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Postdata: Fidel Castro, 1926-2016; por Jon Lee Anderson

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Fotografía de AP

Fidel Castro ha muerto. Pocos líderes políticos han sido tan icónicos y duraderos como el revolucionario cubano, que cumplió 90 años en el mes de agosto. Formalmente se retiró en 2008 –le entregó el poder a su hermano menor Raúl dos años antes, después de padecer una enfermedad seria– pero ostentó el poder como el jefe máximo de Cuba por no menos de 49 años, y se mantuvo como el indiscutible patriarca revolucionario hasta su muerte.

Fidel estuvo frágil por un tiempo. Su última aparición pública fue en abril, en el Congreso del Partido Comunista de Cuba, que fue convocado poco después de la histórica visita del presidente Obama a La Habana, y tuvo el aire de una última vez. En esa comparecencia, en la que dio un discurso tembloroso y le costó pronunciar sus palabras, Fidel dijo: “pronto seré como todos los demás”. Muchos de los delegados del Partido Comunista lloraron mientras lo escuchaban.

La alusión de Fidel a su propia muerte fue significativa –fue algo que rara vez había ventilado públicamente–. Durante las décadas que estuvo en el poder, desde enero de 1959, cuando derrocó al dictador Fulgencio Batista, hasta su renuncia, hace 8 años, los cubanos han seguido la convención de ignorar el tema con eufemismos como “la inevitabilidad biológica”. Fidel, más que cualquier otro líder político de la historia reciente, estaba a la altura de un mito viviente en su país. Por muchos años, los cubanos lo han visto como alguien cercano a la inmortalidad.

Fidel estuvo en el centro del escenario global por una cantidad extraordinaria de tiempo. Se hizo con el poder en la era de Dwight Eisenhower y se mantuvo allí hasta el segundo período de George W. Bush. Murió durante los días menguantes de la presidencia de Barack Obama, el primer presidente americano en viajar a la Habana en todo ese tiempo, un evento que sucedió después de que Obama y Raúl negociaran un avance diplomático en 2014. Fidel no se reunió con Obama cuando éste vino a Cuba. La visita del presidente americano fue, en un sentido real, la prueba final de que la era de Fidel había terminado.

Fidel siempre desconfió de los americanos, cosa que les recordó a todos en una carta abierta que publicó en enero de 2015, semanas después del anuncio de que Raúl y Obama habían restaurado las relaciones entre los dos países. “No confío en las políticas de Estados Unidos, ni he intercambiado una sola palabra con ellos”, escribió, “pero esto no significa que rechace una solución pacífica a los conflictos”. En una forma indirecta de demostrar su aprobación, dijo que al liderar las negociaciones con los adversarios de Cuba, Raúl había “tomado los pasos pertinentes en concordancia con las prerrogativas y los poderes que le fueron otorgados por la Asamblea Nacional del Partido Comunista de Cuba”. Pero el desplante fue obvio para todos.

Con sus observaciones, Fidel se afianzó como el sumo paterfamilias de los miembros de la maquinaria partidista cubana que se sentían escépticos respecto a la relación recientemente reanudada con Estados Unidos y las concesiones al capitalismo, inauguradas por Raúl, la cuales se han acelerado desde la distensión cubano-americana. En una columna de opinión publicada poco después de la visita de Obama, Fidel cuestionó la ligereza del llamado de Obama a los cubanos a “olvidar el pasado y mirar hacia el futuro”. También vociferó sobre cómo el pasado de Cuba estaba lleno de episodios de actos de violencia inspirados o conducidos por los americanos, que no podían ser olvidados. Agregó además, con orgullo, que la revolución cubana tenía poco que aprender de los yanquis, y no necesitaba su caridad. “No necesitamos que el imperio nos de nada”, escribió. El efecto de las quejas de Fidel ayudó a promover una reacción oficial en contra de los comentarios reconciliadores de Obama.

