Artes

Sobre la fama y la ética de los ‘nadies’ // Diario de Armando Rojas Guardia

Por Armando Rojas Guardia | 5 de noviembre, 2016
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The Death of Hyacinth (1649), de Nicolas-René Jollain

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En mi infancia, la relación simbiótica con mi madre, prolongada y ramificada incesantemente por la atmósfera que emanaba de la presencia avasallante de mis hermanas, de mis tías, de mis primas (toda mi familia materna es un verdadero matriarcado), determinó que yo fuera un niño y después un jovencito bastante afeminado, en las actitudes y en la gestualidad corporal. Aquella era una atmósfera cuyo totalitario, urobórico predominio femenino ahogaba la independencia de mi identidad viril. Mi amaneramiento fue lo suficientemente ostensible como para convertirse en el objeto del sarcasmo, las ofensas y las humillaciones, casi constantes, de mis compañeros de colegio. La homofobia como fenómeno colectivo empieza allí, en la burla zahiriente que provocan los rasgos femeninos detectados en un varón (consecuencia, a poco que se lo piense, de la desvalorización de la mujer dentro de nuestro marco civilizatorio, desvalorización camuflajeada por el aura engañosa de una idealización que más bien la mistifica). Yo no lograba compatibilizar aquel sarcasmo continuo con la alta opinión que tenía de mí mismo (fruto del amor que mis padres y mi familia demostraron siempre hacia mí, hasta el punto de encumbrarme en un pedestal que me engrandecía ante mis propios ojos). Ello hizo que me autopercibiera como la víctima de una injusticia crónica y, por decirlo así, incluso metafísica: ¿cómo era posible que yo, precisamente yo, que merecía tanta devoción, tanta consideración y tanto respeto, fuera insultado, vejado de aquella manera brutal y permanente? Hasta que a los catorce años de edad descubrí un área existencial dentro de la cual ya no era objeto de burlas sino de un unánime y público aprecio: la escritura literaria y, en general, la vida intelectual. En esa área yo era fuerte, incólume, superior al promedio. Todavía más: instintivamente descubrí también que en ella, en esa zona de la existencia, me podía permitir el lujo de burlarme a mi vez de los demás, de devolver las ofensas en pie de igualdad, de vengar la injusticia moral que me había victimizado a lo largo de los años. Cuando empecé a publicar en la prensa, a solicitud de escritores y directores de suplementos literarios que conocían mi trabajo incipiente, lo hice en plan guerrerista y polémico. Una gran narradora venezolana, que luego acabó siendo entrañable amiga mía, y con la cual polemicé públicamente utilizando toda la filosa mordacidad de la que yo era capaz, me dijo al poco tiempo de conocerme en persona: “Me asombra que sea tan suave el tono de tu trato cotidiano con los que te rodean; yo me imaginaba que eras agresivo, intolerante y rabioso”. Y debo confesar aquí que una de las causas de mi rompimiento con A., mi primera pareja erótico-afectiva, fue el mal disimulado menosprecio con el cual yo lo trataba por su supuesta inferioridad intelectual respecto de mí, un menosprecio que no ahorraba comentarios irónicos, cruelmente desvalorizadores: mucho lo hice sufrir.

Esta es la ambivalencia a la que me refería, y que ha signado el desarrollo de mi relación con el prestigio y la fama. Desde el día en que a los catorce años el P. Moreno, mi profesor en el segundo año del bachillerato, exclamó en voz muy alta delante otros maestros y condiscípulos refiriéndose a mí: “¡Obliguen a este muchacho a escribir!”, la constatación de que la creatividad estética me deparaba la dulce y siniestra oportunidad de reparar tantas humillaciones padecidas (sumadas a las que ya presentía que se avecinaban a cuenta de mi homosexualidad precozmente percibida) orientó mi inconfesada convicción de que el prestigio era una garantía de respeto, aprobación y aplauso. Soy el primero en tener conciencia del resentimiento moral que encierra, en mi caso, la búsqueda de la fama: en virtud de todos los móviles que acabo de describir, una pretensión de prestigio así motorizada hace de mí lo que Nietzsche llamaba un esclavo, con toda la innoble carga semántica que esa palabra posee en su obra. ¡Qué difícil ha sido para mí lograr una vida sin resentimiento, es decir, “sin culpa y sin odio”, como la deseaba para sí misma la inocencia puramente afirmativa, nunca reactiva, el autor de Así hablaba Zaratustra!

