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‘Paterson’ o lo maravilloso cotidiano; por Wolfgang Gil Lugo

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“Para ver el mundo en un grano de arena
y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora”
William Blake: Augurios de inocencia.

El romanticismo nos acostumbró a poetas que llevaron vidas atormentadas y rocambolescas. Son emblemáticas las inquietas existencias de Shelley y Lord Byron. Una relación especial con la experiencia constituye al poeta: donde los otros ven gris, él capta toda la gama de colores. Al no lograr mantenerse en ese estado beatífico de inspiración, los románticos experimentan la desgracia, el despecho, la neurastenia.

Los románticos sufrían estados de euforia para luego caer en largos periodos de depresión. De allí la necesidad de buscar experiencias extremas para salir del mundo prosaico. El cine se ha ocupado mucho de la vida de los románticos y de los cataclismos que marcaron su existencia. Tanto en lo exterior como en lo interior de sus almas. Numéricamente están en desventaja las películas sobre poetas de vida más equilibrada. Paterson (2016), de Jim Jarmusch, viene a engrosar este menguado grupo.

El Paterson de Paterson

El héroe de la nueva película de Jarmusch se llama Paterson (Adam Driver), quien no parece tener otro nombre. Desconocemos si este es su primer nombre o su apellido. Vive en Paterson, Nueva Jersey, con su esposa Laura (Golshifteh Farahani). Todos los días se despierta temprano, desayuna, sale de casa y va a trabajar como conductor, al volante del autobús Nº 23, con el rótulo “Paterson” en la marquesina.

Ritualmente hace un alto para el almuerzo. Al final del día regresa, endereza el buzón de la entrada de su casa y toma la cena. Más tarde, sacará de paseo al bulldog de su esposa, y dejará al animal fuera del bar mientras toma una cerveza. Allí, Paterson comparte con el cantinero Doc (Barry Shabaka Henley), con quien charla sobre el Salón de la Fama de la localidad que cuelga de la pared del bar, donde se rinde homenaje a celebridades oriundas de la ciudad como el comediante Lou Costello.

Si todo esto le parece poco excitante, usted descubrirá que esta rutina se repite a lo largo de la semana, excepto cuando la pareja va al cine a ver una antigua película de terror, La Isla de las almas perdidas (Eric C. Kenton, 1932), versión cinematográfica de La Isla del Doctor Moreau de H.G. Wells. Aunque la película es muy diferente a su rutina doméstica, el mismo Paterson logra encontrar una conexión: señala que Laura se parece a la actriz que interpreta a la Mujer Pantera.

Detrás de todos esos rituales cotidianos, el personaje tiene un secreto: una obsesión privada —conocida solo por su esposa—, que lo mantiene en el sótano por horas. El espectador puede llegar a sospechar que es un asesino en serie o un perturbado, los estereotipos habituales. Paterson hace algo aún más inexplicable: escribe poesía.

El poeta anónimo

Los poemas de Paterson no están destinados a la publicación. Su mismo autor no se preocupa de transcribirlos para preservarlos, sino que quedan confinados en un cuaderno. Esa actitud de desapego hacia sus propios escritos angustia a Laura. Los repasa en su hora de almuerzo o sentado al volante del autobús, antes de partir. Los lee en off, palabra tras palabra, como si le extrajese el lirismo a las líneas con su entonación.

Jarmusch está llevando a cabo un esfuerzo extraordinario por reflejar el estado de creación poética. Una hazaña que pocas películas intentan. El director quiere delinear lo que sucede en el alma del artista. Es algo así como bosquejar el jardín interior del que habla Bachelard, de ensoñaciones, recuerdos, fantasías y percepciones que pueblan la mente lírica.

Para ilustrar esto, Jarmusch escoge poemas de una sencillez diáfana y punzante. Los poemas son equilibrados y serenos como la superficie de un lago tranquilo. No hay nada de «la intolerable lucha /con palabras y significados» a la que Eliot se refiere en los Cuatro Cuartetos. Los poemas, que Paterson lee como propios, son creación de Ron Padgett (n. 1942), un poeta, ensayista, narrador y traductor estadounidense, miembro de la segunda promoción de la Escuela de Nueva York. Cuatro de dichos poemas fueron escritos para la película. Oímos un texto titulado Poema:

“ Estoy en casa.

