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Del silencio a la epifanía articulada por la palabra // Diario de Armando Rojas Guardia

Water Pyramids (1924), de Paul Klee

Water Pyramids (1924), de Paul Klee

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Desde que nací, he percibido demasiadas cosas que para los otros desprenden una seguridad fácil y tranquila y, para mí, en cambio, resultan terriblemente dificultosas, pobladas de conflictos.

Aun hoy, mirando hacia atrás, me asombra haber detectado áreas problemáticas allí donde los demás encontraban una relación automáticamente placentera con el mundo.

Esta característica personal, al conferirle un cariz enigmático a mi contacto con lo real, determinó el hecho de que yo empezara a ser desde muy joven crítico allí donde los otros no lo eran.

Zonas evidentes para familiares, amigos y conocidos eran para mí misteriosas. Lo que se daba por supuesto y sobreentendido me provocaba a mí perplejidad y desconcierto. Las “obviedades” eran solo interrogantes ásperas, preguntas.

Esta es la causa de que, hasta ahora, me mueva con extrema inseguridad en los confines de lo generalmente archiconocido y aceptado.

La realidad fue siempre en mi caso un cofre sellado que contiene un mensaje crucial, de vida o muerte, pero que yo no sé abrir con la rapidez y soltura necesarias: sencillamente porque no vislumbro dónde puede estar la llave.

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Recuerdo mi empático entusiasmo, casi al grado del hechizo, ante la película titulada Memorias del subdesarrollo del cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea. Se trató de un entusiasmo causado por mi identificación semiconsciente con el protagonista del filme, quien, en el momento en que toda su familia emigra a los Estados Unidos para escapar de la Revolución, decide quedarse en la isla: no adhiere a la empresa revolucionaria, pero tampoco es enemigo de ella. Resuelve ser un espectador lúcido de lo que ocurre en su país. Esa asumida tangencialidad existencial le permite una mirada incisiva, fértilmente crítica, de la coyuntura histórica. Su lucidez, inseparable de aquella marginalidad voluntaria, lo lleva a examinar y sopesar aspectos de la Revolución que los políticamente comprometidos no pueden ver a causa de la ceguera ideológica, ahita de estereotipos, eslóganes y clisés. Tan valiente y crítico resulta el planteamiento del filme, que Luis Ugalde, antes de ser rector de la Universidad Católica, me dijo, comentándomelo, a mediados de los años setenta: “La película lo conduce a uno a pensar que esa Revolución no tiene salida”.

La última secuencia de la cinta es reveladora: el protagonista está acostado en su cama, entretenido en encender la llama de un yesquero que se prende y se apaga alternativamente, mientras afuera, en las calles, sus compatriotas se entregan a los febriles ejercicios militares de la autodefensa: es octubre de 1962, el momento histórico de la crisis de los misiles, cuando toda la isla puede ser despedazada por un ataque nuclear. El montaje paralelo —aquel hombre solitario tratando de encender un yesquero y las masas cubanas alistándose y preparándose para lo peor— nos muestra que la marginalidad, la tangencialidad asumida, no puede sustraerse al riesgo común que implica la historia: ella también comparte ese riesgo. Incluso desde el margen, ella vive dentro de la historia.

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A veces me ocurre pensar que mi vida es el comentario existencial de una clave que solo se encuentra dramáticamente explicitada en la obra de Thomas Mann.

Mi espiritualidad específica viene a ser, en buena medida, el antagonismo entre la pulsión que me convoca a instalarme en el universo moral desplegado por el judeocristanismo y la otra que me conduce en dirección a lo demónico e incluso “demoníaco” en sentido romántico, lo “estético” en sentido kierkegaardiano, lo “dionisíaco” en sentido nietzscheano.

Cada vez que intento reestructurar definitivamente mi existencia espiritual, psíquica y corporal en uno de esos dos sentidos, el otro me reclama desde las capas más hondas de mi subconsciencia.

Quiero, por ejemplo, marchar por la línea geométrica de la claridad, de lo arquitectónicamente diseñado, de lo lógico, de lo armónico, de lo clásico, de lo sano; pero, por debajo de esa voluntad de orden y medida, fluye la subversión de lo pasional, de lo inconmensurablemente vital, de lo irracional, de lo impuro, de lo perverso.

Cuando deseo dotarme de ritmo y estructura, me hala el desorden inmanente de lo caótico, que se me revela entonces como lo engendrador, lo dinámico.

Hay un Armando matemático, clarificador, espiritual, asceta. Y hay otro Armando intuitivo, bohemio, entregado a las oscuras e innominadas fuerzas interiores, orientado apenas por los fogonazos repentinos de la sensibilidad. El primero se despoja, quiere para sí mismo la desnudez y el desierto donde fulgura la llama vertical de la Trascendencia; el segundo, por el contrario, abraza, desea los contactos múltiples y los roces centrífugos. El primero tiende a una contemplativa inmovilidad; el segundo es móvil, arrastrado al vértigo de la curiosidad multiforme y al apetito de experimentarlo todo. El primero aspira al silencio; el segundo, a la epifanía articulada por la palabra.

Para el primer Armando se trata de imponer límites, de controlarse, de disciplinarse; para el segundo Armando se trata de romper los moldes, de explorar —más allá de todas las fronteras estauidas— las máximas posibilidades, de no prohibirse ni prohibir nada.

El uno procede por selección. El otro, por acumulación.

Si enajeno de mí alguno de los dos, me mutilo y, aún más, me evaporo como el ser que en verdad soy. Pero vivir simultáneamente los dos significa existir en la encrucijada permanente, en la bifurcación ontológica y ética.

Al aire diáfano de lo armónico accedo a través del deber, kantianamente concebido, gozado y padecido, del adiestrado empeño de ceñirme y no ceder. Al fugo lujoso de lo dionísiaco me abro mediante las chispas alumbradoras de los sentidos, de la experiencia sexual, a veces del trance mediúmnico y mágico que propicia el licor, de la alquimia verbal en la cual desemboca la creatividad literaria.

Y sin embargo, a esta altura de mis sesenta y ocho años, puedo decir que mi socrático “daimon”, mi Genio inspirador, a quien procuro siempre serle fiel, en muchas ocasiones ha hecho más que demostrarme, es decir, me ha mostrado que la aparente bifurcación no existe. Como lo afirma de manera insuperable El nacimiento de la tragedia, Dionisos es inseparable de Apolo. En lo profundo de sí mismo el hombre no puede vivir en el caos: aspira entrañablemente a la forma. Pero la forma se nutre, de manera incesante, del caos, en un proceso unificador que no acaba nunca. La forma sola no existe: ella está emergiendo siempre del mar abismal y primordial, como Afrodita (¡basta contemplar el cuadro de Boticelli!). Solo teniendo como trasfondo lo caótico el orden formal refulge. En aquella tenebrosa y nutricia oscuridad del caos brilla, de pronto, para conmovernos y arrebatarnos, el cuerpo frágil y nítido de la Ley, pero mojado todavía, como el feto recién nacido, por el agua amniótica, insondable, de la que ha nacido.

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