La muerte de Fidel se produce ocho semanas antes de que Donald Trump asuma la presidencia de los Estados Unidos. Entre otras cosas, Trump le prometió a los cubano-americanos conservadores de Miami que pondría fin a las iniciativas políticas de Obama con Cuba, que apuntan a forjar lazos más cercanos al incrementar el turismo americano y los negocios en la isla. Los detractores de la postura de Obama argumentan que semejantes concesiones sólo han ayudado a fortalecer un régimen comunista repugnante. Si Trump cumple sus promesas, los dos países probablemente volverán al cauteloso e indefinido punto muerto que ha marcado su relación desde que Fidel lanzó su revolución socialista e hizo de Cuba un Estado protagonista de la Guerra Fría. Pase lo que pase con la nueva y frágil relación entre Cuba y Estados Unidos, es una notable ironía que los principales escépticos fueran liderados por Fidel, de un lado, y por sus archienemigos en Miami, del otro.

El legado de Fidel siempre será un factor de discordia. Cuba es hoy un país desgastado, pero sus indicadores sociales y económicos son la envidia de muchos de sus vecinos. El restrictivo régimen marxista que Fidel instauró hace tantos años, se ha aflojado en algunos aspectos –hay mucha libertad religiosa en Cuba hoy en día, y los cubanos, incluyendo disidentes políticos, entran y salen libremente de la isla– pero el país sigue siendo un Estado unipartidista. La policía ejerce mano dura con los que intentan organizar protestas públicas. En cuanto a la prensa, aunque se permite su existencia, se mantiene, en su mayoría, en manos de los comisarios del Partido, y difunde tratados ideológicos en lugar de verdaderas noticias.

Para los cubanos jóvenes, muchos de los cuáles apenas eran niños cuando se retiró, Fidel ya era un tótem obscuro, la figura de un abuelo que se pronunciaba sobre asuntos que poco tenían que ver con sus vidas. Con un creciente número de cubanos que trabajan fuera del sistema estatal –cuentapropistas: taxistas, cocineros, mesoneros, barberos, plomeros, electricistas– las exhortaciones revolucionarias de Fidel llegaron a ser consideradas como las declaraciones pintorescas de un viejo cuyo tiempo había terminado.

En años recientes, Fidel escribía sus reflexiones en una serie esporádica de columnas de opinión publicadas en Granma, el diario oficial del Partido Comunista. En su última columna, que apareció el 8 de octubre bajo el título “El destino incierto de la especie humana”, Fidel ofreció una oscura reflexión sobre la ciencia y la religión, concluyendo: “Es en este punto que las religiones adquieren un valor especial. En los últimos miles de años, tal vez hasta ocho o diez mil, han podido comprobar la existencia de creencias bastante elaboradas en detalles de interés. Más allá de esos límites, lo que se conoce tiene sabor de añejas tradiciones que distintos grupos humanos fueron forjando. De Cristo conozco bastante por lo que he leído y me enseñaron en escuelas regidas por jesuitas o hermanos de La Salle, a los que escuché muchas historias sobre Adán y Eva; Caín y Abel; Noé y el diluvio universal y el maná que caía del cielo cuando por sequía y otras causas había escasez de alimentos. Trataré de transmitir en otro momento algunas ideas más de este singular problema”.

Ese otro momento, por supuesto, ya no vendrá.

En el término de su vida, Fidel instaló un régimen comunista en Cuba, derrotó la invasión de Bahía de Cochinos apoyada por la CIA, desencadenó la crisis de los misiles, lanzó y armó numerosas insurgencias marxistas en América Latina y África, envió cubanos a pelear contra las tropas sudafricanas en Angola –ayudando a debilitar el régimen del apartheid–, sobrevivió al colapso de la Unión Soviética y mantuvo intacto el sistema comunista de Cuba por otro cuarto de siglo, a menudo, aparentemente, a través de pura voluntad y para el disgusto y la frustración de sus muchos enemigos; y para un hombre que intentó ayudar a transformar la humanidad a través de un socialismo revolucionario hasta el último de sus días, noventa años fueron, quizás, insuficientes.

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Texto publicado en The New Yorker. Derechos exclusivos en español para Prodavinci.

Traducción de Diego Marcano.