Afuera está agradable: Tibio

El sol sobre la nieve fría.

El primero de la primavera,

o el último del invierno.

Mis piernas suben las escaleras y salen por la puerta,

mi mitad superior, aquí escribiendo.”

Los poemas son sencillos como lo es el propio personaje Paterson. En la descripción que realiza Jarmusch de este poeta anónimo, se percibe un alegato profundamente democrático. Exhibe acentos que evocan los cantos de Whitman a la república de hombres libres. Así como Hesíodo reivindicó la virtud del humilde trabajador frente a la excelencia de los aristócratas guerreros de Homero, Jarmusch muestra el valor del hombre ordinario, que puede poseer, bajo una apariencia prosaica, un rico mundo interior y un arte delicado.

La historia paradójica

En una primera aproximación a la película, uno puede llegar a sentirse incómodo. Da la impresión de que nada sucede. Acaso por eso fue excluida de toda nominación a los llamados “premios de la academia” en su última edición.

El ambiente de Paterson es sereno. Los días pasan, el clima es grato. Ninguna acción desemboca en drama. Jarmusch ha tejido el argumento con base en el concepto de anticlímax, es decir, de una situación en una trama en la que algo que parece difícil de resolver se resuelve a través de algo trivial.

El autobús se avería en la ruta, pero nadie sale lastimado. En cuanto a Laura, ella compra una costosa guitarra, pero eso no desemboca en una desavenencia conyugal. Ella pinta diseños simétricos en todas partes: en la falda, en la cortina de la ducha y hasta en los pastelitos que se hornea para vender en el mercado de los agricultores. Esa obsesión reviste una legítima necesidad expresiva que no comporta ninguna patología mental. Tampoco culmina en hecho trágico el intento de suicidio de un habitué del bar, donde el protagonista se ve obligado a intervenir para evitarlo.

Una segunda aproximación a la cinta revela que es mucho más enigmática de lo que parece. Se toma conciencia de su tratamiento meticuloso. Está irrigada de simbólicos detalles, como la discreta e insistente presencia de gemelos. Desde el punto de vista cinematográfico, cada encuadre nos proporciona pistas para descubrir la belleza oculta en un universo modesto. La dirección actoral también muestra una gran atención a las sutilezas. Tras el semblante apacible e inexpresivo de Paterson, sospechamos que hay una tensión interior por mantener la cordura. Es como si el director quisiera decirnos que la verdadera historia no está en el drama exterior; que hay que buscarla en otro lugar: en la sensible alma del poeta.

El poeta tras Paterson

El protagonista principal de esta historia es el conductor del que hemos venido hablando. La historia cuenta con tres coprotagonistas. El primero de ellos es la ciudad de Paterson, Nueva Jersey, la cual fue un importante centro industrial de los Estados Unidos, conocida como la «ciudad de la seda» por su posición dominante en la producción de ese tejido durante el siglo XIX. Con los años el lugar fue perdiendo relevancia. Hoy se le recuerda por ser el tema del poema homónimo de William Carlos Williams, quien nació en Rutherford, al sur de esta localidad. Este poeta es el segundo coprotagonista de la historia.

El poema Paterson fue publicado en cinco volúmenes, entre 1946 y 1958, durante el largo período de Williams como jefe de medicina pediátrica en Passaic General Hospital. En una de sus notas introductorias, Williams escribió:«Paterson es un largo poema de cuatro partes en el que un hombre es en sí mismo una ciudad que comienza, busca, realiza y concluye su vida de maneras que pueden ser encarnadas por los múltiples aspectos de esta –si se la concibe con imaginación».

Como ejemplo de ese enunciado, Williams deja que la ciudad hable:

“ Paterson descansa en el valle bajo las Cataratas Passaic,

sus aguas cansadas dan forma al contorno de su espalda.

