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Olivia de Havilland: entre Tara y Washington Square; por Arturo Almandoz Marte

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De izquierda a derecha: Hattie McDaniel, Olivia de Havilland y Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood

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Mi abuela Carmen tenía todas sus novelas de Corín Tellado apiladas sobre un chifonier de caoba, que junto a un escaparate de tres cuerpos, servía de vestíbulo a su habitación en la casa de San Bernardino. Cuando de niño me refugiaba allí, mientras las sobremesas dominicales se demoraban en actualidades políticas o minucias cotidianas, notaba yo que entre los delgados lomos de aquellas novelas del corazón, sobresalía el más grueso y alto de un libro empastado que rezaba, en caracteres dorados, Lo que el viento se llevó por Margaret Mitchell.

Más que por dejadez inexcusable, por miedo pueril a ser regañado al curucutear las pertenencias de la abuela, como en más de una ocasión me ocurriera con estuches de joyería y cajas de sombreros, no me atreví a abrirlo y leerlo en aquellos años infantiles. Llevado por el título, asumí entonces que se trataba de un libro sobre el paso de un huracán o algún desastre natural. Si bien reconocí en la adolescencia el título de la película que en alguna Semana Santa proyectaron por Radio Caracas Televisión, cuando sólo pasajes vi de la cinta de 1939, no fue hasta finales de los setenta, en el teatro Canaima si no me equivoco, cuando disfruté del filme de casi cuatro horas, incluyendo el intervalo musical contemplado en la versión original.

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Con el telón de fondo de las mansiones georgianas realzadas por los escenarios en tecnicolor, me sedujo por supuesto la recia caracterización del veterano Clark Gable como Rhett Butler, el mundano capitán originario de Charleston, escéptico ante el entusiasmo sureño por derrotar al norte industrializado; así como de Vivien Leigh como Scarlett O’Hara, la más atractiva y vivaz de las señoritas de Tara y de los condados de Georgia. Recorrida por caballeros enlevitados cortejando a damas trajeadas a la moda de Nueva Orleans; poblada por esclavos que todavía cultivaban manualmente el algodón, así como por criadas negras presididas por Mammy, “dedicada hasta su última gota de sangre a los O’Hara”, la plantación familiar epitoma los esplendores y miserias de los estados confederados en vísperas de la guerra de Secesión. Pivote histórico de la novela publicada en 1936, los cuatro años del conflicto iniciado en 1861 fueron como el huracán que trastocara todo a su paso, produciendo un nuevo establecimiento del que el sur esclavista, tan rezagado como latifundista, sería víctima y beneficiario a la vez. Después de todo, sin querer excusar mi ignorancia infantil, no estaba yo tan equivocado con las suposiciones que había hecho a partir del título del ejemplar atesorado por mi abuela en su habitación.

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Debido a mi interés por actores de reparto, pero también por haber escuchado antes el nombre resonante, casi tanto como el protagónico de Leigh, me llamó la atención la interpretación que Olivia de Havilland hiciera del personaje de Melanie Hamilton. En casa me habían contado que de Havilland había sido nominada al Oscar como actriz principal por Si no amaneciera (1941), pero que el premio se lo llevó su hermana, Joan Fontaine, por Sospecha, de Hitchcock; mamá lo recordaba bien porque había visto este filme de novia con papá, cuando Cary Grant era ideal de apostura y estilo para mujeres y hombres. Tal como lo comentó la prensa, la competencia dejó ver la rivalidad entre las hermanas, prefigurada por haber Olivia mantenido el apellido británico del padre, mientras que Joan adoptara el de la madre.

Mi interés por de Havilland y su personaje se acrecentó al leer Gone with the Wind, donde se despliega la legendaria tensión entre las dos mujeres por el amor de Ashley Wilkes, articulando el eje folletinesco de la novela de mil páginas. No obstante ser Scarlett una beldad sureña con pretendientes desde Atlanta hasta Savannah, de lo que se ufanaba su padre irlandés, el temperamento introspectivo de Ashley, retratado en la trama por Leslie Howard, se decanta por la “sosegada dignidad” de Melanie, a pesar de ser ésta “tan simple como la tierra, tan buena como el pan, tan transparente como el agua de manantial”. Más allá de las semejanzas físicas que de Havilland presenta con el “rostro acorazonado” y la “simpleza de rasgos” del personaje de Mitchell, la actriz sin duda logró captar los atributos de prudencia y señorío, que junto a la picardía y el arrojo, el temple y la entereza de Scarlett, resaltan entre las cualidades sureñas encarnadas por la autora en las mujeres de Tara.

