Artes

Sobre la dialéctica espiritual, Pascal y Montaigne // Diario de Armando Rojas Guardia

Por Armando Rojas Guardia | 12 de noviembre, 2016
Fragmento de La inspiración de San Mateo (1602), de Caravaggio. Haga click en la imagen para ver la obra completa

Fragmento de La inspiración de San Mateo (1602), de Caravaggio. Haga click en la imagen para ver la obra completa

5

Amanece. Desde mi ventana, el milagro: sobre la negra musculatura del Ávila, una enorme franja dorada de cielo en medio de la cual palpita, translúcida, la brasa de Venus. Nada tengo en las palabras que pueda merecer la revelación de este prodigio insinuándose detrás del cristal hogareño. Como toda gracia, sobrepasa el mérito que pueden ostentar los vocablos, un mérito en este caso solo alusivo, vaga e imprecisamente nominal. A fin de cuentas, únicamente la poesía como operación de una videncia, la poesía como visión (así la concebía Rimbaud) da cuenta de la hermosura que hoy acontece en mi ventana: amanece.

6

Mi ritual del 24 de diciembre consistió, como todos los años, primero, en ver a media tarde, y por enésima vez en mi vida, el “Evangelio según san Mateo” de Pasolini; luego, escuché el “Oratorio para el Día de Navidad” de Juan Sebastian Bach; después, leí en voz alta el pasaje del Evangelio de Lucas referido al nacimiento de Jesús; seguidamente, hice media hora de oración; y finalicé con una solitaria, modesta y deliciosa cena, en la que destacaron la hallaca que me obsequió Ignacio Castillo, la ensalada de gallina y unos trozos de pan de jamón —en esta ocasión el desabastecimiento generalizado que desprovee al país me impidió comer el clásico pernil—.

Durante la oración seguí el esquema propuesto por Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales: practiqué lo que él llama la “composición de lugar”: imaginé metódicamente el interior del Pesebre de Belén, aplicando mis cinco sentidos a ese espacio fantaseado como una especie de gruta: mis ojos interiores contemplaron a los protagonistas de la escena, María, que acababa de dar a luz y por eso mismo estaba cansada y pálida, la prestancia varonilmente protectora de José y, en medio del heno y la paja amontonados, el Niño, que tenía la mirada abierta y en cuyo rostro parecía insinuarse una sonrisa; y así, cada sentido percibía de manera imaginaria el cuadro feliz del Nacimiento. Este año me detuve especialmente en la aplicación del olfato y del gusto. Ignacio tiene la audacia de indicarle al ejercitante que, mediante la activa incorporación de esos dos sentidos a la contemplación de lo fantaseado, el que medita huela y guste “la infinita suavidad y dulzura de la divinidad”. Durante buena parte de la tarde y la noche he pensado, a propósito de esta sugerencia de Ignacio, que está por escribirse una teología de la sensación. Romano Guardini lo hizo a su modo sobre en aquel librito suyo, Los sentidos y el conocimiento religioso y, también, en El medio divino, de Teilhard de Chardin, hay esbozos brillantes sobre el papel de la sensorialidad en el desarrollo de la vida espiritual. Por más que no podamos ni debamos aspirar a sentir a Dios, porque él existe más allá de lo empíricamente verificable, y todo intento de aprehenderlo sensitivamente lo objetualiza y cosifica desnaturalizando su radicalísima Trascendencia, ¿no sabemos, sin embargo, que su Espíritu habita y vive dentro de nuestro cuerpo y que este se transforma en receptáculo vibrátil de su acción en nuestra vida, de su paso misterioso por ella? Para la tradición bíblica Dios no simplemente “es”, como el Motor Inmóvil de Aristóteles, sino que acontece. Dios acontece: cambia la vida de un hombre cuando entra en ella. Y ese acontecimiento inefable en el que Dios consiste repercute en la carne misma del ser humano dentro de cuya existencia él se ha hecho presente. Al acercarse a su criatura, Dios vuelve irresistiblemente a esta agraciada, o sea, llena de belleza, de atractivo. Quia amasti me, feciste me amabilem, resume Agustín de Hipona. En este sentido, la santidad no es otra cosa más que ese vértigo por el cual un hombre abandona la pesadez entrópica que lo conmina a la vulgaridad espiritual y a la inercia de la vida para remontarse, a veces sin saber cómo, a la pura liviandad, a la exacta ligereza que es la hermosura misma de Dios. El rapto de enamoramiento que Francisco de Asís despertaba en sus contemporáneos, el encanto balsámico que emanaba de Teresa de Ávila, las misteriosas fragancias que los interlocutores de Juan de la Cruz creían percibir como brotando de su sayal de esparto, el hechizo que nos consuela en la mirada de Charles de Foucauld desde cualquiera de sus fotografías, la dulzura que anegaba de lágrimas los ojos de los prisioneros de Auschwitz ante una simple sonrisa de Maximiliam Kolbe, son solamente manifestaciones, epifanías de la exuberancia vital que invade al hombre al toque de la gracia, de la belleza de Dios. Toque que también es carnal y corpóreo. La fe implica una reorientación de la vida sensitiva: la mistagogia en la que la fe consiste involucra una autoeducación paulatina también de nuestra sensorialidad: “educar los ojos”, decía Teilhard, para sentirse envueltos en la atmósfera sagrada que permea la expresividad del mundo. ¿Acaso la paz y la alegría no son ante todo realidades sensoriales? La vida moral empieza allí, en la sensación placentera o disgustante que nos provocan los objetos, en la percepción sensorial —la aísthesis griega— por medio de la cual evaluamos espontáneamente las cosas: nuestro juicio y el ejercicio de nuestro criterio valorativo nacen del contacto de la sensibilidad, la sensorialidad y la sensitividad con las texturas, los tonos y los sabores del cosmos. La ética comienza por ser una respuesta estética a los estímulos de la realidad. Nuestro juicio moral brota connaturalmente cuando encaramos de manera abrupta o parsimoniosa la belleza del mundo.

