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Lost in Translation; por Antonio Ortuño

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Fotografía de Flickr

Los traductores son uno de los gremios fundamentales para la apropiada lectura, difusión y comprensión de la  literatura contemporánea y, a la vez, uno de los menos reconocidos. Quizá el lector piense que exagero y conciba al traductor como un señor que está en su casa, en batita de seda, rodeado de diccionarios y en espera a que el editor le mande un manuscrito, para limitarse a volcarlo y regresarlo, a vuelta de correo electrónico, y ya en otro idioma. Pero no. Ese tipo de traductores, si alguna vez existieron, poco o nada tienen que ver con la literatura: esos son quienes interpretan folletos, instructivos y manuales, profesión sin duda respetable pero cuyos alcances estéticos no tienen nada que ver con los que consiguen aquellos de quienes hoy nos ocupamos.

Los traductores, cada vez con mayor frecuencia, son sujetos muy activos en términos literarios. Leen parcelas enormes de lo que se publica (porque no pocos de entre ellos son, también, críticos, estudiosos, especialistas en tales o cuales “generaciones”  narrativas o poéticas, por ejemplo), apuestan por algunos autores específicos que les llaman la atención y se dedican a promover la publicación de sus obras. Es decir, a cumplir con funciones de scout y hasta de agente en ciertos casos. Existen diversas publicaciones en línea nutridas y animadas por traductores desdoblados, además, en editores. Algunas de ellas incluso circulan en papel.

A cambio de estos servicios inestimables, la realidad es que los traductores no suelen recibir mucho. Las oportunidades escasean e, incluso cuando se abren, no son garantía de nada. Porque las pagas editoriales no suelen ser notables (y, en ocasiones, son francamente pésimas), las condiciones de tiempo y paciencia de los editores tampoco ayudan y el reconocimiento se acerca, muchas veces, a lo nulo.

Hay traductores literarios con trayectorias y capacidades impresionantes condenados a andar pescando chambas como intérpretes para empresas, funcionarios y escuelas, a engrosar las filas de quienes se resignan a los ya mencionados instructivos y manuales técnicos o, de plano, al subempleo o desempleo.

A esa poca estima por la pericia de los buenos traductores y a la precariedad del mercado laboral respectivo se debe que no sea excepcional que nos topemos con traducciones chambonas o, de plano, pésimas. ¿Por qué? Porque sobran los editores que piensan que ahorrarse unos centavos en los honorarios de un profesional no va a ser notado por nadie. Se equivocan: los lectores no son los conformistas que muchos “profesionales del libro” creen y lo notan. Y mientras más especializados, peor.

Y, no, no crean que solamente sellos pequeños o de escasos recursos (esas conmovedoras editoriales que se dedican a republicar traducciones viejas de libros clásicos con tal de no pagarle derechos a nadie) acaban metidos en esos problemas. Sellos enormes y trasnacionales han cometido este tipo de barbaridades más de una vez.

Solía decir Cioran que cualquier bruto era capaz de escribir algo pero que se requería más erudición e inteligencia para ser un buen traductor. Ojalá los editores lo recuerden.