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Todos los caminos conducen a Alepo; por Jon Lee Anderson

Derechos exclusivos en español para Prodavinci

Por Jon Lee Anderson | 6 de enero, 2017
Fotografía de Reuters

Fotografía de Reuters

Con la evacuación de los últimos rebeldes y sus familias el mes pasado, la ciudad siria de Alepo está una vez más en manos del gobierno de Assad. Alepo tenía una población de más de dos millones de personas antes de la guerra; no sólo era la ciudad más grande de Siria y su principal centro industrial, sino que ostentaba un lugar icónico por ser una de las ciudades habitadas más antiguas del mundo, con una historia que data de alrededor de ocho mil años atrás. Antes de la guerra, la riqueza de Alepo en edificaciones antiguas y su mezcla cosmopolita de sectas y pueblos —árabes sunitas, chiitas, kurdos, turcos, alauitas, circasianos, chechenos, griegos, asirios y cristianos armenios, e incluso unos pocos judíos— lo hacían un lugar sin igual en el Medio Oriente moderno. Queda por ver qué, de todo eso, sobrevivió.

El conflicto y la destrucción continuarán en otros lugares de Siria. La ofensiva militar combinada del gobierno sirio, Rusia e Irán, que aplastó a la resistencia en Alepo después de meses de bombardeo sostenido, indudablemente se desplazará pronto hacia el suroeste, a la provincia de Idlib, en la frontera con Turquía, donde la mayoría de las personas evacuadas de Alepo se han congregado. El “califato” de ISIS en Raqqa todavía debe ser reconquistado, junto con numerosos pueblos y ciudades sirias más pequeñas. Pero la caída de Alepo es un hito importante, y probablemente marca el comienzo del fin para la miríada de facciones rebeldes sirias, cinco años y medio después de que su insurrección empezara.

Cuando una coalición desordenada de rebeldes invadió los suburbios orientales de Alepo en julio de 2012, me uní a una de las facciones en una escuela que los rebeldes habían convertido en una base de avanzada. Fue una experiencia inquietante. En lugar de una atmósfera triunfal, encontré el aire colmado de miedo y sospecha. En uno de los salones, un par de docenas de hombres intimidados estaban prisioneros; cuando pregunté por ellos, un soldado taciturno me ahuyentó. Poco después, una conmoción estalló cuando varios soldados rebeldes rodearon a uno de sus camaradas y lo acusaron de ser un espía. Mientras lo agarraban, gritó furiosamente e intentó escapar sin éxito. Fue vencido y empujado hacia un corredor por los hombres; no supe cuál fue su destino.

En un intento de acercarnos a la antigua ciudadela de Alepo, que todavía estaba bajo control de las fuerzas del gobierno, un compañero y yo trepamos a un auto con un grupo de hombres armados y nos adentramos en la ciudad. A juzgar por las duras miradas que recibimos de parte de los civiles que estaban en las calles, era evidente que no todos los residentes de Alepo estaban satisfechos por su “liberación” a manos de los rebeldes, y mientras nos acercábamos al centro de la ciudad, escuchamos disparos. Sintiendo que estábamos en una peligrosa tierra de nadie, dimos vuelta atrás.

Unos días después de que nos fuimos de Alepo, supimos que los mismos rebeldes que habían sido nuestros anfitriones, ejecutaron a un grupo de cuatro hombres acusados de traición. Los rebeldes hicieron un video con celular de la ejecución, en el cual varios soldados les dispararon, durante unos cuarenta y cinco segundos, cientos de balas a los cuatro hombres, que habían sido alineados contra un muro del jardín de la escuela. La pared estaba pintada de grandes imágenes de personajes de caricaturas, incluyendo a Mickey Mouse y a Bob Esponja.

Otro día, en un pueblo controlado por los rebeldes a un par de horas al norte de Alepo, asistí al funeral de un joven que había sido detenido y asesinado por agentes de seguridad del régimen; su cuerpo, que había sido recuperado por su familia, tenía varias heridas punzantes, pero también había huecos grandes, en los que faltaban pedazos de carne. Uno de sus familiares se preguntaba si le habían hecho eso con alicates, como parte de su tortura, mientras todavía estaba vivo.

