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Los disparos políticamente incorrectos de Clint Eastwood; por Wolfgang Gil

Los disparos politicamente incorrectos de Clint Eastwood por Wolfgang Gil 640x417

 

“Go ahead, make my day”
Harry Callahan en Impacto súbito (1983)

 

Cuando la convención republicana seleccionó a Donald Trump como candidato presidencial, muchos tuvieron la esperanza de que Clint Eastwood, un republicano con criterio propio, a quien todos admiramos como actor y director, hiciese valer sus principios. No sólo esto no sucedió, sino que ocurrió todo lo contrario. La luminaria del cine, nacida en San Francisco, California, de 86 años de edad, hizo público su apoyo a Trump, hecho que produjo que Merryl Streep, su compañera de reparto en la inolvidable película Los puentes de Madison, quedara desagradablemente sorprendida.

En una entrevista para Variety, la actriz tres veces premiada con el Oscar, declaró:

“No tenía ni idea. Tendré que hablar con él, ¡tengo que corregir eso! Estoy en shock. Realmente lo estoy. Porque él es una persona mucho más… Habría pensado que él sería mucho más sensible que eso”.

Son muchos los que acompañan a la señora Streep en su deseo de ver a Clint Eastwood en una posición más razonable. Habrá que entender qué es lo que sucede en la cabeza de Eastwood y los alcances de una contradicción que reside en la contextura moral de un hombre que tiene una impronta en el cine y que ha sentado posición a través de sus declaraciones políticas.

La moral en sus películas

En sus actuaciones, Eastwood ha desarrollado el perfil del tipo duro, lacónico y  dispuesto a resolver los conflictos con una pistola. Suele ser vinculado con los personajes del hombre sin nombre de los espagueti-western de Sergio Leone, en la llamada ‘trilogía del dólar’, y Harry Callahan, en la serie Harry el sucio.

A la actuación le agrega posteriormente la dirección cinematográfica, donde deja trasparentar mucha sensibilidad humana y compasión. Algunas de sus cintas son memorables: Bird (1988) sobre el alma atormentada del jazzista Charlie Parker; Los imperdonables (1992), donde redefine el género del oeste a partir del tema de la redención o la condena; Los puentes de Madison (1995), film en el que explora las decisiones difíciles del alma femenina. Hay muchas otras, pero nos referiremos particularmente a una: Invictus (2009).

Invictus es un film altamente conmovedor. Cuesta pensar que alguien que hizo una película donde se exalta la figura de Nelson Mandela —un insumiso, líder de los derechos civiles, que transformó dominación en colaboración, el conflicto en armonía, que cambió la segregación por la integración—, se plegara a la fórmula más retrógrada e involutiva de la política norteamericana. El argumento se basa en el momento en que el presidente sudafricano y François Pienaar, el capitán de los Springboks, el equipo de rugby con que se identificaba la minoría blanca, unen esfuerzos para unificar el país a través de la Copa Mundial de Rugby de 1995, y así superar las heridas dejadas por el desmantelamiento del sistema segregacionista del apartheid.

Clint contra la hipocresía de los progres

Todos los personajes que ha interpretado Clint Eastwood poseen un verbo rápido que dispara frases lapidarias. Su persona real no parece ser muy diferente a la ficción. Es oportuno que examinemos las propias palabras de Eastwood en la entrevista concedida a la revista Esquire. De esas declaraciones destacaremos dos puntos. El primero, su antipatía contra la corrección política. El segundo, su admiración por la franqueza.

Esquire: Tus personajes se han convertido en iconos de la cultura popular, ya sea con Reagan repitiendo “alégrame el día” o ahora con Trump… juro que incluso ha practicado tus gestos.

Clint Eastwood: Tal vez. Pero él tiene un punto, porque secretamente todos se han cansado de las formas correctas de la política, besando traseros. Ahora mismo nos encontramos en la generación de besar traseros. Estamos en una generación de maricas.

Todo el mundo está caminando con máscaras. Vemos a la gente acusando a otros de ser racistas y toda esa clase de cosas. Mientras yo crecía, a esas cosas no se les llamaba racismo.

(…)

ESQ: ¿Qué es la “generación de maricas”?

CE: Todas esas personas que dicen “Oh, no puedes hacer esto, no puedes hacer lo otro y no puedes decir aquello”. Supongo que es la época.

Una de las cosas que más le molesta a Eastwood es la corrección política.

¿Qué es la corrección política?

Hay dos formas de entender este concepto. Uno que podríamos llamar hipócrita. El maquillaje lingüístico. Hace referencia a la actitud que adoptan sectores autodenominados progresistas, pero que en la práctica sólo pretenden cambios muy superficiales en la sociedad estadounidense, o buscan imponer un criterio único de ideas propias como ‘correctas’ ante la opinión pública. De esta actitud surgen términos como ‘afroamericano’ por considerar ofensivo al término ‘negro’ o, en otro plano, llamar a la crisis desaceleración, a las pérdidas crecimiento negativo, al vendedor asesor comercial, a la ruina falta de liquidez, a los despidos reajustes de personal, etc.

El prejuicio no desaparece con el paño tibio del eufemismo. Sólo es barrido bajo la alfombra. Esto ha dado lugar a que obras que fueron vanguardistas en su momento, como los ensayos de Susan Sontag, quien tanto luchó contra las formas de discriminación, puedan ser considerados ‘políticamente incorrectos’ bajo este criterio.

