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La luna de Barranquilla; por Alberto Salcedo Ramos

Carnaval de Barranquilla. Fotografía de Juanerre.

Fotografía de Juanerre.

Hace poco un amigo reportero me preguntó “¿qué es ser barranquillero?”. Le respondí:

Considerar sospechoso al que habla a punta de murmullos, saber comer bocachico con las manos, haber contado un chiste en el Paseo Bolívar, comer fritos de pie en una fritanga callejera, haber oído una pelea entre vecinas en una calle del barrio Rebolo. El barranquillero de pura cepa sabe lo que es comer ensalada rusa en la fiesta de grado del amigo del mejor amigo del vecino de nuestro vecino. Es decir, el barranquillero es expansivo y sabe derrumbar las barreras sociales.
Luego añadí que como Barranquilla no fue producto de una fundación sino de un poblamiento, como no se aferró a ningún linaje histórico sino a su vocación mercantil, ha sido siempre una ciudad abierta.

Abierta a los visitantes (pero sin postrarse ante ellos como se estila en los lugares donde la apuesta única es el turismo), abierta a la controversia (en el bar donde García Márquez bebía y discutía con sus amigos nadie tenía la razón), abierta a los sectores emergentes (porque sus líderes no son invariables por los siglos de los siglos), abierta al resto del Caribe colombiano y al resto del planeta (en todas las familias hay miembros venidos de otras latitudes), abierta al cruce racial (pues no hay castas que se crean de sangre azul y, por tanto, proscriban el mestizaje), abierta a los sabores foráneos (en una fritanga callejera es posible ver hermanados el quibbe árabe y la arepa e’ huevo criolla), abierta a otras culturas (el carnaval es una miscelánea, un revoltijo de tradiciones en el que se expresa toda la región).

Me gusta –agregué– que Barranquilla no viva en función de sublimar el pasado, que no esgrima ante propios y extraños una historia escrita en pergaminos atildados, que no le pague sueldo a ningún empleado para que brille la estatua de un prócer y que no se la pase rindiéndole culto a la piedra.

— En Barranquilla –sentenció García Márquez– no hay prestigio que dure tres días. Tú llegas y el primer día te brindan sancocho, el segundo día te ponen apodo y el tercero te calumnian.

Luego hablé de las brisas decembrinas, de los “rajuñaos” (dulces) de Semana Santa, de las butifarras soledeñas, de la oralidad llena de ocurrencias, de los colores, del carnaval, de Rafael Campo Miranda y de Marvel Moreno.

De pronto mi amigo me hizo notar que la Barranquilla de mi evocación carecía de problemas y, por tanto, parecía de ensueño: yo no había mencionado ni los arroyos, ni los andenes rotos, ni los caños apestosos del centro.

Al día siguiente de la charla con mi amigo perdí un vuelo. A pesar de que tomé a tiempo mi taxi hacia el aeropuerto me atasqué en una calle embotellada. Entonces pensé que uno se queda viviendo para siempre en el lugar idealizado de la nostalgia, y pierde primero el sentido crítico y luego la capacidad de discernimiento. Como Esthercita Forero, la gran compositora de la ciudad, empieza a ver en la realidad las flores que solo quedan en la añoranza. Pero no nos desencantamos porque, al fin y al cabo, la luna de Barranquilla tiene una cosa que maravilla.