Cuatro años y medio después, los resultados del cruel conflicto de Alepo han sido devastadores. Extensas partes de lo que alguna vez fue una gran ciudad están en ruinas, con un daño incalculable a sus monumentos históricos y arqueológicos. Secciones de la ciudadela, el minarete de la famosa Mezquita Omeya, y grandes porciones de su zoco medieval han sido destruidas o gravemente dañadas. Parte del patrimonio físico de la ciudad puede ser restaurado, pero la notable mezcla de culturas que una vez hicieron de Alepo un lugar tan excepcional, pareciera haberse perdido para siempre.

El conflicto ha tenido una cantidad insoportablemente alta de pérdidas humanas. Medio millón de personas han muerto en Siria desde que los disturbios empezaron en 2011, incluyendo a miles sin cuantificar, sólo en Alepo. La expectativa de vida de los sirios ha caído en un promedio de veinte años, y la mortalidad infantil ha aumentado en un diez por ciento; la pobreza y desnutrición abundan en el país. Un estimado de doce millones de personas, o casi la mitad de la población de veintitrés millones de personas que tenía Siria antes de la guerra, han sido desplazados, incluyendo casi cinco millones que han huido del país para agruparse en campos de refugiados en Turquía, Jordania, el Líbano, Irak y Egipto, donde dependen de asistencia humanitaria internacional para sobrevivir. Otro millón de sirios han entrado ilegalmente a Europa, donde muchos viven vidas inciertas en centros de detención mientras esperan por la decisión sobre sus peticiones de asilo.

Pocos conflictos en la era moderna han sido tan sombriamente apocalípticos o tan globalmente desestabilizadores como el de Siria, y sus consecuencias se sentirán ampliamente en las próximas décadas. Aquellos que han sobrevivido a sus horrores de primera mano tendrán que soportar el trauma de las pérdidas personales, que incluyen la muerte de seres queridos y heridas físicas; el dolor y la humillación de la tortura, incluyendo la esclavitud sexual y violaciones en grupo; la perdida de hogares y propiedades; los efectos de shock y miedo causados por bombardeos aéreos incesantes; hambre; encarcelamiento; huída y exilio, y tantas otras cosas.

Más allá de Siria, muchos millones de personas cargan consigo memorias indelebles de las múltiples brutalidades del conflicto, gracias a la avalancha insensibilizante de videos que han sido subidos a Facebook, Twitter y Youtube. Éstos incluyen ejecuciones masivas de prisioneros con balas y espadas, fuego y ahogamiento; los momentos finales de desafortunados y aterrados individuos que son lanzados de edificios y apedreados hasta la muerte; niños pequeños convertidos en verdugos sin piedad; y miles de otros horrores lascivos. Muchos de nosotros vivimos con el devastador recuerdo del rostro del periodista Jim Foley, o de Steven Sotloff, momentos antes de que un torturador encapuchado les cortara la cabeza, y nunca seremos los mismos por ello.

Qué difícil es ahora volver a conjurar el generalizado optimismo público de la primavera de 2011, cuando Siria estaba envuelta en el apasionado levantamiento que fue proclamado una “Primavera Árabe”, un pico de fervor democrático que barría el Medio Oriente, una fuerza que parecía indetenible y abrumadoramente positiva. Mucho ha cambiado desde entonces. La emocionante “revolución” de la Plaza Tahrir de Egipto se degeneró en violaciones grupales y en la sustitución del presidente Hosni Mubarak por una nueva dictadura militar de culto; la revuelta de Libia llevó al espantoso asesinato de Muammar Qaddafi en Youtube, y dejó tras de sí un país en ruinas; ISIS extendió su alcance a partir de la guerra civil de Siria, para reactivar el conflicto sectario de Irak e iniciar una campaña mundial de terror que continúa actualmente.

