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Trump, Maduro y la Posverdad; por César Morillo

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Fotografía de Rick Wilking para Reuters

En una reciente tertulia congregada la semana pasada a propósito de un juego de fútbol entre el Barcelona y la Real Sociedad de la liga española, uno de los presentes exclamó ante la caída de uno de los futbolistas: no hay nada menos creíble que la caída de un futbolista o la promesa de un político. Curiosa aseveración que asemeja dos quehaceres de la vida cotidiana tan disímiles aparentemente: el fútbol y la política.

Ese mismo día, Donald Trump, el nuevo inquilino de la Casa Blanca, firmaba el decreto de construcción del muro en la frontera con México, una de sus principales promesas de campaña. Como contraviniendo ese precepto tan difundido popularmente que reza que los políticos nunca honran sus promesas, al igual que los futbolistas “siempre” pretenden engañar a los árbitros con falsas caídas, Trump sí cumplió.

Pero, ¿es cierto que todos los políticos y los futbolistas son unos mentirosos? ¿Pueden usarse los absolutos “todos”, “nunca” y “siempre”? Ya sabemos que las generalizaciones son, al menos, inexactas, y aunque no contamos con estadísticas al respecto para inclinar la balanza proporcionalmente en favor de uno u otro argumento, nos atrevemos a asegurar que hay políticos, acaso muchos, que se esmeran en honrar su palabra, como futbolistas que no fingen faltas.

El asunto nos lleva a replantearnos el tema de la verdad o realidad como punto de partida. Viene al caso en tiempos de mucho ruido comunicacional por la efervescencia de las redes sociales y su coincidencia con la evidente debilidad de los medios tradicionales de comunicación, y lo que ahora conocemos como posverdad, que viene a ser un neologismo que describe la situación en la cual, al momento de crear y modelar opinión pública, los hechos objetivos tienen menos influencia que las creencias y emociones de las personas.

El diccionario inglés de Oxford declaró la post-truth como la palabra internacional del año 2016, multiplicándose por 20 su uso en comparación con 2015. Hoy parece ser más fácil imponer aquello de que es preferible que algo parezca cierto a que lo sea, lo que afianza la posverdad, o el ejercicio de hacer valer como verdades absolutas asuntos que no tienen suficiente soporte empírico.

Trump cumple su promesa y ordena la construcción del muro sustentando esa medida en el supuesto criterio que así parará a los bandidos, violadores y narcotraficantes provenientes de México, y protegerá a los norteamericanos del “enemigo externo”. Basta echar un vistazo a la historia, a los especialistas y a las estadísticas para saber que ese muro no resolverá el asunto migratorio y tal vez lo haga más cruento y corrompido, con la implicación de las autoridades migratorias del país del norte. Pero Trump, esa mezcla exótica de populismo demagógico y egocentrismo, está en su artificio de hacer creer que, a diferencia de los políticos, él sí hace lo que promete, sin importar que dicha medida sea un disparate.

Su campaña estuvo cargada de aseveraciones que se tienen como inmutables. Una de las más reiteradas fue recriminarle a Hillary Clinton su condición de política, que hablaba sin hacer nada, a diferencia de él, que era un empresario de realizaciones. ¿Es cierto acaso que ser político supone no dar resultados y ser empresario sí? Cualquier análisis empírico demostraría que en ambos mundos, el de la política y el de los negocios, hay quienes dan resultados y quienes no. Más aún, en ambos mundos hay quienes dan resultados nefastos. Trump por ejemplo ha quebrado sus empresas en varias ocasiones. Hillary no atinaba a responder de forma asertiva semejante acorralamiento. Ese pregón lo vimos en cada uno de los debates, resultando más fácil castigar al político que “no hace nada, sólo prometer” que al “empresario de éxito”.

De esa forma Trump fue abriéndose paso primero entre los Republicanos y luego en las elecciones generales.

Ahora que ya está en el poder, su osadía es más temeraria, hasta llegar a poner en dudas las serias implicaciones para la humanidad a causa del cambio climático, ordenando la construcción de oleoductos y reactivando otras inversiones en el ámbito energético, detenidas durante la administración de Obama por el compromiso asumido de disminuir las emisiones de dióxido de carbono que atentan contra el equilibrio climático del planeta. Todo esto sin provocar siquiera un debate entre los miembros de la comunidad científica norteamericana. Cierto que en el mundo de la ciencia también está abierto el debate, y dado su característica no dogmática, sus verdades están expuestas a continuo escrutinio. Pero tomar decisiones sin considerar los acuerdos firmados y sin un debate previo habla mucho de su talante autoritario. Esgrimirá la coartada de que cuenta con el mandato de su pueblo, olvidando el precepto democrático que luego de ganar, se gobierna para todos los ciudadanos y no sólo para quienes le votaron.

La práctica de imponer “verdades” desde el poder no es nada nuevo. De hecho, Josef Goebbels, el célebre jefe de propaganda nazi, se hizo influyente a partir de su credo de repetir una mentira tantas veces hasta hacerla verdad. Lo hizo en un tiempo donde la radio y el cine constituían los medios de difusión masiva y su penetración en las masas no era tan extendida como ahora, luego del boom de la televisión, la Internet y las redes sociales. Tal idea de Goebbels parece más fácil de implementar hoy desde el poder. No es casual el ataque sistemático de Trump a los medios y su evidente desprecio por la opinión pública, ubicándolos como sus opositores. Es capaz hasta de discutirles la versión periodística sobre la cantidad de asistentes a su toma de posesión.

