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Lisboa que nunca te quiero olvidar; por Karl Krispin

Fotografía de Karl Krispin

Fotografía de Karl Krispin

Esto es para ti Adriana, que contemplaste Lisboa con tus ojos para que yo la siguiera buscando siempre en ellos

Son las tres y media de la tarde. Es invierno y no parece serlo porque hay un sol radiante que no se descolgará durante todo nuestro viaje. Tengo como umbral inmediato la puerta C49 de la T1 de Barajas con la línea Easy Jet. Como es mi costumbre, llego con antelación. Mi amigo Rafael Botella y García-Lastra me ha dejado en el Meliá Los Galgos de Madrid un libro sobre Pessoa. Allí se dice que el poeta se entregó a la fatalidad de su vida desde la rua dos Douradores. Leo la frase y aun no conozco la calle pero la imagino y pronto estaré recorriéndola. Mi hotel estará a escasos metros de Douradores, a unos contados minutos de ese traspaso irremediable a la providencia.

Lisboa desde el avión dibuja la llegada del Tajo hacia el Atlántico en medio de los campos verdes. Una fuerza de agua que irrumpe en la fuerza del agua. El Tajo tiene el ímpetu y el cometido de don Enrique el Navegante. Llegar a Lisboa es recordar de súbito todo lo que has leído y te han contado sobre ella y saber que es insuficiente, vago e inalcanzado lo que sabes de esa comarca fundada míticamente por el más astuto de los hombres, UIises. Lisboa tiene la astucia de no revelarte todos sus secretos ni aun conociéndola. Por eso me formulo dos reproches: contra mí mismo, por no haber venido antes y el segundo hacia quienes me han conversado de la ciudad y su pecado de insuficiencia. La soberanía de su estética se reafirma como una operación intransferible ante nuestras retinas sorprendidas de que la belleza siga existiendo en discreción consigo misma.

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Fotografía de karl Krispin

El hotel es el Metropole, un honesto establecimiento de tres estrellas detenido en los años sesenta y situado en pleno centro. He pedido una habitación amplia y me han otorgado un cuarto enorme con tres ventanas acomodadas sobre la plaza del Rossio, ya alojada en mí como un domicilio momentáneo que aspira a una permanencia sin fecha pautada.  Desde  nuestras ventanas se tiene la vista sobre la Baixa, el barrio de la Alfama, el castillo de San Jorge y la iglesia de Graça. Es definitivamente mi representación personal de A Room with a View.  El amanecer lisboeta en la plaza de don Pedro IV con su piso simétricamente azulejado está lleno de gaviotas que buscan acomodo para disputarse los techos y  las buhardillas bajo la tutela de una gaviota mayor subida regiamente a la cabeza del monarca y que nunca le arrancara los ojos acusándolo de feliz. La ciudad es y está limpia, impecable. Nadie se atreve a dejar caer un pedazo de papel sobre sus adoquines. Sería un crimen estético de incalculables consecuencias. La ciudad invita a caminarla. La plaza aledaña a la de Pedro IV es la de Figueira con la estatua ecuestre de don Juan I. Luego del terremoto de 1755, el marqués de Pombal, el gran reconstructor de Lisboa, la destinó a ser mercado y en el siglo XX volvió a ser plaza. Montan, sin embargo, habitualmente mercados ambulantes de viandas. En invierno se convierte en venta de jamones, quesos de cabra, vino, sardinas, cerveza y las mejores especialidades de la mesa portuguesa. En la plaza está la famosa Confeitaria Nacional.

En la Baixa Pombalina camino al encuentro con el Tajo se puede bajar a la plaza del Comercio, la más monumental e imperial de la ciudad por las calles de Do Ouro, Sapateiros, Augusta -que comunica directamente con su arco-, Prata, Correeiros, Douradores o Fanqueiros. Cualquiera por la que se ande procurara una idéntica emoción de que estamos ajustando nuestros pasos sobre la capital de un épico imperio. La ventaja de la rua Augusta es que es peatonal y nos dirigimos a su arco triunfal y a la inmensidad de la plaza del Comercio con don José I, el monarca portugués al mando durante el sismo de Lisboa. Aquí se aviene en silencio nuestra epifanía y descubrimos con Camões la razón exacta de ser de Portugal, “hacia la corte del dios a quien el mar cupo en suerte”.

Fotografía de Karl Krispin

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Lisboa como Roma tiene siete colinas: la ciudad baja y sube y es uno de los encantos que atesora. Pueden subirse sus empinadas en tranvía y llegar a la Alfama, la antigua morería lisboeta para luego regresar a pie. Lisboa está plagada de iglesias. En vía hacia su catedral románica, nos encontramos con la de santa María Magdalena, la de san Antonio de Lisboa, transmutado con posterioridad en san Antonio de Padua. El santo de las casamenteras y en edad de merecer nació en el sitio donde se erigió el templo. La catedral y su claustro nos ponen de regreso a la Edad Media y de allí seguimos a las iglesias de san Tiago, san Cristóbal, el Menino de Deus y el convento y la iglesia de Graça.  Muy a menudo nos encontramos una iglesia frente a otra, invocando sus maneras de ver a Dios. Una de las características indiscutibles de la ciudad es su carácter pío a pesar de que con la revolución de los Claveles se llevó a cabo una laicización total del país, llegando en algunos casos a sustituir monumentos religiosos por museos y edificios civiles como el caso del Museo Nacional del Azulejo erigido en el lugar que ocupaba el monasterio de Madre Deus.

