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Sin remordimientos; por Alberto Salcedo Ramos

Sin remordimientos por Alberto Salcedo Ramos 640

Félix y Jorge han venido a almorzar conmigo en un restaurante de comida caribeña ubicado en el norte de Bogotá. Ambos se preguntan por qué en la tierra de nosotros la gente tiene la mala costumbre de diagnosticar a gritos, antes de saludar, si uno está gordo o flaco.

– De repente se te muere una tía –advierte Jorge–, y el vecino no te da el pésame sin antes decirte que subiste de peso.

Digo que tiene razón. Hace poco me encontré con un paisano que me soltó la consabida frase en plena vía pública. Lo único distinto fue que pretendió hacerse el chistoso.

– Oye, te veo más barriga que en las fotos de Facebook.

Como iba de afán no pude responderle. Me hubiera gustado recordarle que los perfiles de Facebook pertenecen a la ficción, y que como decía Sofocleto: “Todas las autobiografías son el relato de un testigo falso”.

– A mí me dicen todo el tiempo que estoy muy flaco –tercia Félix–. En Barranquilla los muchachos de mi barrio me llaman ‘Media Vida’.

Jorge sostiene que en el Caribe el problema no es estar flaco o gordo sino lidiar con la lengua brava de la gente. Para Félix, en cambio, eso no es ningún problema. Sólo los débiles –advierte, agitando el índice derecho– se dejan sugestionar por tales indiscreciones.

Coincido con él en que lo importante no es lo que digan los demás sino cómo nos sintamos nosotros. Entre comer y abstenerse, elige lo que te guste. Luego procura convivir con tu decisión sin andar por ahí dándote golpes de pecho. El tofu aburre y la hamburguesa abulta abdomen, pero lo que verdaderamente mata es la culpa. La culpa pesa más en la conciencia que el cuerpo en la balanza. De modo que si te hartas o si pasas hambre, hazlo sin remordimientos.

– Hay que ser puntual con la comida e incumplido con las culpas –exclama Jorge.

Hace poco –prosigo– leí en una revista que todas las dietas son inútiles. Durante un tiempo funcionan, pero luego los kilos de más retornan al cuerpo del mismo modo en que regresa el agua a la cuenca del río seco. Cada perro sabrá cómo se mata las pulgas. A quienes elijan brócolis con té verde les deseo un feliz viaje. Lo mío, por ahora, son esos patacones rociados con suero monteriano.

El mesero sonríe mientras acomoda los platos en la mesa. Jorge mete de nuevo la cuchara:

– Hay otra frase de cajón muy extendida: “El uso del computador nos ha ido volviendo cada vez más gordos”.

– Una tontería, de acuerdo.

– Como si el sedentarismo existiera desde ayer –interviene Félix–. Una vecina mía lleva cuarenta años chismoseando sentada, y más delgada no podría estar.

Jorge sonríe:

– Yo crecí entre pescadores que permanecían sentados en sus taburetes, unas veces tejiendo atarrayas y otras, jugando dominó. Puedo jurar que todos eran atléticos.

Hagamos lo que hagamos –concluimos Jorge y yo a modo de consolación– aumentaremos de peso.

– O disminuiremos –tercia Félix.

Así que sigamos disfrutando. Y olvidémonos de la báscula: no convirtamos en martirio lo que elegimos como festín.