofrecer algún día verdadera vida civilizada, no obstante las falencias inveteradas, Uslar Pietri apuntó a distorsiones muy profundas de la urbanización, incluyendo el descontrol urbanístico:

“Yo creo que lo que ha marcado más el proceso de urbanización en Venezuela es la falta de dirección, la falta de concepción y la falta de sentido de lo que se iba a hacer. Las ciudades en Venezuela estallaron hace cuarenta, cincuenta años sin dirección alguna, sin planificación ninguna, gracias a un mal entendido populismo y paternalismo político que permitió que se crearan las barriadas que se han creado”.

Recién graduado y deslumbrado con el intelectual, como estaba yo en aquel primer encuentro personal, no alcancé a darme cuenta de que en el diagnóstico del exministro se cruzaban tres estratos históricos de crítica política, urbana y urbanística que ahora sí distinguía. En primer lugar, su reproche al populismo que, sobre todo durante la primera etapa democrática posterior al Nuevo Ideal Nacional, atrajo las masas a las ciudades, buscando engrosar las clientelas partidistas, estrategia también practicada en otros países de América Latina desde los años treinta. Pero desde el punto de vista urbanístico, la crítica de Uslar, junto a la de Juan Liscano, no era justa con respecto a la labor de la Comisión Nacional de Urbanismo (CNU) durante la década de 1950, así como con las sucesivas direcciones de Urbanismo y Planeamiento en el ministerio de Obras Públicas (MOP); en estas instancias se intentó llevar adelante un proceso planificador que fue referencia continental, especialmente después de la creación de Cordiplán en 1958. Pero era cierto que, en términos generales y a la postre, ese gran aparato planificador no pudo controlar el crecimiento urbano y las migraciones, permitiendo la marginalidad desbordada, lo cual era empero observable en otros contextos de Latinoamérica y el Tercer Mundo. Por lo demás, puede decirse que aquella maquinaria de planeamiento prestó poca atención – debido en parte a la falta de preocupación estética y espacial de la disciplina en la segunda posguerra – a la imagen urbana y calidad de diseño de las ciudades, sobre todo en la provincia venezolana. Y es en este sentido que, pude yo ahora argumentar en esta nueva entrevista, era más rescatable la crítica de mi interlocutor, ya que los resultados de proyectos urbanos en las décadas de los sesenta y setenta habían sido pobres, aunque fuera discutible parte del razonamiento por el que allí desembocara el otrora ministro, quien nunca perdonó a las facciones perpetradoras del golpe de 1945. De allí que, como evidenciara su participación en el grupo los Notables respecto de otras deudas institucionales, puede decirse que el caos urbano fue desde entonces para Uslar suerte de alegoría de los tumbos políticos del Nuevo Ideal Nacional y de la democracia de Puntofijo, como también lo fueron para su coetáneo Liscano, después de distanciarse de los partidos.

La contraposición entre los trinomios desarrollo-identidad-civilización, por un lado, y subdesarrollo-anomia-incivilidad, por otro, fue reiterada por Uslar en la conversación que sostuviéramos en 1998, con especial referencia al caso irreversible de Caracas. Ya para entonces, esa interpretación maniquea y hasta contradictoria de don Arturo había asomado también a propósito de su fatalismo sobre el futuro demográfico de América Latina, después de la publicación en 1996 del informe de las Naciones Unidas sobre el estado de la población mundial. Si bien Uslar aceptaba que la ruptura del “equilibrio entre el volumen de la aglomeración humana y el mantenimiento de un espíritu colectivo” puede también ocurrir en megalópolis del mundo desarrollado, pareciera que estas conservaban, para el aristarco, un cierto orden y carácter propios perdidos irreversiblemente en las “descomunales aglomeraciones, sin ningún sentido humano” del Tercer Mundo. Era la negación terminal del autor en uno de sus pizarrones postreros sobre ese tema que le obsesionó, significativamente titulado “Ciudad y civilización”.

Fue el último pizarrón de Uslar que recorté de El Nacional, como solía hacer con tantos otros reunidos por décadas; pero antes de ser archivado, esta vez el texto sirvió de base a un examen pasado a mis estudiantes de introducción a la ciudad y el urbanismo, poco después de realizar la entrevista. Mientras releía el recorte en el aula de la USB donde tantas veces había mencionado al prohombre venezolano, no podía borrar la imagen del anciano amable pero disneico con quien había conversado hacía pocas semanas; tan pronto lo vi supe que habría de cuidar de que el tiempo de la entrevista no se extendiera más allá de una hora y media, tal como me había advertido la asistente al recibirme en la casona de La Florida. Y por contraste con el de ese último encuentro, recordé al Uslar Pietri incansable y elocuente, quien saludaba a sus amigos invisibles a través de la pantalla blanquinegra del Admiral que nos obsequiara tío Guillermo en el apartamento de San Bernardin