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¡La verdad ha muerto! ¡Viva la posverdad!; por Wolfgang Gil Lugo

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“La verdad triunfa por sí misma, la mentira necesita siempre complicidad”
Epicteto de Frigia (55-135), filósofo estoico.

Entre las desesperanzadas láminas de Los Desastres de la Guerra, Goya incluyó un grabado muy significativo. Es el penúltimo de la serie. Lo intituló: Murió la verdad. La imagen muestra el cuerpo sin vida de una hermosa joven en el suelo. Su desnudez es símbolo de pureza. El cadáver está rodeado de personajes sombríos, de rostros curiosos e indiferentes. Dicha lámina expresa la tristeza de Goya respecto a la muerte de la verdad debido a la censura política que impone el regreso de la monarquía española.

La restauración del régimen monárquico, con Fernando VII, elimina la idea de liberalismo que Bonaparte había implementado en la Constitución de 1812. Sabemos que Goya, a pesar de no ser aliado de ninguno de los bandos, entendía que la política liberal de Napoleón Bonaparte y la primera Constitución española impuesta por su régimen (1812-1814), era mejor para el país que la monarquía de Fernando VII y la inquisición con la que venía aparejada.

En el caso de Goya, la verdad se opone a la mentira. Hoy en día el opuesto a la verdad no es la mentira, sino la posverdad.

Murió la verdad, de Francisco Goya

Murió la verdad (1810-1814), de Francisco Goya

El 8 de noviembre del año pasado, el día de la elección presidencial en los Estados Unidos, el diccionario de Oxford anunció su palabra del año: post-truth. La definición del término es la siguiente: “Relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”.

La selección representa una respuesta tanto a la campaña electoral presidencial estadounidense como al voto británico del Brexit. Durante el 2016, la frase “falsa noticia” (fake news) también se ha invocado con frecuencia, especialmente en lo que respecta a las redes sociales y medios de comunicación. Con la aceptación del diccionario de Oxford del término posverdad, tal vez tengamos que poner de nuevo cara de tristeza.

La era de la posverdad

Bienvenidos a la llamada era de la posverdad, un mundo abismal donde se han convertido en triviales los hechos y el significado de las palabras. No es exactamente un eufemismo para las mentiras pasadas de moda, como algunos podrían pensar. En realidad, en el concepto de posverdad, los hechos se eluden como irrelevantes. Además existen menos consecuencias sociales o políticas para las figuras públicas que descaradamente engañan al público.

A pesar de que Donald Trump hizo numerosas declaraciones sospechosas a lo largo de su campaña presidencial, el 70% de las cuales fueron calificadas de falsas, logró ser elegido para el cargo del hombre más poderoso en el mundo. Así como se puede ocultar una gota de agua en el mar, el efecto acumulativo de tantas falsedades quedó diluido. Es la técnica de tapar mentiras con mentiras.

La ciencia y el periodismo modernos necesitan de la objetividad bien entendida, mediante la cual podemos recopilar datos sobre nuestro entorno, examinar las pruebas disponibles y evaluar hechos y, solo entonces, hacer afirmaciones sobre la realidad.

Sin embargo, no hay nada nuevo en la idea respecto a que hemos perdido coherencia cultural. Estamos sujetos a todo tipo de doublespeak orwelliano, donde el discurso público ha sido trivializado por el énfasis en la sensación y la diversión circense.

¿Qué es el doublespeak de Orwell?

El doble-habla (“doublespeak“) es un lenguaje que deliberadamente oscurece, disfraza, distorsiona o invierte el significado de las palabras. El doble-habla puede tomar la forma de eufemismo, como sucede en el caso de lo políticamente correcto; por ejemplo, “trabajadora sexual” para designar a la prostituta, o “downsizing” para no decir despido, por lo general masivo. En este caso está destinado a hacer que la verdad suene más aceptable e incluso refinada. También puede referirse a la ambigüedad intencional para que el lenguaje exprese inversiones reales de significado. En tales casos, el doble-habla disfraza la naturaleza de la verdad.

Nadie mejor que George Orwell para explicar la perversión del lenguaje bajo los regímenes totalitarios. En su obra, 1984, el doble-habla del Estado omnipresente convierte los conceptos en sus contrarios para crear un ambiente de referentes únicos e inapelables a favor del poder. Las tres consignas del partido exhibidas por el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, protagonista de la historia, rezaban de la siguiente manera:

Guerra es Paz

Libertad es Esclavitud

Ignorancia es Fuerza

Aunque el concepto “doble-habla” se aplica ampliamente en el libro, paradójicamente el término no se emplea. Es un pariente cercano del concepto central del libro, “doblepensar”. Según el autor, el doblepensar, como herramienta de dominación, se puede definir de la siguiente manera:

Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. George Orwell: 1984. Salvat, 1970, p. 163

En su ensayo La política y el idioma inglés, Orwell afirma que el lenguaje político sirve para distorsionar y ofuscar la realidad. Su descripción del discurso político es similar a la definición contemporánea de doble-habla:

“En nuestra época, el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible. Cosas como la continuación del dominio británico en la India, las purgas y deportaciones rusas, el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón, se pueden efectivamente defender, pero sólo con argumentos que son demasiado brutales para que la mayoría de las personas puedan enfrentarse a ellas y que son incompatibles con los fines que profesan los partidos políticos. Por tanto, el lenguaje político debe consistir principalmente de eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras. (…) El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, difumina los contornos y sepulta todos los detalles. El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse”

¿Dos tipos de posverdad?