Fotografía de Karl Krispin

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Si tuviera que escoger en alguna hipotética elección alguno de los museos o lugares públicos de Lisboa terciaría por dos. Comencemos por el primero: el museo Nacional del Azulejo por su minuciosa relación de este arte inaugurado por los moros (que al igual que en España se quedaron por casi 800 años) que llega a nuestro días y traduce una forma de decoración muy propia del espíritu portugués. El hecho más incontestable de esta elección reside en que dentro del museo está la iglesia del convento de Madre Deus. Digamos que el museo fue alzado a expensas del convento. Pero lo más impresionante, estética y éticamente pasmoso, es la iglesia con sus frescos flamencos, sus altares repujados en el equivalente al churrigueresco español, el manuelino. Me gustan las exageraciones y a ellas me encomiendo para desdecir de la igualdad de estos tiempos elevados sobre las opiniones cautelosas: no he sentido igual placer estético que residenciando mi contemplación sobre este oro cincelado en nombre de lo divino. Si algún sitio merece la visita y permanencia en esta ciudad de historia es esta iglesia en la que si existiera algún Dios la tomaría como lugar de meditación. El segundo es el templo de Santo Domingo destruido por un incendio en los años cincuenta y al que se reconstruyó sin intentar recomponer la impronta de fuego en las paredes quedando un templo que parece redimido de un contemporáneo abismo. Es la afirmación de una extraña y mundana reconquista luego de una batalla espiritual.  Sólo contemplándolo se entienden a plenitud estas heridas curadas para el tiempo de todos los tiempos.

Hace más de 20 años que me seduce el Fado. Tuve la ocurrencia de pensar que se pondría de moda en el planeta. Cuánto me regocija haberme equivocado. El Fado no puede amonedarse como transacción colectiva porque es una mezcla de intelectualidad y sentimiento. El Fado se canta desde adentro, de entre las mareas del alma misma y es la fijación musical de un sentimiento aparente pero inasible. Es intelectual porque los fadistas se interpretan a sí mismos con la canción pero irremediablemente actúan.  Actúan con su voz como los bajos rusos o los barítonos wagnerianos. Adicionalmente con el Fado se le rinde homenaje a la lengua portuguesa que es palatal, gutural, fricativa, aguda, ronca y regurgitante según cada cantante decida impactar a su público porque esa es otra manera de entender el Fado: en el momento mismo en que se entona. Tuve la azarosa dicha de llegar al sitio único donde cantó la más grande de todas: Amalia Rodrigues. En la Adega Machado del colinoso Barrio Alto sentí que la fadista Isabel Noronha se introdujo sin salvoconducto en medio de mis claves de la alegría y la tristeza y las cambio para siempre.

Fotografía de Karl Krispin

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Cada cual puede fabricarse su versión aproximada de Lisboa. Pessoa tal vez se hizo de heterónimos para desaparecer en un rapto de negación de sí mismo por entre los pasadizos intrincados de su ciudad. Cada esquina, cada escalón, parecen una moldura metafórica hecha a la usanza de un fabricante de optimismos. La ciudad es fotogénica y tímida, carece de los grandes registros de la arquitectura solemne: lo suyo es el detalle, la pincelada del momento, un instante que se recoge y parece durar para siempre. Pessoa escogió ser muchos, se representó entre los personajes de su ciudad para que lo olvidaran y lo recordaran. Por fortuna, a pesar de que cada vez tiene más visitantes, Lisboa no es un rumbo atropellado por el turismo y sus grandes autobuses plateados e impersonales. Quizás sólo le lleguen viajeros que quieran comprenderla y cometer pasos sigilosos entre el monasterio de los Jerónimos y tocar con emoción hipnótica la tumba de Camões y de Vasco de Gama. O los hay quienes reciten Os Lusiadas ante el monumento a las Descobertas o la torre de Belén, se pierdan entre los lienzos del Gulbenkian, busquen el equilibrio correcto entre los garbanzos y el bacalao, destapen con estrépito una botella de vino del Alentejo, se desdibujen entre las playas de Cascais y Estoril o soliciten descifrar los arcanos de Sintra y sus arquitectos masones o templarios. Para todos ellos hay suficiente aliento y la imaginación es inagotable. Habrá quienes invoquen los Campos Elíseos en la elegante avenida da Liberdade con sus distinguidas tiendas del condominio mundial. La completa e impoluta corrección del pueblo portugués los hará llegar hasta sus preferencias. O tal vez se quieran visitar los libreros cultísimos del Barrio Alto que trafican ediciones originales en todos los idiomas. En Lisboa también está el Pessoa de postal con el engaño del café A Brasileira. Por último, nos deja sin aliento la despedida y buscamos el rastro del verdadero Pessoa entre la basílica de los Mártires y la iglesia de Loreto. Nos dicen que lo vieron en ruta al puerto cerca de la tipografía de la calle Conceição, que llevaba prisa porque se ausentaba al África del Sur.  Pide que no cunda el desasosiego  y ha dejado por encargo a Ricardo Reis, a Álvaro de Campos y hasta el metafísico de Rafael Baldaya para que nos encaminen por sus callejones con el débito inaplazable de no abandonarlos. Ha solicitado que volvamos con la promesa de jamás desconocer esta ciudad que persigue un río y un destino volcados hacia el mar. Que sería una pena que no nos recordáramos.