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Esperanza y libertad; por Héctor Silva Michelena

Base militar soviética abandonada en Mongolia / Fotografía de Eric Lusito

Base militar soviética abandonada en Mongolia / Fotografía de Eric Lusito

Decía el poeta Thomas Merton: “La esperanza que descansa en cálculos pierde su inocencia. Y también veracidad”. La esperanza se define como uno de los sentimientos más positivos y constructivos que puede experimentar un ser humano. La esperanza es aquel sentir que hace que un individuo construya hacia un futuro cercano o lejano una situación de mejoría o de bienestar. Es decir, la persona dispone de total confianza de que ocurrirá o sucederá aquello que espera. Para que tal sentimiento se haga presente, la persona debe contar con una actitud optimista, volviéndose entonces la esperanza en algo mejor, algo que por el contrario será muy difícil de sentir en casos de depresión, angustia o ansiedad.

A diferencia del optimismo, la esperanza es un tipo de sensación que surge generalmente ante situaciones determinadas y específicas, mientras que el optimismo es más bien una actitud constante hacia el modo en que se desarrollan los eventos en la vida de cada uno. La esperanza puede aparecer y desaparecer de acuerdo a las circunstancias y, al mismo tiempo que nos consideramos esperanzados sobre la resolución de un tema particular, podemos no sentir lo mismo cuando las circunstancias cambian. La esperanza es entonces descrita como un estado de ánimo y no como una actitud hacia la vida, aunque ambas cosas —la esperanza y el optimismo— pueden complementarse. Y es con este fin complementario, fundido en un propósito, que escribo estas líneas.

Puedo decir, pues, que la esperanza es un estado de ánimo optimista en el cual aquello que deseamos o aspiramos nos parece posible. En este sentido, la esperanza supone tener expectativas positivas relacionadas con aquello que es favorable y que se corresponde con nuestros deseos. La esperanza es lo contrario a la desesperanza, y, como tal, muchas veces sirve como asidero moral para no caer en el desaliento, para no perder la serenidad ni perder de vista aquello que se anhela alcanzar. De allí que la esperanza alimente positivamente nuestras aspiraciones.

La mitología griega explica el origen de la esperanza a través del mito de la caja de Pandora. Según cuenta la historia, Zeus, luego de que Prometeo le robara el fuego para dárselo a los hombres, se enfureció y regaló a Pandora, mujer del hermano de Prometeo, una caja donde estaban encerrados todos los males del mundo. Pandora, con una curiosidad innata infundida por los dioses, abrió la caja para ver su contenido y todos los males fueron liberados, pero la cerró rápidamente, quedando dentro únicamente la Esperanza. ¿Y cuál es el fin de esta esperanza fundida al optimismo? La libertad, pues.

Lo que Merton nos enseña es que la esperanza no puede, no debe erigirse sobre el cálculo económico o sobre frías cifras. Venezuela es un ejemplo terminante: llevamos más de tres años azotados por una profunda y extensa crisis societaria, sistémica, que ha sumido a nuestro pueblo en la pobreza, la enfermedad y la miseria, y, no pocas veces, en la desesperación. Las cifras dicen lo que el operador quiere, y, en el caso de gobierno actual, falsea la verdad. Otra cosa son los datos emanados de la honestidad, de la veracidad: en Venezuela son el altorrelieve de un dolor no sólo general dentro de una sociedad cada vez más conculcada, sino un relato de una la ideología totalitaria que, bajo una retórica revolucionaria, atenaza a toda la Nación.

¡La libertad! Si existe algo de divino en lo humano, eso es para los oprimidos el anhelo de libertad; un deseo de libertad contagioso que explica el devenir de la historia de la humanidad. A ese mismo anhelo responde el propio afán por reconciliar nuestras hondas creencias en la verdad y la libertad, a pesar de que la consecuencia de tal empeño fuera la soledad y el aislamiento. Una de las tesis más conocidas en este sentido es aquella que afirma que la historia constituye el desarrollo progresivo de la libertad. No se trata de una afirmación puramente historicista, pero puede relacionarse con una tradición de pensadores —entre los que se cuentan Locke, Leibniz, y más recientemente, Rawls y Nozick— que consideran que existen en la historia acciones humanas que conducen a los hombres hacia una comunidad de aire libre; que la historia es el escenario dramático de la lucha entre el bien y el mal, entre el poder absoluto y la libertad. Si la voluntad acompaña al hombre en este proceso, al final, a pesar de los errores y desvíos, la idea de libertad no se perderá para siempre.

Los hombres poseen una voluntad y una conciencia libres, son responsables de sus decisiones, y nunca puede justificarse una conducta inmoral ni por el éxito ni por la razón de Estado. El fin del orden político es, para los demócratas, la libertad. Es el más elevado fin e ideal político, pues para el verdadero ciudadano, la libertad es siempre un fin, nunca un medio. Una libertad que tiene un claro contenido moral, puesto que da al hombre la posibilidad de hacer las elecciones morales correctas y perseguir los más altos fines privados y públicos. La libertad significa, pues, la seguridad de que estoy protegido cuando hago lo que creo que debo hacer en contra de la presión de la autoridad, la mayoría, la costumbre o la opinión. Y es en la conciencia donde esta libertad reside; la conciencia individual es el santuario de la libertad. Así, pues, aunque la libertad se manifieste exteriormente, es una condición interior; por eso el respeto hacia la conciencia es el germen de toda libertad civil.

Desde luego, no desestimo la igualdad, pero sí combato el igualitarismo como tabula rasa porque ignora la irrevocable diversidad y heterogeneidad de los mundos natural y humano. Los hombres saben desde hace tiempo que es muy alto el precio de la desigualdad, y que la tendencia moderna, que arranca en el Renacimiento, es hacia la formación de una sociedad de hombres libres e iguales. Ahora recuerdo la incumplida (¿e incumplible?) utopía de Marx, en el Manifiesto Comunista (1848): una vez disueltas todas las clases y, por lo tanto, también abolida la supremacía del proletariado, verá la luz en reemplazo de la vieja sociedad burguesa, “una asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos”.

La Historia contemporánea ha demostrado, trágicamente, que las utopías en sí mismas son inofensivas, cuando representan la natural aspiración humana a un mundo mejor; pero en manos de una casta burocrática en el poder, ha sido y sigue siendo un temible instrumento de suplicio, de agonía y de muerte.

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