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Pablo Montoya: “un orfebre de pluma afilada”; por Francisco Solano

Con Pablo Montoya por Francisco Solano

Pablo Montoya (izquierda) y Francisco Solano (derecha) en una sesión del ciclo “Describo que escribo”. Haga click en la imagen para ver la sesión completa

Me encontré con el nombre de Pablo Montoya (no sabía nada de él) al recibir, en mi calidad de crítico más o menos estable de “Babelia” del diario El País, su novela Tríptico de la infamia para reseñar. Durante ese año, el encargado de asignar los libros a los críticos había tomado la determinación de enviarme las novelas a las que se le había otorgado un premio de cierta relevancia, y supuestamente por esa razón merecían ser reseñadas. También en los suplementos la literatura se confunde con la noticia. De todos modos, esa recepción forma parte de la necesidad de integrar la lectura con otro factor que la justifique. A mí, sin embargo, los premios me producen cierta alarma, no tanto por el libro premiado, sino por tantos otros que no han tenido esa fortuna y que probablemente han podido frustrar una carrera literaria. De modo que mi tasación de esos libros con premio (discúlpenme la jactancia) apenas me influía para una valoración favorable. Más bien sucedía lo contrario. Pues, al venir ya armados de cierta proyección cultural, podría mostrarme incluso más severo con sus deficiencias. En honor a la verdad debo decir que soy un lector, claro está, falible en la confrontación entre gusto y criterio, pero tengo a mi favor que, cuando empiezo a leer, en la tercera página ya me he olvidado del autor, del premio y de los ruidos de la calle.

Así que yo debía leer un libro de un autor llamado Pablo Montoya, del que nada sabía, excepto lo que de él se decía en la solapa, con un título que traía una palabra ya de irremediable resonancia borgiana, y un fragmento de la Matanza de san Bartolomé en la portada. ¿Soy riguroso si le digo que quedé deslumbrado? Riguroso o no, lo cierto es que encontré una prosa tan cautivadora, tan precisa, tan bella, que consideré que o se debía a una gracia unánime de los cielos o el autor de esa novela llevaba años, como un orfebre, afilando su instrumento lingüístico para imponer un estilo que, incluso en medio del horror de la historia, proponga una serenidad, una dignificación del ser humano que lo redima de su responsabilidad en la barbarie. La lectura de Tríptico de la infamia ha sido, de entre las lecturas inesperadas, acaso la que más ha tocado, en los últimos años, mi fiebre literaria. Es una manera exagerada de decirlo, desde luego, pero la exageración aquí no excluye la verdad. Se trataba de una lectura inesperada, en efecto; pues, aunque avalada con un premio prestigioso, me permitía leer la novela sin ninguna interferencia. Los descubrimientos son así, no aparecen porque los buscamos, sino que ellos mismos se muestran como una revelación.

Escribí la reseña casi como una forma de agradecimiento, después de buscar alguna información sobre el autor, donde se destacaba, sobre todo, su aplicación a la creación literaria con una discreción que parecía de otra época. O sea que sí, en esta ocasión el premio Rómulo Gallegos se había otorgado a una obra, no a un nombre, y eso me había permitido gozar de su lectura sin las intermitencias del autor, lo que produce una experiencia que parece conceder al texto una condición de autonomía, como si el lenguaje mismo fuera su propio autor.

Aquí estoy hablando de lectura. El mundo literario es más abusivo y se encontraría con graves problemas en el tránsito de las mercancías del espíritu si tuviera que prescindir del autor. Tampoco yo podría hacerlo, aunque la preeminencia de su figura desplaza con frecuencia la obra y en ocasiones resulta irritante. En mis pesquisas para saber de Pablo Montoya me encontré, para decirlo con una palabra, con un autor segregado, no sólo en España, sino de alguna manera también en Colombia. No es que fuera un desconocido, alguien que viviera en una catacumba con un perro en la entrada; se trataba, más bien, de algo más delicado; sus libros, por lo que pude enterarme, se movían en la periferia, al margen de los centros donde irradia la cultura que termina imponiéndose con un carácter más o menos oficial. Pablo Montoya no pertenecía a ninguna fratría, no se relacionaba con prohombres culturales, no se autogestionaba para promover la visibilidad de sus libros más allá del compromiso y la pasión de escribirlos. He dicho autor segregado. La segregación, hay que recordarlo, puede convertir a un escritor en un resentido, pero también puede hacerlo más independiente al estar liberado de las sumisiones a su propia figura que le reclama, cada día más, mayor proyección social. Pablo Montoya es un escritor de designio, y por tanto entregado a la escritura, donde encuentra su propia recompensa.

