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La tentación de la magia y la ambigüedad de la historia // Diario de Armando Rojas Guardia

Adán y Eva (1550), de Robusti Tintoretto

Tentación de Adán (1551-1552), de Japoco Tintoretto

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Hay que asumir cristianamente la ambigüedad inherente a la historia. La magia constituye la principal tentación que enfrenta la experiencia religiosa: la tentación de ir más allá de lo específicamente humano optando por un ilusorio trasmundo. Esa fue la tentación a la cual cedieron Adán y Eva, la de desear situarse “más allá del bien y del mal” pretendiendo una endiosada omnipotencia que desnaturaliza la especificidad de la condición humana. La opción mágica no desea aceptar y asumir la certeza, connatural al cristianismo, de que no hay acceso a la plenitud que no sea vidriado, que no pase por la fragilidad y el rodeo encristalado: la incandescente inmediatez del Absoluto se demora para nosotros en la equívoca, empañada y a menuda opaca inmanencia. Solo asumiendo hasta sus heces lo inmanente accedemos a la Trascedencia. Un hambre de transparencia, una sed de Absoluto, una necesidad de patencia del sentido que no acepten y asuman la mediación indispensable de lo relativo, de lo ambiguo, de lo velado, de lo vidriado (el espacio, el tiempo, la historia, los cuerpos, la materia, el lenguaje, el dolor de ser finitos, la muerte) sencillamente no saben de qué plenitud divina se trata cuando pretende aproximársele.

Las tres tentaciones que los evangelios sinópticos nos describen como padecidas por Jesús en la antesala existencial de su vida pública son las seducciones de la opción mágica: invitaciones a eludir los límites que ciñen la especificidad de la condición humana y dibujan ontológicamente su realidad concreta. El segundo capítulo de la Carta a los Filipenses afirma que Cristo no deseó acaparar para sí mismo su condición divina sino que se vació de ella hasta asumir la carne de un siervo sufriendo incluso la muerte de cruz: eso significa ser hombre hasta las heces. No hay otra salvación que no sea esta. No hay otro camino hacia la plenitud que no sea éste.

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A la amiga que le pregunta por qué ha empezado a colaborar con el gobierno nazi, el protagonista de Mephisto, la película húngara, le contesta: “Entre ellos (los nazis) hay gente decente”. Efectivamente, uno puede pensar que, dada la ambigüedad de la historia, en su momento hubo personas que creyeron de buena fe, sobre todo inicialmente, en ese horror asesino que fue el nacionalsocialismo. Por ello hay que salirle al paso a esa ambigüedad, deslindando lúcidamente y a tiempo los diversos ámbitos y niveles dentro de los cuales opera. Si no, uno se transforma, como el personaje de Mephisto, ni más ni menos que un cómplice. Se trata de optar “con los ojos abiertos”, movilizado desde adentro por una ardiente conciencia crítica, hasta convertir al dubitativo Hamlet que uno encierra al fondo de sí mismo en un decidido actor de la historia.

Recuerdo Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil: al elegir el mal, el hombre no percibe ningún cataclismo cósmico. La ambigüedad de la historia, considerada en sí misma, dejada a la merced de su propia inercia, nos evita reconocer el verdadero drama que se consume dentro de ella (“… el encadenamiento del pasado y el futuro, / tejidos en la debilidad del cuerpo cambiante, / ampara al género humano del cielo y la condenación / que la carne no puede soportar”, T. S. Eliot, Four Quartets). La Resurrección de Cristo es el Sí definitivo de Dios a la plenitud de la vida y, como tal, convierte a la ambigüedad de la historia es provisoria. Un ultimum no-ambiguo se ha introducido entre nosotros. Creer en la Resurrección, adherirse existencialmente a ella, significa optar por una definitividad que trasciende, juzgándolos, la ambivalencia, el claroscuro de la historia. Así, ella, la Resurrección, funciona como una instancia crítica desde la cual podemos discernir, al interior de los acontecimientos, la tensión entre lo que en teología cristiana se llama el ya y el todavía-no. Ya ha empezado la plenitud pero todavía-no se ha consumado. Debemos leer en la historia los signos que apuntan en la dirección definitiva, sabiendo sopesar, y a menudo soportar, la opacidad con la que a menudo se presentan. Solo cabe una actitud: la del velar. Una vigilia espiritual que no cede ante la seducción de la inercia, a través de la cual se nos invita a transigir, a aceptar lo dado y el status quo, a pactar.

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Dostoiewsky, a propósito de la tentación de convertir las piedras en panes: los hombres, al pretextar que buscan a Dios, en realidad no lo buscan a él sino al milagro.

La tentación de la magia.

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