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Lo que no pasó en Tiananmén; por Gabriel Méndez

Fotografía de Gabriel Méndez

Fotografía de Gabriel Méndez

Mi estimado profesor y amigo, Leo Álvarez, comentó en alguna de sus clases de documentalismo la respuesta que un connotado fotógrafo de conflictos le había dado frente a los cuestionamientos éticos que deben hacerse cuando se usa la imagen estética como herramienta de comunicación. El distinguido miembro de una las más poderosas agencias de fotografía del globo le habría dicho, a modo de confesión: “War is a fun place for us photographers” [La guerra es un sitio divertido para nosotros los fotógrafos].

Sí, es cierto que nuestra búsqueda apunta a la construcción de un discurso visual que sigue cánones estéticos, aun en las condiciones más dolorosas. Pero nada nos prepara para presenciar el horror y, menos aún, asumirlo como norma y relativizar su poder destructivo. Junto a Leo y la mayoría de colegas con quienes me he formado en este complejo oficio, me niego a olvidar que la dignidad de quienes fotografiamos es lo primero: a ellos nos debemos; contamos sus historias, lloramos sus penas.

Como ser humano, como venezolano, como abogado y como fotógrafo, me niego a no tomar partido y a no plantar rostro frente a la injusticia y el horror. El humo, el fuego y sus cadencias de luz, son acaso metáforas de nuestro propio dolor e impotencia. No trampas estéticas de una maquila de imágenes. Y no, la guerra no se hace hermosa por consuetudinaria y, muchísimo menos “divertida”. Sus horrores son siempre escalables y jamás estaremos preparados para la próxima degeneración, a riesgo de perder nuestra humanidad.

Hace apenas un mes, al inicio del proceso de las manifestaciones en contra del gobierno de Nicolás Maduro, se denunciaba el uso de gases tóxicos contraviniendo cualquier protocolo mínimo de seguridad y control de orden público. En el decurso, nos escandalizamos porque los gases usados para reprimir expiraron hace lustros, además de ser empleados a mansalva, ya no sólo en el transcurso previsible de una manifestación, sino también en residencias, centros de salud y escuelas.

Vimos enfermos siendo evacuados de centros asistenciales. Vimos a niños huir de escuelas, asfixiados. Y los muertos ya se cuentan por decenas. ¿Cuántos siglos de expectativas de vida truncadas acumulamos ya?

Ir y venir en medio de detonaciones, en una coreografía de avances y retrocesos de manifestantes y cuerpos de seguridad, agudiza los sentidos y enciende las alarmas. Pero la observación más atenta no puede prever jamás el próximo paso del terror. Fui testigo, junto a miles, del acto más abominable que me haya tocado experimentar. No hubo danza. El 3 de mayo de 2017, cuando miles de manifestantes pretendían acudir a la sede del Poder Legislativo en rechazo a la iniciativa constituyente, la represión fue más perversa que nunca. Un escudo de diputados en primera fila no sirvió para proteger la voluntad del pueblo que los acompañaba y fue obligado a retroceder bajo el efecto asfixiante del gas y las detonaciones.

Replegados ya en Altamira, mientras Nicolás Maduro bailaba en televisión, se produjo una nueva embestida. Un número incontable de bombas fueron lanzadas sobre el cuerpo casi desnudo de los manifestantes, protegidos con escudos de mdf y cascos de franela. Unidades blindadas de fabricación china embestían a una multitud inerme. Y como era previsible, la tragedia ocurrió. Ante mis ojos y los de muchos, a plena luz del día: uno de los manifestantes fue arrollado por la siniestra tanqueta en una maniobra brutal, no una, sino dos veces, para luego huir con el gozo de la impunidad que da la fuerza.

Fotografía de Gabriel Méndez

Fotografía de Gabriel Méndez

Aquel camastrón trituró el cuerpo de un joven. Lo que no pasó en Tiananmén ocurrió en Caracas. ¿Existe algún precedente de ataque tan vil y desmedido? ¿Puede el discurso del odio calar de manera tan honda y quebrar el espíritu de los uniformados al punto de despreciar el valor de la vida de otro venezolano?

Hoy me quebré y no me recobro. Lo recuerdo y me deshago en lágrimas. El horror está dispuesto a embestir. Y quiere arrollarnos.