Así que el premio Rómulo Gallegos tuvo el año pasado la fortuna de sacar a Pablo Montoya de esa segregación, y hay que esperar que esa buena deriva tenga la suficiente fuerza de timón para que no sea de nuevo ocultado en la niebla. Sin embargo, ahora que es un escritor visible (y aquí incluso tangible), debo declarar que, como admirador de su escritura, me ha convertido en un lector ansioso, pues sus libros no circulan aquí y hay que confiar en la buena disposición de las editoriales españolas ―o en algún sagaz importador de libros― para que su normalización sea completa. Recientemente, hace unos días, Penguin Random House ha recuperado tres libros de Pablo Montoya en un solo volumen, con el título Terceto, lo que acaso es un buen indicio de que pueda haber un programa más amplio de recuperación. Para los lectores ansiosos, los que no podemos leer esos libros suyos dispersos en Colombia, ese programa podría ser también, al menos en mi caso, como un tratamiento de rehabilitación.

Antes de pasar de lo escrito a lo hablado, permítanme confesar que es poco habitual que yo haya aceptado participar de esta liturgia literaria. Fundamentalmente, además de que me gustan más los asientos del público, porque no tengo vocación de interrogador. También porque estoy tan acostumbrado a estar al otro lado de la mesa que temo no estar a la altura de las circunstancias. Se preguntarán, por tanto, qué me ha llevado a estar aquí. La razón tiene que ver con una suerte de fraternidad en la sombra, una fraternidad que yo celebro aquí íntimamente. Y que tiene un rango humanísimo y desconcertante. Yo no conocía a Pablo Montoya (lo he conocido hoy, a las dos de la tarde), ni siquiera había intercambiado con él un correo electrónico, que al parecer supone incluirse en los simulacros de la amistad. Pero él dio mi nombre para la conformación de este acto, y esa preferencia me desconcertó tanto que negarme a su requerimiento hubiera supuesto una grosería, o peor, una ofensa. No soy conocedor de su obra, que abarca una veintena de libros, cuatro novelas, siete libros de cuentos, cinco de poemas en prosa, ensayos, crítica. Sus intereses culturales son múltiples: música, fotografía, pintura. Pablo Montoya es además un atento lector de Historia, o más bien, como escribió Claudio Magris, del territorio de la provincia, de los pormenores que se diría sobrantes, pero donde alienta lo más preciado del hombre, su desamparo al confrontarse con el fanatismo, con el mal, con el horror, al que se puede oponer esa energía misteriosa que llamamos creación artística. La figura de Pablo Montoya tiene el rango y la sensibilidad del artista del Renacimiento, y también como aquel vuelve la vista atrás. Conocer el pasado para indagar en la condición humana y hallar pautas para comprender mejor el presente.

Este acto se enmarca en un ciclo con el título Describo que escribo, y si he entendido bien consiste en inquirir al autor para que nos desvele esos rituales, manías, disposiciones, exaltaciones y flaquezas, que de todo hay en esa rebotica o taller privado de la tarea misma de escribir. Es decir, que se trata de incitar al autor a que revele aquello que, tras la manifestación de su visibilidad, permanece oculto a los lectores. A mí me parece un tanto vertiginoso, demasiada claridad puede cegar, pero confío en que esta plática sirva, al acceder así a la persona de Pablo Montoya, para entrar con un fervor añadido en las páginas de sus libros.

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Francisco Solano y Pablo Montoya