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Dictaduras: de la locura al punto de quiebre; por Wolfgang Gil Lugo

De izquierda a derrecha: Francisco Franco, Fidel Castro, Augusto Pinochet y Kim Jong-un

De izquierda a derecha: Francisco Franco, Fidel Castro, Augusto Pinochet y Kim Jong-un

“Toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo” Octavio Paz

El término “quiebre” tiene su origen etimológico en la lengua latina. Para ser más específicos, en el verbo crepare, que se asocia a las ideas de “estallar”, “romper con estrépito”, y que se traduce como “crujir”. “Quiebre” deriva del verbo quebrar, es decir, romper algo, especialmente de forma violenta y sin que lleguen a separarse del todo sus partes. El verbo se asocia a fracturar, doblar, interrumpir o traspasar.

La noción de quiebre está indisolublemente vinculada al tiempo. Supone la distinción entre un antes y un después. “El paro cardíaco que sufrí hace dos años fue un quiebre: recién entonces comprendí que tenía que prestar más atención a mi salud”. En este caso, el accidente orgánico supuso un suceso que modificó la existencia de una persona, y que le condujo a tomar conciencia de los cambios indispensables para continuar con vida.

Las dictaduras son sistemas. Por lo tanto, deben renovarse para sobrevivir, pero las dictaduras tienen problemas para hacerlo, pues el más mínimo cambio pone en peligro la dominación. Por eso las dictaduras se hacen rígidas e inflexibles y esa rigidez es la que provoca el eventual quiebre.

Un quiebre, en consecuencia, está asociado al cambio abrupto. Las modificaciones que se producen de manera gradual o dentro de un proceso no se consideran quiebres. Estos, por lo tanto, pueden ser traumáticos; suelen presentarse como el impulso necesario para un cambio positivo.

Para algunas dictaduras el quiebre se produce a largo plazo. Logran sobrevivir por varias generaciones de la población, como son los casos de Franco en  España, de Stroessner en Paraguay, Mao y el partido comunista en China, los Castro en Cuba y Kim Il-Sung y sus descendientes en Corea del Norte. Para no sufrir amenazas, tales regímenes someten a la sociedad a inmensas presiones y tensiones.

La dictadura de Corea del Norte ha logrado sostenerse por casi setenta años. Su forma de gobierno es sucesoral en el mejor sentido de los reinados absolutos. La corona es hereditaria. El mando pasó desde el patriarca original, Kim Il-Sung, el abuelo, a través de su hijo, Kim Jong-il, hasta el actual tirano, Kim Jong-un.

De la misma forma, el régimen dictatorial de Cuba ha logrado subsistir por cincuenta y nueve años y Fidel, el dictador, mantuvo las riendas de la sociedad hasta su muerte. Poco antes, enfermo y muy disminuido, abdicó a favor de su hermano Raúl, octogenario de un perfil más bajo, pero en la misma línea tiránica.

El punto de quiebre de Pinochet

Al sometimiento de Pinochet se le conoció con el eufemismo de “régimen militar”. Fue el período de la historia de Chile comprendido entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990, durante el cual se cometieron sistemáticas violaciones de los derechos humanos, registrándose al menos 28.259 víctimas de prisión política y tortura. El número de asesinatos políticos, de acuerdo a las cifras finales de la Comisión Rettig y las de la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, arrojó 2.095 ejecutados políticos y 1.102 detenidos desaparecidos.

Chile experimentó una notoria transformación económica, política y social. El régimen se caracterizó por un modelo de autoritarismo extremo, establecido sobre principios emanados de la extrema derecha, tales como el anticomunismo, la prohibición de los partidos políticos (hasta 1987), la censura y violación expresa de la libertad de expresión, la disolución del Congreso Nacional (sustituido por la Junta de Gobierno) y la carencia absoluta de democracia. Aunque originalmente tuvo un neto carácter militar, con el paso de los años fueron incorporándose colaboradores civiles.