Por su caracterización de Melanie, de Havilland fue asimismo nominada al Oscar como actriz de reparto en 1939, cuando la producción de David O. Selznick obtuvo diez estatuillas, logrando un récord mantenido hasta finales de los años cincuenta. Sin embargo, no fue esa tampoco ocasión propicia para De Havilland, ya que el premio recayó en Hatti McDaniel, la intérprete de Mami y la primera actriz de color en conseguir un Oscar. Si bien la nana sermoneadora era personaje importante en la novela, pasó a ser “el centro moral de la película”, como afirmara un crítico del New York Times. Toda una proeza cinematográfica y actoral en un país que, a pesar de la esclavitud que se había llevado el viento secesionista, mantuviera una férrea segregación racial hasta un siglo después.

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Olivia de Havilland en La heredera (1949), de William Wyler

Olivia de Havilland conseguiría su Oscar como protagonista con La heredera (1949), de William Wyler. Creo que vi el filme en un ciclo mientras vivía en Barcelona a finales de los ochenta, cuando reconocí de inmediato el redondeado rostro y los ojos pronunciados de la actriz que había personificado a Melanie. La función había comenzado ya y me tomó algún tiempo darme cuenta, por las referencias a Washington Square, que se trataba de la versión cinematográfica de la novela homónima de Henry James publicada en 1880. Con su ingenuidad y falta de atractivo físico, el personaje de Catherine Sloper, la hija casadera de un adinerado doctor neoyorquino, me recordó en algo la simpleza y bondad de la Melanie de Mitchell; sin embargo, a pesar de la falta de estilo y luces que prolongaran la soltería de Catherine, más romántica y vivaz se ofrece de Havilland aquí ante las pretensiones de Morris Townsend, un apuesto cazadotes interpretado por Montgomery Clift.

Pero el histrionismo y la versatilidad de Olivia de Havilland se manifiestan sobre todo en la metamorfosis experimentada por Catherine después de su decepción con Morris. Habiendo sido el amor de éste puesto a prueba por el suspicaz doctor —haciendo incluso pasar a la hija una temporada en Europa, como en la mayoría de los personajes de James— la desaparición del pretendiente envenena el corazón de la señorita trocada en solterona. Entonces afloran en Catherine la conciencia amarga y los resentimientos escamoteados ante los maltratos masculinos, incluyendo los del padre dominante que siempre la subestimara. Acentuada por su falta de belleza hollywoodense, esa transformación de Olivia de Havilland me recordó en mucho la fuerza y el carácter de Bette Davis en Jezabel (1938) o La solterona (1939), entre otros roles. No sabía yo para entonces que, según leí más tarde, con ésta tuvo también de Havilland rivalidades, llegando incluso a demandar a los estudios Warner por papeles más artísticos que supuestamente eran dados a la Davis.

La caracterización que de Catherine Sloper hiciera Olivia de Havilland cobra más fuerza cuando es puesta en el contexto de la obra de James. Tal como señalaran tempranamente historiadores de la literatura estadounidense como Ludwig Lewihson, los personajes jamesianos están “dibujados sin énfasis” en medio de la stream of consciousness informadora de las tramas, lo cual no significa empero que sean “menos memorables” o tengan menos vida interior. De esa tensión emana mucha de la fuerza de la spinster y el retrato que de ella hiciera de Havilland, los cuales logran reflejar la profundidad de esa psique a partir de un personaje en apariencia anodino. A veces catalogada como obra de transición entre los dos primeros períodos de la producción James, contribuye a esa riqueza que se trata de una de sus novelas más femeninas, junto a The Portrait of a Lady (1881), llevada a la pantalla por Jane Campion e interpretada por Nicole Kidman a finales de los noventa. Pero tanto o más que ésta, Washington Square es, como señalara Graham Greene, “quizás la única novela en la que un hombre ha invadido con éxito el campo femenino, produciendo una obra comparable a las de Jane Austen”.

 

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A comienzos del 2014, una noche volví a ver The Heiress, esta vez por un canal satelital de televisión y desde el comienzo de la película. Además del cinismo del doctor Sloper para con su hija y su pretendiente, pude en esta ocasión apreciar mejor la matizada caracterización de Clift como Townsend, quien hace dudar al espectador hasta el final sobre sus intenciones engañosas. Contemplé asimismo la conversión de la otrora candorosa Catherine en rica heredera tras la muerte de su padre, desengañada ya de las pretensiones de Morris; como un personaje de Austen, desgrana entonces su vida holgada y sedentaria en la mansión de la plaza neoyorquina.

De nuevo me atrapó la escena final en la que de Havilland, empuñando su lámpara de gas a la medianoche y desoyendo los llamados del cazadotes desde la calle, sube las escaleras hacia las alcobas de la casa oscura. Tanto como la asunción de la soltería que hace allí la actriz de mirada penetrante y estampa austera, ese cierre patentiza la gran dignidad sobre la profesión de la soledad; aunque debo reconocer que quizás me dejé llevar en mis impresiones por el hecho de que fue una tía solterona quien al morir me dejó su ejemplar de Washinton Square. Y como si se tratara de un sosias de Catherine, algo de la soledad legada por tía Maruja asoma en el lomo de la edición en mi estudio, la cual se encuentra, por cierto, en el mismo anaquel que Gone with the Wind.

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