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El encierro del ‘loco’ // Diario de Armando Rojas Guardia

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Le Thérapeute (1937), de René Magritte

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Deseo terminar esta exposición sobre la locura con una alusión a un aspecto del fenómeno antropológico y cultural que ella encarna y que ha sido puesto de manifiesto, me parece que de manera brillante y definitiva, por Michel Foucault. En su imponderable Historia de la locura en la época clásica, Foucault formula que, con respecto al asunto del estatuto social del loco, la modernidad burguesa supuso el pasar de una visión trágica o cómica pero siempre respetuosa e incluso reverente a la locura, que era la que imperaba en la Antigüedad y en la Edad Media, hacia un gran temor: la locura como amenaza respecto a la razón moderna. Aquel respeto premoderno por la locura, que veía a esta como un poder casi demiúrgico, revelador de cosas que la razón prefiere ignorar, dio paso a la expulsión del loco hacia los márgenes de la sociedad y a su policial y carcelario encierro. Según Foucault, ya en el siglo XVII, en el comienzo de la formación de la mentalidad moderna, al loco se le encierra porque se entiende que no es un sujeto económicamente fiable y porque su desarreglo mental atentaría contra la solidez del orden familiar burgués. Pero ahora quiero mencionarte, siempre de acuerdo con Foucault, el último y más sofisticado resultado de aquella expulsión y aquel encierro: el control que ejerce la modernidad burguesa sobre sus miembros es perverso, insidioso e invisible y, en el caso del loco, ese control se vuelve superlativo al hacer que, en medio de su encierro, entre el loco y él mismo se ahonde una distancia infranqueable: es preciso que él tome conciencia de su estado, sentido como falta, como anomalía monstruosa. Se le induce a considerarse en ese estado como distinto a lo que se querría que fuese, distinto a lo que debería ser. El encierro se internaliza hasta hacer que el loco sienta su locura como falta que es preciso reparar. Le toca ahora vivirla en la culpa. Esa experiencia interior de la locura como culpa se manifiesta, primero, a través del miedo (se amenaza con castigos cualquier expresión exterior de demencia, a fin de que la angustia obligue al loco a un control constante sobre sí mismo); segundo, a través de la vigilancia (se lo rodea de miradas inquisitivas que puedan sorprender la más mínima manifestación de irregularidad —se responde a ella con reacciones apropiadas a cada oportunidad—), a objeto de que el loco acabe por interiorizar esa vigilancia y, la constituya en mirada de sí mismo sobre sí mismo, mirada que corrobora la distancia que lo separa de la norma; tercero, a través de la humillación (humillar al loco en su locura para que la viva desde la vergüenza y se desee ajeno a sí mismo y añore, mediante la angustia que significa escapar de sí, la reinserción en la sociedad normativizada); y cuarto, a través del juicio (se hace nacer en el loco el remordimiento perpetuo por su diferencia). El final de ese proceso punitivo y alienante consiste en que el loco llega a admitir que el médico y los enfermeros y enfermeras saben más de él de lo que él sabe de sí mismo. Así se cierra la cadena circular que lo aherroja.

Este es el aspecto oscuro de la locura como patología mental. Si yo me he salvado de la punición y la culpa, y de vivirla como una mácula y una llaga moral, a pesar de que numerosas hospitalizaciones psiquiátricas me han constreñido en parte a vivirla de ese modo, es que he tenido la gracia providencial de haberme relacionado con dos terapeutas, ambos jungianos, que me insuflaron una auténtica reverencia hacia ella, hacia la lección espiritual que le estaba impartiendo a mi psique. El primero es Rafael López Pedraza. Todavía recuerdo nítidamente el día en que me dijo: “No concibo un buen terapeuta que no sienta un profundo respeto por la locura”. Y el segundo es Jean-Marc Tauszik. Una tarde, después de la magnífica interpretación que realizó de un sueño que yo había llevado a la sesión terapéutica con él, me dijo lo siguiente:

“Armando, así como Rafael Cadenas escribió Derrota y Fracaso, como expresiones de una deuda de gratitud hacia la huella espiritual que le dejaron momentos muy difíciles de su vida emocional, me parece que tú deberías escribir un texto literario sobre tu propia experiencia de la locura, que ha significado para ti no solamente noches oscuras del alma y escombros psíquicos, sino también el acceso a estadios más altos de conciencia y libertad interior”

Atendiendo a esta sugerencia escribí a finales del 2004 La desnudez del loco. Y por eso el poema está dedicado a Jean-Marc. Se trata de un texto que confirma en mí lo que, con gratitud y respeto hacia sí misma, escribió Ida Gramcko en el pórtico de Poemas de una psicótica: “Me alegra saber que, aun durante el sufrimiento de mi enfermedad, yo continué siendo poeta”.

Para terminar quiero citar, como obsequio a la paciencia del lector, un poema de Emily Dickinson que expresa mejor, en tan sólo ocho breves versos, todo lo que torpemente yo intenté decir hoy:

“Mucha locura es la mejor Sensatez

   Para el Ojo sagaz

            La mucha Sensatez -la absoluta Locura-

               Es la Mayoría de la gente-

La que en esto, como en todo, prevalece—

             Asiente —y eres cuerdo—

                   Objeta —en seguida- eres peligroso—

              Y atado con una cadena—”.

 

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