La segunda forma de la corrección política es la que podríamos llamar auténtica. Consiste en respetar al otro. Tan sencillo como eso. En no ofender a los demás por cualquier condición que posea o padezca. Ese es el espíritu que habría que rescatar. Seguramente el laureado actor-director quiere denunciar la primera fórmula, la hipócrita, pero no consigue rescatar la segunda. Es cierto que la manera hipócrita de la corrección política es lamentable, pero hay que restituir el respeto por la dignidad de los semejantes.

Eastwood ve en la corrección política una suerte de superego social que conspira contra la expresión individual. La convierte en una bestia de tal magnitud que le da la licencia de ir al pasado a buscar legitimidad. Refiere que en su juventud no existía eso de la corrección política. Es cierto, pero no lo es menos que el laureado actor es un hombre de ochenta y seis años. Creció en la década de los 30 y 40, antes del movimiento de los derechos civiles; es decir, cuando los negros del sur debían ocupar la parte trasera de los autobuses y el Ku-Klux-Klan ahorcaba, con impunidad, a los que consideraban sediciosos. También era un adolescente durante la segunda guerra mundial, cuando el gobierno norteamericano recluyó a los japoneses en campos de concentración.

¿Qué significa ‘generación de maricas’? Por el contexto se infiere que no se trata de una descalificación en nombre de una orientación sexual, sino la denuncia de una falla en la voluntad; es decir, cobardía de seguir el propio camino a pesar de las resistencias que puedan existir. Ahora bien, hay que dilucidar cuáles son los rasgos de esa supuesta cobardía.

¿Es Trump igual al Harry el sucio?

Esquire: ¿Cuál crees que sea el punto de Trump?

CE: El punto de Trump es que sólo está diciendo lo que piensa. Algunas veces no es bueno, y otras son… bueno, puedo entender a lo que se refiere, pero no siempre estoy de acuerdo.

En la antigua Grecia, nos recuerda Foucault, era una virtud política la parresia (el término está tomado del griego παρρησία: παν = todo + ρησις / ρημα = locución / discurso). Significa literalmente ‘decirlo todo’ y, por extensión, ‘hablar atrevidamente’. Implica no sólo la libertad de expresión sino la obligación de hablar con la verdad para el bien común, incluso frente al peligro individual.

Aquí está la explicación. Eastwood sufre el espejismo de que Trump encarna la parresia. Según su percepción, Trump es la negación de la corrección política hipócrita. Es una forma de justiciero solitario, como su personaje Harry el sucio.

No obstante, el concepto de parresia no parece aplicarse a Trump. Trump no es alguien que se enfrenta solo al poder poniendo en riesgo su vida. La parresia bien entendida no es sólo franqueza, es sinceridad, hablar con el corazón en la mano y decir lo que otros no se atreven a decir, pero en nombre del bien común, jugándose los propios intereses.

Hay dos ejemplos. El primero es el de Sócrates, quien es condenado por su búsqueda incesante de la verdad. El segundo ejemplo es el personaje de la obra teatral “Un enemigo del pueblo“, de Henrik Ibsen, donde el protagonista, el médico Thomas Stockmann, se atreve a denunciar que están contaminadas las aguas de la ciudad balneario donde reside. Como la ciudad vive del turismo, la consecuencia será el enfrentamiento con los intereses económicos y el consiguiente rechazo de sus propios conciudadanos, quienes lo acosan a él y a su familia hasta hacerles la vida un infierno.

Una constante de la cinematografía de Eastwood es el intento de establecer algún tipo de trascendencia de la ley moral sobre las leyes o sobre las costumbres establecidas. Eastwood siente cierta atracción por los personajes que se atreven a seguir su propio camino en busca de la superación de su conciencia. Dicha atracción se convierte en perversa cuando confunde al automarginado, al outsider, con el arribista que no busca la trascendencia sino la involución. Trump se ha convertido en el ídolo de lo más retrógrado del partido republicano.

El magnate metido a político ha galvanizado al Tea Party, la facción ultraderechista del Partido Republicano. Movimiento notable por su desprecio por los programas sociales, por su conservadurismo fiscal, por su defensa de la venta libre de armas, por su radicalismo contra la liberación del aborto y por su indiferencia por la protección del medio ambiente. También ha logrado la admiración de David Duke, antiguo líder del Ku-Klux-Klan, quien le ha dado abiertamente su apoyo.

Nuestro Clint parece que confunde al villano con los héroes. Trump no es Harry el sucio. Trump es éticamente disfuncional. Si nos mantenemos en el universo narrativo de Eastwood, se asemejaría más a los ricos y poderosos villanos de sus películas de Oeste. Por ejemplo, en el memorable western El jinete pálido (1985), Coy LaHood (Richard Dysart), potentado de la depredadora minería industrial de la región, ansía las tierras ricas en oro de los humildes mineros artesanales. Ante la terca negativa de los mineros, LaHood recurre a todo tipo de argucias y violencias. Cuando ya casi está a punto de vencer la resistencia de los pobladores, aparece providencialmente un misterioso personaje, un forastero sin nombre al que todos llaman Predicador (Clint Eastwood). Inspira tanta valentía a los mineros que logran hacer retroceder al invasor. Al final, el Predicador también desenfunda sus pistolas para acabar con los sicarios del cruel empresario. Trump recuerda más LaHood que al Predicador.

Lejos está Eastwood de los valores de compasión y respeto por el adversario que plasmó en Invictus. Pasó de hacer justicia a un héroe moral como Mandela a darle el espaldarazo a un demagogo racista, que es admirado por agentes políticos disfuncionales.

Clint ha sufrido una especie de espejismo, una confusión mental. No parece ver los rasgos psicopáticos del estrafalario demagogo: comportamiento antisocial, baja empatía, remordimientos reducidos y carácter desinhibido. Tan sólo ve en Trump a un justiciero solitario.