Para un venezolano, este relato resulta familiar. Nosotros tuvimos nuestro Trump y los del norte ahora tienen su Chávez. El nuestro se empeñó en acabar con conceptos e instituciones que hoy bien nos hubiesen protegido en la era de las vacas flacas. Acabó con el Fondo de Compensación Macroeconómico sin hacerle caso a los economistas que se cansaron de advertir del disparate. Dispuso de las reservas del BCV sin siquiera rendir cuentas, y todo ello con el falaz argumento de que el dinero debería estar en los bolsillos del pueblo. Sí, algo llegó al pueblo, pero a un costo descomunal que hoy esta nación paga con inflación y escasez. Pero así son los autócratas. Sus ideas no se discuten, se obedecen.

El parecido es impresionante entre ambos casos y la construcción del relato muy similar. Acaso cambian, razonablemente, los argumentos. La idea del hombre fuerte que en Venezuela llegó encarnado en un militar, en Estados Unidos lo personifica el “empresario exitoso”. En uno y otro caso no mostraban precisamente una hoja de servicios competitiva. Chávez, como militar, nunca ocupó primeros lugares en su promoción y el mérito conocido, el que lo llevó al estrellato, fue un golpe de Estado fallido. De Trump no se sabe cuánto declara en impuestos. Pero ambos se presentaron como lo contrario a los políticos mentirosos y corruptos. Un tiro al piso.

Por supuesto, los políticos tienen una altísima cuota de responsabilidad en este generalizado desprestigio, por acción y por omisión. Habría que hurgar en cada caso para detectar detalles, pero podríamos intuir que han dado, y en muchos casos avalado, creencias sin sustento y hasta peligrosas, como aquella de que Venezuela es rica, y lo que sucede es que su riqueza está mal distribuida, típico argumento esgrimido en los países rentistas. La sociedad se afana en la búsqueda de un hombre fuerte, que vengue su rabia. Claro que había un caldo de cultivo que sirvió de marco propiciador. Responsabilidad innegable de quienes gobernaban. Había corrupción y las dolorosas exclusiones sociales condenando a gente a la miseria. Pero sabemos hasta la saciedad que la corrupción y otros vicios tan dañinos se hacen exponenciales en sociedades con bajos controles institucionales y donde imperan esquemas autocráticos de gestión. El autócrata va carcomiendo las instituciones que encuentra a su llegada al poder, a menos que sucumban a sus directrices. Luego crea las propias, y todo ello ante la vista atontada de ciudadanos y políticos que no saben qué hacer o cómo actuar ante el cambio de paradigmas. Sucede como la muy conocida fábula de las ranas en la olla con el agua hirviendo; al principio se quedan inmóviles porque no detectan el peligro del aumento de la temperatura. Pero luego que ésta sube ya nada pueden hacer.

¿Hay antídoto ante este fenómeno de populismo planetario construido sobre premisas falsas que terminan conduciendo a los pueblos por caminos peligrosos? La respuesta supone un reto para toda la sociedad. Para los políticos supone afrontar con valentía una comunicación más franca y transparente frente a los ciudadanos. Entre la tensión natural que supone hacer una oferta para cautivar las simpatías de las masas de electores y la verdadera conveniencia de la sociedad que pretende liderar, el político está en una encrucijada. No se trata sólo de ganar elecciones, sino de encarnar un propósito trascendente para el conjunto de la sociedad.

Hay que anteponer al populista demagogo el liderazgo del estadista, del hombre o mujer capaz de ofrecer un camino serio a sus ciudadanos. En Venezuela vivimos permanentemente este dilema. El liderazgo opositor recibe la natural presión para que busque salida “inmediata” al caos en el que vivimos. Nada que no sea corto plazo parece ser pertinente. Los dirigentes han pasado estimulando ese pensamiento, basado más en deseos que en realidades. Hemos cabalgado por iniciativas de acción inmediata sin que los resultados se concreten, y la desmoralización ha sido el costo.

Se ha consolidado la “verdad” de que dialogar con el régimen es fortalecerlo, y político que lo proponga es visto con sospecha. Se ha difundido el hecho de que una marcha a Miraflores basta para sacar a Nicolás Maduro, y no llamar a esa marcha es un acto de cobardía. Ante esto, nuestros políticos lucen débiles, carentes de argumentos, o temerosos de asomarlos con transparencia y responsabilidad.

¿Es verdad que dialogar, o mejor dicho negociar, favorece a Maduro? ¿Es verdad que una hipotética marcha a Miraflores lo sacaría del poder? ¿Acaso la oposición chilena no tuvo que sentarse a dialogar y negociar con el dictador Pinochet para lograr la salida electoral? En este caso también hubo detractores, pero por fortuna la racionalidad se impuso. También negoció Mandela para sacar a Sudáfrica del terrible Apartheid. Aceptémoslo de una vez: Maduro está en el poder no porque la oposición dialogue o deje de hacerlo.

El liderazgo opositor debe construir su relato de cara al país, apuntando a un camino basado en realidades, sin subestimar la inteligencia colectiva, con autenticidad y honestidad. Según todas las encuestas, la inmensa mayoría de venezolanos quiere un cambio en paz. Pero el camino no es fácil, está lleno de obstáculos severos. Y aunque no es sólo asunto de los partidos políticos rescatar la sociedad democrática, ellos lideran hoy, para bien o para mal, el movimiento de resistencia. Por tanto, están en el deber de sobreponerse a las mentiras tenidas como verdades –la citada posverdad–, a sus propios prejuicios, a las limitaciones, sobreponiéndose a la inmediatez, en función de un camino labrado por la objetividad, los principios y los valores.

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