En lo estrictamente económico, significó un cambio radical de orientación del Estado, de un rol productor e interventor a uno de tipo subsidiario, inspirado en las doctrinas económicas neoliberales. En lo social, se impuso el dominio sin contrapeso de los sectores empresariales, el aumento sostenido de la desigualdad de ingreso, junto con un incremento en la precariedad e inestabilidad laboral de los sectores asalariados. En lo cultural, dio lugar al denominado «apagón», caracterizado por la represión de cualquier manifestación considerada contraria a la línea oficial.

En 1980, tras un irregular plebiscito, fue aprobada una nueva constitución en la que Pinochet reafirmaba su cargo como Presidente de la República, mientras la junta de gobierno se circunscribía al poder legislativo. El texto constitucional estableció también una serie de disposiciones que permitirían el retorno a la democracia como consecuencia del resultado del plebiscito del 5 de octubre de 1988. En el mismo, el pueblo chileno negó a Pinochet un nuevo mandato, y en consecuencia se celebraron elecciones presidenciales al año siguiente. La dictadura militar acabó con la entrega de mando de Augusto Pinochet al nuevo presidente, Patricio Aylwin, iniciándose así un nuevo período histórico de transición a la democracia.

El punto de quiebre de Fujimori

La dictadura de Fujimori duró 10 años en el poder, periodo que se caracterizó por la corrupción, el terrorismo de Estado y las violaciones a los derechos humanos. El 10 de junio de 1990, Fujimori gana las elecciones presidenciales al futuro Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. En 1992, disolvió el Congreso con apoyo militar, asumiendo unos poderes absolutos que mantiene hasta 1993, siendo considerado como un autogolpe. Captura a líderes de los grupos insurgentes Túpac Amaru y Sendero Luminoso. En 1995 es reelecto presidente y en las elecciones del 28 de mayo de 2000 asume un nuevo mandato en unos comicios cuestionados por ser inconstitucional su reelección.

El Perú no resiste más la dictadura y Fujimori no soporta la presión política: huye del Perú en noviembre del 2000, renunciando al cargo de Presidente por medio de una carta que envía al Parlamento mientras se encuentra en Japón, donde permanece 5 años, gracias a su doble nacionalidad. Finalmente es capturado en Chile y extraditado. En 2009 es condenado a 34 años de prisión por distintos cargos. Actualmente sigue en prisión.

A la historia de Fujimori se asocia la figura de Vladimiro Montesinos, quien fue la ‘‘eminencia gris’’ tras el gobierno de Fujimori en lo que respecta a todo tipo de trabajos sucios. Se vio envuelto en numerosas acusaciones de corrupción, narcotráfico, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, y organización de grupos paramilitares que operaban al margen de la ley. Después de la renuncia de Fujimori, el paradero de Montesinos fue incierto durante casi un año, hasta que fue capturado en 2001 en Venezuela. Fue juzgado y condenado a 25 años de cárcel por las matanzas de Lima y tiene pendiente otros juicios por narcotráfico y peculado.

Síntomas de la proximidad del punto de quiebre

El primer síntoma: Las crisis económicas son la principal causa de deterioro de la estabilidad de los regímenes tiránicos, de acuerdo a un estudio estadístico sobre 137 países [1]. Por nuestra parte, sabemos que las crisis se caracterizan porque las cosas dejan de funcionar, y esto puede estar motivado por la ceguera ideológica, el irrespeto a las reglas, las extralimitaciones o la ceguera de la codicia. Todas formas del pensamiento maniático.

El  segundo síntoma: empleo de la represión para resolver las consecuencias de las crisis económicas o políticas. De acuerdo al mismo estudio, la represión es una de las estrategias, aunque no la única, que tienen las dictaduras para enfrentar esas crisis. Podemos agregar que la represión es la estrategia de más baja calidad, la que más compromete la cordura.