La dialéctica típica de la espiritualidad ignaciana, el flujo bipolar entre la “consolación” y la “desolación” constituye una tensión interior entre dos estados de ánimo que, como tales, son primariamente magnitudes sensitivas que el cuerpo autopercibe y registra. La osadía de Ignacio estriba, no solo en convertir a la imaginación en un verdadero método meditativo, sino también en englobar a los sentidos en la experiencia de Dios. Después de la aplicación de mi olfato y, de mi gusto al aroma y al sabor, imaginados religiosamente, de la presencia divina en mi cuerpo, recordé aquel fragmento del capítulo VI, Libro X, de las Confesiones de Agustín que desde la adolescencia he amado:

“¿Y qué es lo que amo cuando te amo? No la hermosura del cuerpo, no la frescura de la tez, no el candor de la luz, regalo y caricia de nuestros ojos; no la dulce y varia melodía de la música, no la suave olencia de las flores, de los ungüentos y de los aromas; no maná ni mieles, no miembros que puedan aprisionar brazos y abrazos carnales. No, no amo estas cosas cuando amo a Dios. Y, no obstante, amo una luz, una voz, un olor, un manjar y un abrazo cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, olor, manjar y beso de mi hombre interior”

Recordé igualmente otros dos textos que me enamoran: el capítulo 19 del Libro de los Reyes, dentro del cual el profeta Elías inquiere por la presencia de Dios: al principio percibe un convulsivo terremoto, pero Dios no estaba allí; luego, un estruendoso huracán: tampoco en él se encontraba Dios; finalmente, siente una brisa levísima, un vientecillo que es casi un susurro, y entonces lo sabe: Dios se ha hecho presente. El versículo 27 del salmo 72 lo expresa de manera inolvidable: “gusten qué suave es el Señor”. Suelo decirles a mis alumnos del taller de Introducción a la experiencia mística, que dicto los viernes, que el resumen de todo lo que deseo comunicarles se halla en aquel relato del Libro de los Reyes y en ese versículo del salmo.

7

Hoy, 31 de diciembre, voy a hacer un balance de mi evolución espiritual. Será un balance sui generis por indirecto. Hablaré más de dos autores, paradigmáticos en mi vida, que de mí mismo (lo haré explícitamente en su momento). Al escribir sobre Pascal y Montaigne pretendo ilustrarme a mí mismo, y al posible lector de este diario, cuál es el polo mental y existencial que he dejado atrás y cuál es el otro al que todos los días me aproximo con todas mis fuerzas: el polo que abrazo.

Jorge Luis Borges afirma, en su ensayo La esfera de Pascal, que éste, Blaise Pascal, odiaba el universo. Yo no soy tan extremado como Borges, pero sí me atrevo a decir que el autor de los Pensamientos y las Provinciales nunca se halló cómodo en el mundo, no encontró al cosmos verdaderamente confortable: la finitud y la contingencia fueron para él magnitudes trágicas, y la libertad humana que se despliega en medio de ellas le pareció siempre asediada por la contaminación del peligro: un riesgo inconmensurable (en última instancia, el riesgo de la condenación eterna que para él, jansenista, era tan obvio como contundente). De allí que nunca le atrajeran la personalidad y la obra de Montaigne. Este era un hombre que se autopercibía completamente cómodo en el universo. Se desplazaba dentro del mundo con placentera desenvoltura, sosegadamente acicateado por la alegría de existir y de vivir. Eran un placer y una alegría que, según él, podían aumentar a voluntad, hasta transformarse en medida y ritmo de su paso sobre la tierra. Creo que en buena medida mi proceso psíquico y espiritual ha consistido en moverme, desde adentro, de un eje pascaliano a otro que gira en torno al talante vital encarnado por Michel de Montaigne. Lo que no significa otra cosa que afirmar lo siguiente: progresivamente ha ido en aumento la calidad de mi acuerdo con el mundo, y la alegría y el placer, redescubiertos y acogidos con alborozo indesmentido, signan, en la hora actual de mi cuerpo y de mi alma, mi actitud básica ante la realidad. Experimento ahora una confianza radical en la bondad ontológica del mundo. Y todo mi trabajo intelectual constituye un modo de explicarme a mí mismo, y explicar a los demás, esa confianza fundamental y fundante.

