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Carismáticos; por Antonio Ortuño

De izquierda a derecha:

De izquierda a derecha: Charles Bukowski, Haruki Murakami, Sylvia Plath y Alejandra Pizanik

Hay autores literarios que a cierto tipo de lectores les resultan entrañables, por alguno u otro motivo. Por razones, vaya, que pueden en ocasiones ir mucho más allá de lo estrictamente literario. Sabemos, por ejemplo, que Charles Bukowski ha fascinado por años a muchos lectores jóvenes e inconformes con la sociedad tradicional (y eso que en español tenemos que padecer unas traducciones repletas de caló ibérico que hacen parecer a los personajes del californiano como malandrines del extrarradio madrileño). Más allá de la lectura de su prosa, que puede depararnos relatos muy recomendables, estos entusiastas establecen una relación de fervor casi religioso con el personaje: el desgarbado, cínico, insolente y parrandero Charles. Y por eso hay tantas camisetas con los retratos del sonriente escritor y su nombre recorre las redes sociales, mientras sus libros se venden bien, claro, pero quizá a menor velocidad de la que uno supondría.

En otro sentido, es curioso notar que un tipo muy diferente de lector establece una relación un poco similar con un escritor que nada tiene que ver, como el japonés Haruki Murakami. Los “murakaminos” tienen a ser más bien de mediana edad y, además de disfrutar de las historias con un dejo de fantasmal del nipón, se entusiasman con su personalidad serena y su afición por salir a correr por las mañanas. “Es el escritor ideal de los que decidieron escapar de la depresión y ponerse en forma”, bromeaba hace tiempo un diario estadounidense. Murakami, que es un best seller mundial con ventas de escándalo, sabe del amor de sus lectores y, cada tanto, acepta preguntas de ellos en las redes sociales y las responde, como para darles testimonio de que el aprecio es mutuo.

Otros autores fascinan por lo sórdido de sus vidas. Los cultos por las figuras de poetas de cinco estrellas, como Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik, no están exentos del apasionamiento que producen sus trágicas vidas (ambas se las terminaron quitando) y la sensación de que ninguna de las dos recibió, en vida, el reconocimiento que hubiera merecido su talento (quizá por eso es que algunos enamorados del fantasma de Plath repudian tanto la memoria del gran poeta Ted Hughes, su viudo, a quien acusan de haber hecho radicalmente infeliz a la estadounidense e incluso de conducirla al suicidio). No creo posible hacer una tipología precisa de los “ultras” de estas dos estupendas poetas, aunque ambas han sido reivindicadas por el feminismo y por algunos de quienes frecuentan los llamados estudios de género.

Es decir que, como hemos visto, la identificación es trasversal y puede tocarle a quien sea. Lo que, a su vez, viene a significar que las armas de seducción de la literatura son múltiples y no se acaban al momento de cerrar un libro. Por cierto: no confundamos esto que comentamos con el hecho de que muchos “figurones” del espectáculo aprovechen su carisma y al jalón popular para vender libros.  A lo mejor la cantante de moda es capaz de facturar millones con un librito: jamás será capaz de escribir algo como La campana de cristal.

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