Pero no solo es eso. En los tres Evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) a los básicos y principales interlocutores del mensaje de Jesús de Nazareth se los designa con el sustantivo griego óchlos, que quiere decir multitud plebeya, el gentío que no cuenta ni representa nada social o culturalmente; se los llama también los néipoi, o sea no solamente los mudos, porque no han accedido a la figuración pública, sino también aquellos de los que nadie habla, tan insignificantes son en la existencia colectiva. La gente sin dignidad y sin honor era la que acudía constantemente a escuchar a Jesús: la muchedumbre vulgar en cuanto distinta de la aristocracia (sea esta de cualquier tipo) y de la dirigencia social y cultural. No se trataba solo de hombres, mujeres y niños de ínfima condición socio-económica sino igualmente moral: los “desviados”, los “descarriados” (el Evangelio de Juan —Jn 7, 49— lo resume lapidariamente al poner en boca de un fariseo esta definición: “la plebe maldita que no conoce la Ley”). Era la multitud que provocaba el rechazo y la repugnancia de las “personas dignas”, de la “gente respetable”: la que un autor con quien no simpatizo —Eduardo Galeano— describe por una vez de modo acertado y evangélico: “Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. / Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: / Que no son, aunque sean. / Que no hablan idiomas, sino dialectos. / Que no profesan religiones, sino supersticiones. / Que no hacen arte, sino artesanía. / Que no practican cultura, sino folklore. / Que no son seres humanos, sino recursos humanos. / Que no tienen cara, sino brazos. / Que no tienen nombre, sino número. / Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. / Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

Es la identificación ética con estos “nadies”, con los últimos, con los que viven calladamente en el basurero de la historia, la que llevó a Jesús a afirmar que quienes quisieran seguirle debían “cargar diariamente con la cruz” (Lc 9, 23). Cargar con la cruz no era nada relacionado con la espiritualidad: no significaba un precepto ascético. Tampoco se refería a ningún heroísmo interior. Hacía mucho tiempo que los judíos conocían las ejecuciones practicadas por el poder militar romano: la cruz era el suplicio reservado a los subversivos y los sediciosos, los que ponían en peligro el orden interno, político, del Imperio. “Cargar con la cruz” venía a significar que el seguidor de Cristo, por el solo hecho de serlo, entraba en conflicto con aquel orden y con la organización de la sociedad: se exponía a la sanción mortal del poder. De igual forma, la enseñanza de Jesús invitando (“el que tenga oídos para escuchar esto, que lo haga”: Mt 17, 25) a “hacerse eunucos por el Reino de Dios” no se refiere, en su exacto contexto, a la opción existencial por la castidad consagrada: “eunuco”, dentro del Israel del siglo I, era un hombre despreciado, ni varón ni mujer, un desclasado, un marginal. “Hacerse eunuco” consistía en penetrar hasta el fondo en el circuito social de ese desclasamiento, de esa marginalidad: seguir a Cristo de modo carismático e itinerante, en las fronteras de lo socialmente establecido y sancionado. Su motivación neurálgica era la de alinearse precisamente con los últimos, con el óchlos, con los néopoi sin nombre y sin cualificación alguna. De allí la expresa, la severa prohibición de Jesús a sus discípulos de creerse superiores a los demás y, por eso, de buscar los primeros puestos en la vida de la colectividad. Desde su perspectiva, hay que situarse, más bien, en los últimos lugares, porque solo en ellos se encuentran los “pobres, lisiados, cojos y ciegos” (Mc 10, 26) que son los privilegiados invitados al banquete mesiánico.

Esta es la inversión axiológica y ética operada por el Evangelio: la verdadera transmutación de los valores establecidos. Una inversión abismal de la que me aleja el hambre, solapada o explícita, de reconocimiento. Si esa es la realidad del seguimiento de Jesús, y si me digo su discípulo, ¿a qué viene, en mí, toda la parafernalia psíquicamente mitológica de la fama?, ¿por qué supeditar esa elección religiosa y moral a la feria de vanidades del espectáculo colectivo?, ¿por qué debo convertir la creatividad artística en una apuesta carrerista y mundana, desleal al aura en cierta forma sagrada que desde hace milenios la acompaña? Si sé a qué y a quiénes me debo, en tanto cristiano, debo aplicarme el trasunto espiritual de una reflexión de Arturo Uslar Pietri en las páginas finales de La ciudad de nadie: en ellas, ficcionaliza que está escribiendo su ensayo mientras viaja en el metro de Nueva York. De pronto, recordando a Chesterton, se le ocurre afirmar que el auténtico sentimiento religioso estriba en percibir que el hombre anónimo sentado frente a él en el vagón es tan importante para Dios como William Shakespeare. Ese Guillermo Agitalanza.

Armando Rojas Guardia Poeta, crítico y ensayista venezolano, tuvo un papel fundamental en la fundación del Grupo Tráfico, y ha publicado numerosos poemarios y colecciones de ensayos, entre ellos "Del mismo amor ardiendo" (1979), "Yo supe de la vieja herida" (1985), "Poemas de Quebrada de la Virgen" (1985), "Hacia la noche viva" (1989), "La nada vigilante" (1994) y "El esplendor y la espera" (2000).

Comentarios (3)

@manuhel
5 de noviembre, 2016

A qué viene la aclaratoria: “no simpatizo”.

Si se cita a un autor; suponemos que es una cita (a lugar) y nada más…

Esther
5 de noviembre, 2016

Excelente escrito…Reflexivo y aleccionador. Gracias Armando! Hay que ser humilde sobre los talentos, pero cuando estan ahi, estan ahi!!! y lo debido es ponerlo de la mejor manera al servicio de todos. Todo mi respeto! 🙂

Ramón Piñango
5 de noviembre, 2016

No se trata de un ensayo sino de un testimonio desbordante de autenticidad y valentía existencial. Una reflexión que exige compromiso con valores fundamentales tan frecuentemente soslayados. Gracias.

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