¡Recostado sobre su derecha, con la cabeza cercana al estruendo

de las aguas que inundan sus sueños! Duerme sin pausa,

sus sueños deambulan por entre una ciudad que lo

ignora”.

También Jarmusch es consecuente al permitir que la ciudad se exprese. Frente a las mencionadas Cataratas Passaic, vemos al protagonista almorzar en un banco, mientras con respeto escucha el lenguaje de la naturaleza. Cuando va al volante del autobús, no entabla conversación con los pasajeros, prefiere escuchar sus charlas. Acompaña esa atenta audición con una placida sonrisa. Oye a una adolescente explicarla doctrina anarquista a un compañero de clases. En otra ocasión, escucha a dos obreros hablar sobre su vida amorosa. Igual de atento está, en el bar, a las fotos de la pared y a las incidencias de los clientes. Atesora todas esas percepciones con paciencia de coleccionista.

Después, somete todo ese material sensible a la alquimia de su imaginación. Como resultado de ese proceso, Paterson escribe, a mano en su cuaderno, el sismógrafo del corazón, poemas espontáneos en celebración de lo que los surrealistas llaman «lo maravilloso cotidiano».

Todo esto lo logra a través de una templada disciplina, partera de todo arte serio. La misma no debe ser diferente a la que se sometió el mismo William Carlos Williams, quien no disfrutó de la vida de un literato de éxito. Las rutinas en las que nuestro chofer de autobús ha enmarcado su vida, parecen deliberadamente diseñadas para producir ese estado de contemplación.

La beatitud de la vida sencilla

El tercer coprotagonista de este relato es un concepto: el estado beatifico de meditación lírica en que vive el personaje. Para el artista, su creación es el resultado del impacto de la vida sobre su sensibilidad. Un buen artista invierte tiempo y sabiduría al actuar como una placa fotográfica; su función es mantener su estado de recepción tan impresionable como le sea posible. Es lo que Keats denominó la «capacidad negativa» y la valoró como la más grande cualidad del poeta.

“(…) capacidad negativa, es decir, aquella por la cual un hombre es capaz de existir en medio de incertidumbres, misterios, dudas, sin una búsqueda irritable del hecho y la razón”. (…) “Un estado emocional caracterizado por la indecisión, la inquietud, la incertidumbre y la tensión que resulta de necesidades internas incompatibles o unidades de igual intensidad. Para poder crear auténtica poesía, hay que poder permanecer en lo que podrían ser estados conflictivos, sin intentar reducirlos a unidades racionales. La apertura de la Imaginación debe imponerse a la voluntad del yo poético de resolver las oposiciones y tensiones.” (Keats, Carta a los hermanos de diciembre de 1817, Hempstead, 22 de diciembre de 1817).

En otras palabras, la capacidad negativa consiste en la aceptación pasiva, aunque intensa, de la experiencia, abierta a captar las ambigüedades y contradicciones. A partir de esa percepción, la poesía cosecha intuiciones. Luego teje esa multiplicidad de intuiciones en una visión total, en un intento por ampliar la conciencia, por extender la esfera de lo viviente a lo inerte.

A esta capacidad negativa, el protagonista asocia un par de virtudes encomiables: el estoicismo, que se manifiesta en la radical aceptación de su existencia, y la superación del ego, que se evidencia en su humildad inquebrantable.

Dichas virtudes se hacen patentes cuando sus poemas son reducidos a añicos en las fauces del bulldog. Toma con resignación esa dolorosa perdida. En busca de alivio, se va a tomar un respiro frente a las cataratas. Allí se encuentra un misterioso personaje (¿un maestro Zen?) que le confiesa: «Yo respiro poesía». Esa es la gran lección de la película. La poesía no se restringe necesariamente a lo verbal, es un estado que le da sentido a la existencia.

Entonces Paterson asume el recomenzar, pero solo después de este encuentro con el hombre providencial que lo ha iniciado en las posibilidades infinitas de la página en blanco.