8

Pascal no podía soportar el egotismo de Montaigne, la libérrima profusión autobiográfica de los Ensayos. Para él, la multiplicación en un texto de la primera persona del singular constituía un impudor descarado. Montaigne, en cambio, escribía desde una profunda, total reconciliación consigo mismo. “De lo que abunda en el corazón habla la boca”, nos dice el Evangelio. Si Michel de Montaigne no retrocedía ante el propósito y la tarea de hablar de sí mismo lo hacía porque su corazón rebosaba de lo que Spinoza define como la “alegría nacida de lo que el hombre se considera a sí mismo y su poder de actuar”: la acquiescencia in se ipso que los estudiosos traducen “como “contentamiento de sí mismo”, “satisfacción íntima”, “satisfacción interior”, “satisfacción de sí” y André Comte-Sponville llama “placer en reposo de uno mismo en uno mismo” y, también, “gratitud de uno mismo hacia uno mismo”. En resumidas cuentas, la confianza en sí mismo o amor a uno mismo (que no es lo igual al amor propio, la philautia). Nada le parecía a Montaigne más moral y estéticamente perjudicial que el autodesprecio y la desvalorización de su propia naturaleza física, anímica, psíquica y espiritual. Lo afirma sin ambages en el último de sus Ensayos: “Es absoluta perfección y como divina el saber gozar lealmente del propio ser. Buscamos otra condición por no saber usar de la nuestra, y nos salimos fuera de nosotros por no saber estar dentro” Y agrega, en su suculento y sabroso idioma: “En vano nos encaramamos sobre unos zancos pues aun con zancos hemos de andar con nuestras propias piernas. Y en el trono más elevado del mundo seguimos estando sentados sobre nuestras posaderas”.

En su Poética del espacio afirma Gastón Bachelard que la primera sensación de sí mismo que tiene el organismo vivo es el bienestar. Esa sensación placentera de sí como síntoma y signo del hecho de vivir viene a ser la plataforma sobre la que descansa la comodidad cósmica de Montaigne, su integración jubilosa a la realidad, al universo. Comodidad cósmica e integración jubilosa que empezaban por la experiencia de sentir explícita gratitud por el obsequio, por la gracia que era él mismo como participante en la gran coreografía que se desarrolla ante y a través de nosotros. “Somos bellos, enseña Plotino, cuando permanecemos fieles a nuestra propia naturaleza; por el contrario, somos feos cuando cambiamos de naturaleza”. Comentando estas palabras dice James Hillman: “He aquí la respuesta estética”. Yo añadiría: es la respuesta estético-moral a la interpelación entusiasta que nos hace nuestro propio ser a cada uno de nosotros.

Como yo soy mi único discípulo, escribo este diario entre otras cosas para fijar las coordenadas mentales dentro de las cuales, no solamente quiero vivir, sino vivo. Me enternece saber que este año termina bajo la tutoría espiritual de Montaigne.

Hermosura que hoy acontece en mi ventana: amanece.

Armando Rojas Guardia Poeta, crítico y ensayista venezolano, tuvo un papel fundamental en la fundación del Grupo Tráfico, y ha publicado numerosos poemarios y colecciones de ensayos, entre ellos "Del mismo amor ardiendo" (1979), "Yo supe de la vieja herida" (1985), "Poemas de Quebrada de la Virgen" (1985), "Hacia la noche viva" (1989), "La nada vigilante" (1994) y "El esplendor y la espera" (2000).

Comentarios (5)

Teresa Sosa
13 de noviembre, 2016

Armando, gracias, desperté en la madrugada para mirar la Super Luna, leo tus palabras…y con ellas contemplo mi sentir de sensaciones casi olvidadas ! Gracias!

@manuhel
13 de noviembre, 2016

Like =¨

Alejandro Zepol
15 de noviembre, 2016

Definitivamente no es una lectura para leer en el metro. Siempre profunda, reta al deseo de formarse espiritualmente por la fe en Cristo y deja una rara admiración parecida a la envidia por la cultura de Armando Rojas Guardia.

Miguel Angel Ayala
15 de noviembre, 2016

Lectura que se descifra dentro de uno mismo: Dios es amor;alegría; bumildad; perdón y diálogo interno Gracias porque nos entrega esa búsqueda de La Paz interior Gracias Sociedad dé Jesús

Odoardo Graterol
26 de diciembre, 2016

Las palabras no tienen poder para manifestar lo que se siente si no es con el auxilio de aquellos que han sabido habitar dentro de su espiritualidad. El entusiasmo que insuflan las palabras que surgen desde el corazón espiritual son un bálsamo que consuela a quienes estamos en el camino hacia el encuentro con la Unidad que lo divino inspira en sus seguidores, discípulos, hermanos… en fin no encuentro la palabra que refleje la Luz que surge en mi y que esta “confesión íntima” ha “sugerido a mi entusiasmo”.

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.