Frente a esta crítica de Orwell, podemos llegar a plantearnos vivir sin hipocresía en el terreno de la política ¿Es esto posible? Según David Runciman, no lo es. Para este pensador, la pregunta más honesta es: ¿Qué clase de hipócrita deben elegir los votantes como su próximo líder? La interrogante parece cínica. Runciman alega que en realidad es mucho más cínico pretender que la política puede ser completamente sincera.

La forma más peligrosa de hipocresía política consiste en afirmar que hay política sin hipocresía. La hipocresía política (Political Hypocrisy) de Runciman es un libro agudo y revelador, sobre los problemas de la sinceridad y la verdad en esta actividad humana, y cómo podemos lidiar con ellos sin caer nosotros mismos en contradicción. Runciman aborda los problemas a través de lecciones extraídas de algunos de los grandes narradores de la verdad en el pensamiento político moderno: Hobbes, Mandeville, Jefferson, Bentham, Sidgwick y Orwell, y aplica sus ideas a diferentes tipos de hipócritas desde Oliver Cromwell hasta Hillary Clinton.

Runciman argumenta que debemos aceptar la hipocresía como un hecho de la política, pero sin abrazarla. Quitarnos de la cabeza la obsesión de buscar a los políticos idealmente auténticos. En su lugar, debemos distinguir entre hipocresías inocuas y dañinas.

La posverdad tiránica

La posverdad más dañina es la que está al servicio de la tiranía. El filólogo Víctor Klemperer nos explica que el nazismo sustentó su ideología en la resignificación de las palabras. Popularizó términos como “expedición de castigo”, “ceremonia de Estado”, “sistema”, “orgánico”, “vuelco”, “fanático”, “cosmovisión”, “coordinar”, “sincronizar”, y “uniformar”. La tergiversación de sus sentidos originarios implicaba un determinado sistema de valores donde lo individual debía siempre someterse a lo colectivo. En este caso se identificaba con los conceptos de Pueblo y Estado, considerados la única colectividad legítima.

“¿Cuál era el medio de propaganda más potente del hitlerismo? (…) no lo conseguían ni los discursos, ni las octavillas, ni los artículos, ni los carteles, ni las banderas, no lo conseguía nada que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento concientes. El nazismo se introducía en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente (…) Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico” Víctor Klemperer, LTI, la lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Minúscula, Barcelona, 2007, 414 pp., p.26.

El autor también nos explica que el nazismo sufría de una especie de infantilismo que lo impulsaba a concebir sus logros en términos superlativos. De partida, el Tercer Reich debía ser el imperio más grande y poderoso de todos los tiempos. Los productos salidos de sus fábricas debían ser “los más modernos”, “los más eficientes”, “los más poderosos” del mundo.

Klemperer analiza descarnadamente la “maldición del superlativo” que impuso el Tercer Reich en proporciones desmesuradas. Las exageraciones proliferaban descaradamente en la propaganda. Esas palabras infladas impregnaron el discurso cotidiano de las masas. Detrás de esta forma de lenguaje estaba lo que puede considerarse como la raíz específicamente alemana del nazismo: la supresión de los límites, la desmesura delirante que remonta a la esencia del romanticismo y su intento de asir lo ilimitado. Klemperer afirma precisamente que “la raíz alemana del nazismo se llama romanticismo”.

El desafío cultural

La cultura política se ha desquiciado. Una cultura sana exige no estar sometido ni a la mentira ni a su eufemística hermana, la posverdad. El gran desafío de los ciudadanos y los educadores es devolver la sensatez y la cordura a la cultura.

Según Platón, cuando el alma del individuo o de la sociedad se desequilibra, tiene lugar la injusticia. En Republica IX (588b-590a), el pensador griego nos brinda una iluminadora alegoría antropológica. La injusticia se presenta cuando el alma inferior, la apetitiva, representada por un monstruo de muchas cabezas, es alimentada con retórica política manipuladora. Platón representa la razón como un ser humano; el alma pasional como un león y la apetitiva como un monstruo. El demagogo seduce a la parte inferior (el monstruo) con halagos y palabras complacientes; vale decir, con posverdad.

El individuo que alaba la injusticia está favoreciendo la esclavitud de la mejor parte, el hombre, ante la peor: la bestia. Al contrario, favorecer la justicia es hacer más fuerte a la mejor parte haciendo al león su aliado y preocupándose de mantener a todos en concordia.

En definitiva, el gran desafío es hacer que cada quien sea el capitán de su alma, como reza el poema Invictus de William Ernest Henley (1849-1903), que tanto inspiró a Mandela. Quizá así podamos hacernos inmunes al poder tóxico de la posverdad.

 

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