Los líderes occidentales que una vez apoyaron y promovieron la Primavera Árabe como un vehículo para el cambio democrático en el Medio Oriente —Nicolás Sarkozy y David Cameron vienen a la mente— están fuera del escenario político o, como Barack Obama, están despidiéndose por última vez. Las reputaciones de estos tres hombres fueron mancilladas de distintas maneras por las decisiones que tomaron en relación al medio Oriente mientras estuvieron en el poder. Obama dio un paso atrás cuando estuvo al borde de una intervención militar luego de que el régimen sirio usara armas químicas contra civiles en 2013 y ahora será sucedido por Donald Trump en la Casa Blanca.

El otro gran tropezón de los gobiernos occidentales fue Libia, que desde el derrocamiento asistido por la OTAN de la dictadura de Qaddafi en 2011, ha estado sumergida en caos. Libia ahora existe en un estado de combate perpetuo entre distintos caudillos de guerra y sus milicias, se ha convertido en un trampolín de ISIS, y ha desestabilizado a gran parte de África del Norte. Adicionalmente, debido a las mafias traficantes que operan ahí con pocos impedimentos, los inmigrantes ahora convergen en Libia para hacer peligrosos cruces en bote hacia Italia. Miles de ellos han muerto.

Gracias, en gran medida, a dichos errores occidentales, el líder ruso Vladimir Putin ha pasado de ser un jugador de poca importancia en las periferias del Medio Oriente a ser el jugador de mayor poder. Cuando aviones de guerra rusos bombardearon hace unas semanas el último hospital funcional de la ciudad entonces controlada por los rebeldes sirios, Alepo, se hizo evidente que el fin se acercaba.

El líder turco Recep Tayyip Erdoğan se ha aprovechado consistentemente del caos de la región para aumentar su propio poder. Mientras tanto, Bashar Al-Assad no sólo se ha mantenido en el poder, sino que no tiene remordimientos. En una declaración que dio para celebrar la toma de Alepo la semana pasada, Assad dijo, “creo que luego de liberar Alepo diremos que no sólo la situación Siria, sino también la situación regional e internacional es diferente.”

En parte debido al conflicto sirio y sus continuas consecuencias, el futuro de la Unión Europea es incierto. Con la llegada masiva de refugiados, ha habido un surgimiento de sentimientos en contra de los inmigrantes en Europa, que se asemeja al movimiento de derecha alternativa americana en su intolerancia y odio sectario, especialmente hacia los musulmanes. Los asesinatos de civiles —en Europa y el resto del mundo (Túnez, Bangladesh, Egipto, Turquía)— por terroristas islámicos se han convertido en un suceso aterradoramente frecuente. A lo largo y ancho de occidente, un sentimiento de xenofobia desagradable se esparce. Hasta ahora, nos ha dado a Brexit y a Trump. En las elecciones francesas que se avecinan, ¿será Marine Le Pen la ganadora? ¿Será el siguiente escándalo terrorista en Alemania el fin de Ángela Merkel y lo que propiciará un ambiente de intolerancia social?

Mientras empieza el nuevo año, muchas preguntas fatídicas cuelgan de un hilo, que de una forma u otra, nos conduce de vuelta a Alepo.

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Texto publicado en The New Yorker. Derechos exclusivos en español para Prodavinci.

Traducción de Mario Trivella Galindo.

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Jon Lee Anderson 

Comentarios (1)

Diógenes Decambrí.
13 de enero, 2017

“un sentimiento de xenofobia se esparce”: No se debe generalizar, la Xenofobia es el rechazo a TODOS los extranjeros, una posición de radicalización extrema de lo nacional, que excluye a los nacidos fuera de ese territorio que pareciera encaminarse a la primitiva y utópica Autarquía. Los giros de la situación en el medio oriente al no darse los desenlaces esperados con la “primavera árabe”, produjeron el surgimiento del bárbaro Califato islámico, conformado por los elementos desplazados del poder en Iraq y Libia, que a su vez convocaron a los fundamentalistas del Sunismo (que repudian incluso a los musulmanes del Shiismo). De modo que no hay Xenofobia genérica, sino un temor y su consecuente rechazo hacia las atrocidades de los que proponen establecer un Califato copiando las características de los que existieron hace más de ¡ cinco siglos ! En Europa y EEUU cuestionan la permisividad con la que dejan entrar a una enorme masa de “refugiados” con potenciales TERRORISTAS infiltrados.

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