En cuanto a la asociación entre dictadura y represión, los investigadores lograron determinar el siguiente patrón. Aunque en tiempos de bonanza económica la economía vuelve innecesaria la represión, con las crisis, los dictadores recurren a ella para mantenerse. Pero la clave aquí está en el grado. Clasificaron los distintos regímenes en una tabla del 0 al 8, de la ausencia de represión hasta la más agresiva, la que compromete la seguridad y la vida de las personas. Comprobaron que mientras las limitaciones de las libertades políticas, la censura o la represión selectiva sirven para apuntalar el régimen, la represión extrema en forma de torturas o eliminación física de la oposición, es un buen predictor de caída de un régimen dictatorial.

El tercer síntoma: el aislamiento de la comunicad internacional. Esto implica que se impone el discurso interno sobre el discurso coherente que tienen entre sí las naciones democráticas. El ensimismamiento es una de las características de la enfermedad mental.

El cuarto síntoma: la inflación de la posverdad, es decir, el discurso ideológico se expande y se radicaliza. Al igual que Humpty-Dumpty,  personaje  de Alicia en el país de las maravillas, el tirano afirma: “Cuando uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos…”. Los tiranos hacen tanto uso de sus reflejos condicionados retóricos, hasta que se convierte en evidente la mentira de la posverdad. La posverdad se caracteriza por el doble-habla orwelliano; en otras palabras, haz lo que digo, pero no lo que hago. Verbigracia: “la riqueza es mala”. Para ti, no para mí.

Quien habla desde el poder espera que la gente se someta al ideal explícito, pero implícitamente se debe reconocer que los que detentan el poder serán exceptuados de su cumplimiento. En los regímenes comunistas, por ejemplo, ese principio se ve ilustrado por la frase “todo lo tuyo es mío (explícito: haz lo que digo), pero lo mío es mío (implícito: no lo que hago)”.

Otro ejemplo de doble-habla es la defensa de la soberanía popular cuando realmente se trata de defender al soberano. Se pasa de forma subrepticia del poder que reside en el pueblo al poder que reside en el autócrata. Tiene lugar un deslizamiento del significado desde la democracia al autoritarismo. La soberanía del pueblo se instauró para quitársela a los reyes, pero esta posverdad utiliza una falacia de anfibología para devolver el poder absoluto a los tiranos en nombre del pueblo. Como decía Abraham Lincoln: no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. En su confusión mental, el dictador insiste en sus mentiras habituales y termina creyéndoselas.

Otro síntoma es la división, la fractura en el poder. Los excesos, los abusos tiránicos se vuelven tan exponenciales que hay sectores dentro de la dictadura que no están dispuestos a pagar sus consecuencias y se desmarcan, haciéndola cada vez más débil.

El ocaso de los déspotas

La gran satisfacción moral del demócrata es ver la caída, el punto de quiebre, de los regímenes autoritarios. Cuando ello sucede, se cumple lo que afirmaba Churchill:

“La dictadura […] es una cosa efímera, un estado de la sociedad en el que no pueden expresarse los propios pensamientos, en el que los hijos denuncian a sus padres a la policía; un estado semejante no puede durar mucho tiempo”

En el film La caída (Oliver Hirschbiegel, 2004), se narra la locura de Hitler en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Ahí se observar cómo los oficiales alemanes están de acuerdo en que el Führer desvaría y ha perdido su sentido de la realidad. En una escena vemos a Hitler hablar de su política de tierra quemada. Planea destruir todo antes de la llegada de los aliados. Albert Speer ruega misericordia para el pueblo alemán, a lo que Hitler responde que si no sobreviven a esta prueba, son demasiado débiles y deben ser exterminados.

Ante el punto de quiebre, algunos dictadores asumen un comportamiento abiertamente desquiciado: la ‘‘radicalización acumulativa’’, término acuñado por el historiador Hans Mommsen, el cual consiste en una orgía de destrucción y autodestrucción. Deciden que no abandonarán el poder de forma negociada, y que lo mejor es reprimir, sacrificar al pueblo antes de arrojarse al abismo.

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[1] Dag Tanneberg , Christoph Stefes & Wolfgang Merkel: “Hard times and regime failure: autocratic responses to economic downturns”, Contemporary politics, Vol. 19, 2013, Pp. 115-129.

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